Los sueños, las fantasías, los anhelos del siglo XX tienen forma de imagen. No cualquier imagen, no en cualquier soporte. Tienen forma de fotografías. Apenas 30 años después de su presentación ante la Academia de Ciencias de París, la fotografía dejaba de ser un objeto de lujo para las élites y diversificaba su uso documental y antropológico, se utilizaba en archivos policiales, informes de guerra y relevamientos territoriales. Apenas 30 años después de su presentación, la imagen se coleccionaba en postales, se traficaba como parte de la educación sentimental, de la iniciación sexual. El fotoperiodismo y las revistas ilustradas la alojaban en sus páginas para construir la “actualidad”. La cámara puso el mundo a disposición del espectador, lo convirtió en un objeto de consumo. El siglo XX es un siglo de consumo de fotografías que proponen modelos de conductas y formas de vida, maneras de vestir y de alimentarse, estilos e identidades. La radio y el cine, y el apenas despuntar de la televisión, proponen un universo de imágenes que no deja de multiplicarse bajo la forma de más imágenes.

El mundo del espectáculo local tendrá su fotógrafa en Annemarie Heinrich, una joven nacida en Alemania en 1912 y criada en la Argentina. Discípula de la australiana Melitta Lang y el polaco Sivul Wilenski, Heinrich abre su propio y modesto estudio en 1930 y se propone desarrollar el oficio del siglo: fotógrafa profesional. Se vuelve, entre otras cosas, retratista del star system local. De ella son ciertas imágenes emblemáticas: Mirtha Legrand o Libertad Lamarque, la cabeza ladeada con previsible coquetería, la boca entreabierta, los dientes perfectos, la mirada sonriente. También la foto de la joven Evita Duarte, en traje de baño a lunares, el cabello suelto, los brazos detrás de la cabeza y los ojos pícaros mirando hacia arriba, o la de Tita Merello, asomando a la imagen de costado, con el pelo revuelto y las cejas arqueadas, el gesto de rea. Durante décadas, la cámara de Heinrich registró los rostros del mundo del cine, el teatro y la danza, tomó también retratos de artistas plásticos, músicos y escritores: Zully Moreno, Tilda Thamar, Antonio Gades, Dolores del Río, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Bárbara Mujica, Rafael Alberti, Cecilia Ingenieros, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Ástor Piazzolla, Pinky, Aníbal Troilo, Graciela Borges, Susana Giménez.

Gestos y poses, formas de poner el cuerpo, objetos que acompañan al retratado, encuadre e iluminación hablan del profesionalismo de Heinrich, que encuentra un modo único de cumplir con el oficio y, al mismo tiempo, escapar de la imagen adocenada. El retrato de los hombres y mujeres que pertenecen al ambiente del arte y la cultura es central para la industria cultural. Son imágenes que inventan la figura del autor donde solo habría objetos, novelas, libretos, partituras. La cámara de Heinrich habla de ese encuentro entre un rostro, una gestualidad y la construcción de ese artefacto que es el actor, la escultora o el músico. Estas imágenes son piezas de un género que, inevitablemente, distribuye roles previsibles –la joven angelical, la estrellita en ascenso, el galán, el músico temperamental, el escritor asceta– como parte de una trama en la que también se imbrican las novelas, piezas radiales y películas.

Los retratos tomados por Heinrich aparecían en las tapas de las revistas de actualidad, Antena, Sintonía, Radiolandia, o se integraban al aparato de difusión de espectáculos teatrales y productos cinematográficos. Eran rostros para ser multiplicados por la maquinaria de la incipiente industria cultural, para ser admirados y coleccionados por el público. Eran fotografías que tenían un itinerario múltiple: devenían otra cosa, un dibujo en colores que se deformaba y multiplicaba en revistas y carteles, un instrumento de promoción que circulaba, con el sello del estudio, en las oficinas de productores y agentes, o una pieza coleccionable, en las manos de los admiradores que la recibían autografiada. En ese recorrido, algunas incluso volvían firmadas al estudio, demostrando que la reproducibilidad técnica que vertebra la imagen en el siglo XX no es sino un desafío para inventar modos de reponer lo aurático y lo único de una estampa.

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Fragmentos extraídos del ensayo publicado con el mismo título en el libro Annemarie Heinrich. Intenciones Secretas. Génesis de la liberación femenina en sus fotografías vintage. Buenos Aires: Malba-Fundación Costantini, 2015.


19.05.2023

El ojo pensante

Por Martín Greco

Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez, más conocido como Diego Rivera, pinta en Madrid en 1915 el Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna, una obra central en la historia de las vanguardias hispánicas.

Rivera vive en París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial busca refugio en España. Atraviesa por entonces un período cubista, breve pero fundamental para su evolución estética. Junto a otros artistas realiza en marzo de 1915 la muestra de «Los pintores íntegros»: por primera vez llegan a Madrid los escándalos del arte nuevo. Durante esa exposición pinta el retrato de Gómez de la Serna, convergencia de artes plásticas y literatura, de España y América. Para el artista de vanguardia, la obra es una colaboración entre el pintor y su modelo; y es además una traducción de la realidad visible. Según el testimonio del artista mexicano:

“…pintamos Ramón y yo su retrato. Y digo los dos porque no puse a Ramón en calidad de momia viva, sino que mientras él trabajaba yo trabajaba también, siguiendo su vivir, tratando de traducirlo en movimiento de color y forma”.

También Gómez de la Serna refiere, en varias ocasiones, el singular proceso de creación:

“Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo –y no es broma– me parecía mucho más que antes de salir. El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y, sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta”.

En esta evocación se destacan el modelo que escribe y el pintor que lee. Este último, asimismo, puede pintar de espaldas: el arte nuevo supera los estrechos postulados del naturalismo. Por ello, Ramón llama a Rivera «el óptico prodigioso», y afirma: «Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante… Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad». Ya en 1913 Apollinaire había señalado que el cubismo no es un acto de imitación sino de concepción.

Para Gómez de la Serna este retrato significa el correlato objetivo de su propia busca de renovación literaria:

“Mi retrato cubista me daba ánimo, me confortaba en las polémicas, me enseñaba a desañar el porvenir: se podía escribir de otra manera, puesto que estaba bien claro que se podía pintar de otra manera”.

Esa busca convertirá a Ramón en el maestro declarado de los movimientos de literatura de vanguardia de ambos lados del Atlántico; una busca incesante: aún treinta años después, en 1946, en el prólogo a su novela El hombre perdido, el escritor declara que «esta realidad que acabo de tocar y que puede desaparecer de un momento a otro, que ya ha desaparecido al sentarme a escribir frente a mi pupitre, no me convence como motivo de escrituración. Ha de ser una cosa que no esté ni en el realismo de la imaginación ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Y recuerda que Macedonio Fernández lo ha llamado «el mayor realista del mundo como no es».

Una vez terminado, el cuadro es exhibido en la vidriera de la exposición de Madrid. Según Diego Rivera, pudo verse entonces a «la policía montada alejando a caballazos a la gente que obstruía materialmente la calle de Carretas, ante el escaparate … que contenía el retrato de Ramón; a la gente protestando y chillando y, finalmente, el gobernador ordenando que se retirase el cuadro del escaparate por constituir una incitación al crimen, pues se apercibían en él una pistola automática de repetición y una cabeza de mujer cortada por una espada».

Es que para el pintor, este retrato cubista «tenía la apariencia de un demonio anárquico, que incitaba al crimen y a la sublevación. En esta satánica figura todos reconocían los rasgos de Gómez de la Serna, famoso por su oposición a todo principio convencional, religioso, moral y político… El retrato de Gómez de la Serna capturaba el espíritu de violenta desintegración». Cuando Rivera regresa a París, le deja el cuadro a Ramón, quien lo cuelga en su estudio, en medio de los mismos objetos y libros que aparecen en ella, y las figuras se triplican cuando el retrato y el retratado se abisman en un espejo, en vértigo barroco, según evoca el escritor español:

“Durante años había tenido ese retrato frente a mí, y cuando se encontraban su imagen y la mía de refilón, en un espejo de mi cuarto, me sorprendía un parecido mayor que el mío, asomado detrás de mí”.

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Fragmento de un texto publicado originalmente en Escritores del mundo


15.05.2023

Diego Rivera: muralismo y política

Por Pablo Fasce

Revisar la trayectoria de Diego Rivera es una invitación a descubrir las tensiones y complejidades del Muralismo Mexicano. Tanto la crítica de la época como el Estado comandado por el Partido Revolucionario Institucional se encargaron de construir una narrativa sobre el movimiento que lo presentó como un bloque homogéneo, cuyo compromiso con los valores y objetivos de la revolución se traducía en un programa de arte público que, a través de las imágenes, develaría el sentido de la identidad, la historia y la gesta de la nación mexicana. A menudo Rivera fue situado (por sí mismo y por otros) como la figura central de aquella formación; sin embargo, reparar en los debates, conflictos y desencuentros con sus compañeros de ruta permite desarmar el relato canónico para exponer las contradicciones del muralismo y entenderlo, tal como planteó Rita Eder (1990), como un proyecto moderno en el contexto de una sociedad donde la modernidad capitalista aún no había sido plenamente desarrollada.

Entre 1923 y 1928 Rivera realizó el ciclo de frescos monumentales que decoran los tres niveles del Patio del Trabajo y el Patio de las Fiestas, en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. El encargo, fruto del éxito que había obtenido con La Creación, pintada en el teatro del antiguo Colegio de San Ildefonso, catapultó a Rivera al centro de la constelación muralista: además de encargarse del programa de murales más extenso hasta la fecha, el pintor también fue designado como jefe del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría. Al mismo tiempo, la historia de ese conjunto de pinturas está atravesada por la explosión del conflicto entre Rivera y sus colegas. En 1924, todo el arco político y cultural de México se estremeció por el conflicto que desencadenó la designación de Plutarco Elías Calles como sucesor de Álvaro Obregón a la presidencia y que tuvo su máximo momento de tensión en el asesinato del gobernador Felipe Carrillo Puerto; la contienda llevó a José Vasconcelos a dimitir de su cargo como Secretario de Educación Pública y a buena parte de los muralistas, alineados con el ala izquierda del movimiento de la Revolución, a perder sus encargos oficiales. Las discrepancias de Rivera con sus colegas lo llevaron a distanciarse del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Su decisión de apartar a sus colegas Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva de la realización de los murales de la Secretaría multiplicó las críticas hacia su figura.

El programa plástico desplegado por Rivera en los dos patios del edificio de la Secretaría de Educación Pública nos pone frente a un homenaje dedicado al pueblo mexicano, representado tanto a partir de sus trabajos y oficios como de sus celebraciones populares. En los paneles que componen los dos ciclos la historia de la revolución y la cultura popular se entremezclan y conjugan en un ejercicio plástico que aspira a la redención del alma nacional anhelada por el proyecto educativo vasconceliano. Pero, además, otra lectura de los murales coexiste con esta primera capa de lectura. El historiador Renato González Mello (2008) demostró que en los murales del Patio de los Trabajos se esconden un sinfín de símbolos, descifrables solo por aquellos iniciados en los misterios herméticos de la masonería. Durante sus años de trabajo en la Secretaría, Rivera se incorporó a la hermandad Rosacruz Quetzatcoatl, una orden secreta que era frecuentado por los intelectuales y referentes políticos del nuevo gobierno revolucionario, que encontraron en ella un espacio de sociabilidad que no había sido cooptado por las viejas elites porfirianas. El pintor seguramente pensaba en ellos cuando pobló sus murales de signos que recuerdan a la muerte y resurrección del aprendiz, la transmutación alquímica de los elementos y la concordia de los principios masculino y femenino que ordenan el cosmos. También se permitió retratarse a sí mismo con los atributos reservados al grado de maestre de la orden.

El final de la década de 1920 vio el cambio en la suerte de Rivera, que expulsado del Partido Comunista Mexicano y repudiado por sus colegas muralistas decidió cambiar de aire en suelo norteamericano. No obstante, su retorno y reposicionamiento en el campo de la izquierda durante la década subsiguiente son testimonio de la extendida vitalidad y conflictividad que signó al muralismo.

 

Referencias

Eder, Rita, “Muralismo mexicano: modernidad e identidad cultural” en A. M. Moraes Belluzzo (Org.), Modernidade: vanguardas artísticas na América Latina, São Paulo, Memorial UNESP, 1990.

Gonzalez Mello, Renato, “La Secretaría de Educación Pública: su sentido esotérico” y “La Secretaría de Educación Pública: su sentido exotérico”, en La máquina de pintar. Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2008.


En el segundo Manifiesto constructivo, Torres García afirma que en el arte prehispánico, al igual que en el arte egipcio, el bizantino y el de las catedrales góticas, subyace un plan geométrico a través del cual se logra el perfecto equilibrio entre abstracción y figuración. [1] Entendía que las culturas precolombinas pueden ubicarse, al igual que las mediterráneas, entre las antiguas civilizaciones que supieron aprehender en la relación con la naturaleza una verdad trascendente: 

“El hombre que nos antecedió supo distinguir perfectamente el espíritu que moraba en cada cosa y lo configuró en un signo. Y tal signo, para él fue un talismán. Su vista penetró más profundamente en la naturaleza que no la del hombre de hoy puesto que llegó a tal intuición: trascendió la materia.Todo fue espíritu para aquel hombre (y estuvo en lo cierto) el fuego, los vientos y el trueno, cualquier bicho o piedra...todo en su panteísta concepción universal”. [2] 

Por ende, proponía “no copiar” el arte precolombino sino “identificarse con el espíritu de los creadores” [3] que lograron la síntesis entre abstracción y figuración a través del símbolo pictográfico, “signo talismán”. Este arte, según el maestro uruguayo, debe ser leído como un texto de ideogramas, que da cuenta del «espíritu que moraba en cada cosa», [4] Este es a mi juicio el concepto clave para indagar el proceso de apropiación de referente prehispánico desde la perspectiva del universalismo constructivo de Torres: la lectura en clave ideogramática articula un problema plástico con una cuestión metafísica puesto que estos «signos talismán» son formas plástico-simbólicas que dan cuenta de «la verdad universal de las cosas». La concepción neoplatónica se conjuga con el primitivismo propio del pensamiento moderno en el que Torres se formó a lo largo de las cuatro décadas vividas en Europa.Bárbara Braun menciona que entre sus tempranas lecturas sobre “arte primitivo” figura The Origins of Art (1903) de Ernst Grosse (publicada en Barcelona en 1906, como Los comienzos del arte). Grosse –discípulo de Semper y uno de los referentes de Franz Boas en su Primitive Art (1927), texto fundador de la categoría de “arte primitivo” desde la etnología– [5] señala que el placer estético no está sólo ligado a la forma sino también el significado, porque “cuando las formas obran como símbolos, un nuevo elemento se agrega al goce estético”. [6] Es justamente este énfasis, puesto en el valor simbólico de las formas plásticas, el punto de articulación del neoplatonismo y el primitivismo. Torres, al igual que otros artistas vinculados a las corrientes esotéricas de la época, como Kandinsky, por ejemplo, anhela recuperar un arte que cumpla la función de traducir ideas en formas plásticas, vale decir, formas simbólicas que den cuenta de la estructura esencial del Cosmos.

En uno de sus últimos escritos La Nueva Escuela de Arte del Uruguay (1946) [7] sostiene que existe “una regla invisible que junta o hermana las obras antiguas a las más modernas” y que “ya no existen los artistas en particular sino el ARTE. Tendrá cada uno que volverse un primitivo y trabajar en lo elemental”; refuerza lo expresado ya en el Manifiesto de 1938: 

“Al tratar pues de ahondar en el espíritu de esas tierras de América, tratamos de ahondar para hallar la obra del hombre esencial. Despreciando lo histórico, de ayer y de hoy, procuramos dar con el terreno primitivo [...] el Universo (que no es ninguna abstracción) es una ley viviente. Y por esto, susceptible de ser reducido a números [...] Y al examinar las agrupaciones humanas en el rodar del tiempo y también la manifestaciones de la diversas culturas, no hemos querido fijarnos [...] más que en todo lo que guardase relación con ese orden universal[...] Nuestro interés en el aborigen de estas tierras de América, sea el de hoy o el de ayer, puede verse ahora que no obedece a otra razón que a la de hallar en él al hombre en ese plano universal, no deformado aún por la civilización”. [8] 

Torres entenderá al arte prehispánico desde esta perspectiva universalista y primitivista fundada en el convencimiento de que “todo primitivo trasciende las esfera material por natural disposición suya, y sea por superstición o por necesidad metafísica de creer en un orden, nos ha sido interesante, y de ahí el ocuparnos de él”. [9] 

A nuestro juicio, esta es la expresión de una transferencia del valor del orden neoplatónico, metafísico, abstracto y matemático, al orden prehispánico. La tradición constructivista sudamericana promovida por Torres no aprende la lección que encierran los textiles paracas, las esculturas tiwanacotas, la arquitectura incaica sino que los interpreta y define a la luz del neoplatonismo que subyace a todas las corrientes de arte concreto y constructivista europeos de los primeros 20 años del siglo XX. [10]

 

Notas

1. Estos conceptos de Torres aparecen por primera vez en un libro de 1935, los estructura y los desarrolla en otro publicado en 1939, Metafísica de la Prehistoria Americana.
2. Torres García, Joaquín, 1938:9. Buzio de Torres, Cecilia, 1991.
3. Torres rechazó de plano las propuestas indigenistas en las que se daba una apropiación directa de motivos del arte indigena considerándolo un «verdadero pastiche». Buzio de Torres. Cecilia. 1991: 24.
4. Encuentro sugerentes coincidencias con la posición de Ricardo Rojas quien en Silabario de la decoración americana, editado en Buenos Aires en 1930, plantea que el sentido en las «figuras arqueológicas» está dado por, lo que define como, «alfabeto metafórico en el que se representan los seres del mundo y los mitos de la raza» (Rojas, Silabario de la decoración americana, Losada, Buenos Aires, 1953, p. 27).
5. Véase: Bovisio, Maria Alba, 1999.
6. Boas, F., 1987: 126.
7. Publicado en La Escuela del Sur. El taller Torres García y su legado, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1991.
8. Torres García, Joaquín, Manifiesto n°2, pp. 6-7.
9. Ibidem.
10. Excede los alcances de este texto desarrollar las diversas hipótesis que se han planteado sobre el concepto de orden en el mundo prehispánico, pero por lo pronto cabe señalar que toda la información etnohistórica y etnográfica disponible permite sostener la hipótesis de que los sistemas de pensamiento prehispánicos andinos pueden asimilarse a lo que Lévi-Strauss define como «pensamiento salvaje», pensamiento que opera a través de signos concretos y no de conceptos abstractos, pensamiento en el que no cabe la metafísica puesto que no hay separación entre los distintos niveles de la realidad sino que esta se piensa en una totalidad integradora y se la explica a través de una compleja red de analogías.

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Fragmento del ensayo "El referente prehispánico en la obra de Joaquín Torres García: transferencias simbólicas", publicado originalmente en América: territorio de transferencias. Cuartas Jornadas de Historia del arte. Editado por Marcela Drien, Fernando Guzmán Schiappacasse y Juan Manuel Martínez Silva. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago de Chile, 2008. 

 


Adoptar una perspectiva crítica decolonial para acercarnos a la cuestión del arte indígena contemporáneo supone partir de la idea de que en el circuito artístico latinoamericano tal cuestión no puede reducirse tan solo a subsanar la “ausencia” o sub-representación de las expresiones estéticas de determinados grupos étnicos; es preciso considerar los pliegues históricos de un proceso de subalternización desplegado en múltiples niveles, que afectó a sujetos, prácticas específicas, imaginarios, saberes y visiones de mundo, emanado del colonialismo moderno y capitalista, que ha persistido en la larga duración. Sumergirnos en esos pliegues implica, necesariamente, poner en discusión las funciones culturales de poder de las artes modernas occidentales en contextos de dominación colonial y poscolonial, y las improntas duraderas que se estabilizaron en los imaginarios socioculturales dominantes, en parte a través de la valoración, bajo el paradigma estético dominante, de ciertas prácticas y objetos culturales en franco desmedro e incluso destrucción de otras.

La estética moderna ha sido una de las principales categorías puestas en tela de juicio en la revisión crítica de la cuestión indígena en el arte. Desde la perspectiva de Ticio Escobar, la estética moderna, a través de la particular subordinación de la función bajo la forma, ha sido “erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte” (2008, p. 554), produciendo un sistema que “introduce una dicotomía entre los dominios exclusivos del gran arte –soberano, desdeñosamente separado– y el prosaico circuito de las artes menores, constituido por manufacturas artesanales (o hechos de folklore o de ‘cultura material’)” (2008, 556). Es notable la persistencia de esta división en la estructuración del campo artístico, desde la etapa colonial hasta tiempos muy recientes. Así, cuando decimos que los pueblos indígenas han sido subalternizados, nos referimos a que han sido sometidos a posiciones de inferioridad con relación a las fuerzas europeas, en múltiples dimensiones, incluyendo ­–y a través de– las estéticas, los imaginarios, los sistemas simbólicos, los sistemas de representación, etc. La subalternización en esta dimensión ocurrió primero como efecto de la evangelización en el marco del colonialismo ibérico. La Iglesia concentró gran parte de sus campañas de conversión en el control de las imágenes, los sonidos y las danzas rituales indígenas. Serge Gruzinski se refirió a este primer momento como la guerra de las imágenes. Aunque a veces fueron utilizadas para facilitar la evangelización, en general las prácticas artísticas indígenas, en las que se cifraban sentidos sagrados y rituales, saberes ancestrales y visiones de mundo, fueron prohibidas, perseguidas y castigadas.

Este extenso proceso de subalternización continuó bajo otros ropajes, y en los siglos XVIII y XIX los indígenas se convirtieron en un tema preferido del arte academicista, desde obras que plasmaron miradas “científicas”, que pretendían dar a conocer a los habitantes del “Nuevo Mundo”, como en los cuadros de Albert Eckhout del siglo XVII, hasta las representaciones de los “buenos salvajes” del romanticismo, atravesadas por un imaginario primitivista que ha situado sistemáticamente a los indígenas en un tiempo siempre atrasado en relación al de la modernidad cristiana occidental, cuando no en el lugar sacrificial de las “civilizaciones desaparecidas”. Y en el siglo XX, las vanguardias artísticas, tanto en Europa como en Latinoamérica, también echaron mano de artefactos “primitivos” e hicieron propios sus atributos estéticos y formales, en muchos casos deslindándolos de los aspectos rituales y sagrados, de su especificidad étnica, local, y de las comunidades de cuyas vidas estos formaban parte.

Con todo, hubo y hay aún espacios de profunda resistencia. Muchos conocimientos fueron transmitidos, íntegramente o a través de procesos más complejos y oblicuos, como el sincretismo que se observa en el arte y la arquitectura colonial, en obras en que miles de indígenas dejaron su huella, muchas veces de manera compulsoria, como expertos artesanos, ejecutores y mano de obra anónimos. Y como las plantas y flores que logran crecer entre las grietas del pavimento aún en las condiciones más adversas, y a veces gracias a la ausencia de contacto con fuerzas e instituciones del “progreso”, muchas tradiciones y conocimientos indígenas están vivas en el presente, resguardadas y nutridas por las comunidades de las que son parte, a la vez que amenazadas por fuerzas destructivas del capitalismo ecocida.

En este sentido, y de manera general, una mirada decolonial del arte es una que se configura a contrapelo de los efectos de la colonialidad que designó, y todavía designa, de manera desigual e injusta, el poder de nombrar, representar y producir conocimiento y visiones de mundo para unxs y no para otrxs, una distribución esencialmente etno-racista.

Ahora bien, en un registro más específico sobre los efectos de las distribuciones jerarquizantes de la colonialidad con relación al arte propiamente, tanto Walter Mignolo como Enrique Dussel han hecho hincapié una y otra vez en la operación por la cual la estética moderna ha dominado su concepción y fungido como un parteaguas que divide lo que es “arte” de lo que es “otra cosa”. En comparación con la perspectiva crítica de Escobar, Dussel y Mignolo sitúan el problema del paradigma estético moderno como efecto de la distribución sistémica del poder de acuerdo con jerarquías raciales y de género y sexualidad en la larga duración. Mignolo (2018), en un movimiento, o giro, crítico y teórico que se nutre por fuerza de oposición de cierto vigor que aún reviste el paradigma de la estética moderna en el circuito internacional del arte, le ha contrapuesto a ésta la noción de aisthesis, sosteniendo que, junto a la de gnosis (en contraposición a la epistemología moderna), configuran “esferas del conocer y del sentir ya no sujetas a epistemología y estética (teoría del fenómeno estético)” (Mignolo 2018, p. 19). Quizás pensar estos fenómenos tan complejos en términos de “esferas” responda más a la demarcación de campos críticos que a lo que ocurre en el campo artístico en sí, si pensamos en las prácticas de los circuitos contemporáneos, en los que la “contaminación” entre múltiples dimensiones resulta inevitable, si no un efecto buscado adrede en muchos casos. Para decirlo de otro modo, la descolonización de la estética como rama filosófica, o en el discurso crítico, no conlleva, por una suerte de homologación, la descolonización del campo artístico, ni vice versa. De hecho, parecería que el discurso crítico decolonial llega un poco atrás después de un siglo de ebullición en las prácticas, si pensamos solo a partir de los impulsos vanguardistas poscoloniales, y varios siglos si nos atrevemos a pensar más allá del canon latinoamericanista que hasta hace poco solo admitió a formas y expresiones originarias y afrodiaspóricas bajo el signo del primitivismo y algunas de sus ramificaciones, como el surrealismo. En el camino hacia un mundo donde quepan muchos mundos, y estéticas, también habrá que revisar las funciones de los registros filosófico-críticos en la recepción y traducción de lo que ocurre “en el territorio” del campo de las prácticas artísticas. De todas formas, la cuña crítica decolonial es valiosa porque no deja de insistir en apuntalar y amplificar, desde espacios institucionales y mediáticos, como los propios museos, a formas del arte presentes en proyectos de artistas subalternizadxs por el propio despliegue eurocentrado y patriarcal del campo artístico, y valorar una dimensión que se ha configurado de manera externa al mismo. Dimensión que podríamos pensar como un acervo vivo, que comienza como un soplo, deslumbrante y vital, tramado con plantas, animales, luz, tierra, agua, memorias, de lo bello del mundo, que se hace desde la “contemplación-emotiva, como fruición subjetiva”, que Dussel define como aísthesis,     

Repitiendo. La cosa real es un momento del cosmos que puede ser subsumida en el mundo. Es decir, las propiedades físicas de la aurora o salida del sol es un hecho real; en cuanto hecho es ya mundano para un sujeto y como objeto de la experiencia. Ese objeto es ahora a su vez, y como segundo momento, constituido desde la intensión estética (aísthesis) en el sentido de lo bello, como valor estético, siendo ese sentido lo constituido por la posición fenomenológica del sujeto ante el objeto que es interpretado como disponible para la vida, lo que causa en el sujeto una admiración entusiasta, una alegría por el hecho de poder seguir viviendo, un descubrimiento de una mediación que puede ser empuñada para lograr el fin de la vida. Esa posición subjetiva fenomenológica constituye a las cosas reales como bellas. (2018, p. 18)

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Notas introductorias para la clase “Artistas indígenas contemporáneos: Miradas decoloniales sobre el circuito artístico” en el marco del Seminario Anual Tercer Ojo. En la clase nos detendremos en obras de Sheroanawe Hakihiiwe, del pueblo Yanomami, Alto Orinoco, Venezuela, y  de Abel Rodríguez (Mogaje Guihu), sabio Nonuya, de la Cuenca amazónica colombiana.

Referencias

Dussel, Enrique. (2018). “Siete hipótesis para una estética de la liberación”. Astrágalo 24, 13-40.
Escobar, Ticio. (2018). “Arte indígena. Zozobras, pesares y perspectivas”. En Contestaciones. Arte y política desde América Latina. Textos reunidos de Ticio Escobar (1982-2021).
Mignolo, Walter. (2018). “Reconstitución epistémica/estética: la aesthesis decolonial una década después”. Calle 14: revista de invesrtigación en el campo del arte 14(25), 14-32.


29.03.2023

Xul Solar, hacia la integración americanista

Por Cecilia Rabossi

Hacia 1920, Buenos Aires se afianzaba como ciudad moderna y la escena artística, reclamaba una renovación. En 1924, se producen una serie de hechos importantes en este sentido: apareció el periódico Martín Fierro, órgano que agrupaba a poetas y escritores que planteaban la necesidad de crear un nuevo ámbito de creación y discusión; se fundó la Asociación Amigos del Arte, espacio que presentaba y promocionaba las obras de artistas plásticos, músicos, y escritores, además de alentar el coleccionismo y de convocar a grandes personalidades. Ese mismo año, el artista Emilio Pettoruti regresó de Europa y expuso en la Galería Witcomb sus obras "futucubistas" que escandalizaron a la escena local.

El año 1924 fue trascendental en la vida de Xul Solar por varias razones. Por un lado, decidió regresar a la Argentina junto a Pettoruti, luego de una larga estadía de doce años fuera del país. Por otro lado, antes de su partida de Europa, conoció en París al ocultista inglés Aleister Crowley quien le transmitió el método para lograr sus visiones.

El encuentro con Pettoruti se produjo en Florencia, unos años antes en 1916, y desde ese momento entablaron una amistad que lo llevó a emprender viajes, largos períodos de convivencia y fundamentalmente a planificar el regreso a la Argentina, conscientes de la necesidad de generar un cambio imprescindible en el arte argentino. Ese intercambio fraternal entre ambos se puede visualizar en la realización de retratos (Retratos de Emilio Pettoruti: Luce Elevazione (Retrato de Xul Solar) o Elan-Lumiere, 1916 y El pintor Xul Solar, 1920); la escritura recíproca sobre la producción artística; la cotidianidad de la convivencia en el empleo de un mismo cartón para la realización de sus obras; la ayuda de Pettoruti en la concreción de la primera exposición individual de Xul Solar en la galería Arte de Milán (1920) o el apoyo explícito e incondicional desde los escritos en las páginas de los medios porteños a la exposición de Pettoruti en Buenos Aires –antes y durante ella–, señalando el importante rol que cumple el artista en el cambio “espiritual” de la escena artística y poniendo de relieve el vinculo con el continente americano.

En 1923-1924,  Xul Solar escribía:

Digamos del pintor argentino PETTORUTI, uno de la vanguardia criolla hacia lo futuro. ¡Y también algo pro arte en nuestra América! Somos y nos sentimos nuevos, a nuestra meta nueva no conducen caminos viejos y ajenos […] Acabe ya la tutela moral de Europa. Asimilemos sí, lo digerible, amemos a nuestros maestros; pero no queramos más nuestras únicas Mecas en ultra mar […] Al mundo cansando, aportar un sentido nuevo, una vida más múltiple y más alta nuestra misión de raza que se alza[…]”.

En Buenos Aires, se inserta en el círculo intelectual alrededor del periódico quincenal de vanguardia, Martín Fierro. Es un período en que su hacer artístico convive con la escritura, la ilustración y las traducciones. Y es en este ámbito donde conoció a Jorge Luis Borges, Oliverio Girando, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal, entre otros.

La estrecha relación entre Borges y Xul Solar comenzó en los tempranos años veinte y se extendió en el tiempo con altibajos. De su relación, quedan huellas como son sus colaboraciones en las publicaciones dirigidas por el escritor (ilustraciones, viñetas, afiches), en los prólogos y conferencias que dictó sobre él en donde llegó a definirlo, en 1949,  como un:

Hombre versado en todas las disciplinas, curioso de todos los arcanos, padre de escrituras, de lenguajes, de utopías, de mitologías, huésped de infiernos y de cielos, autor panajedrecista y astrólogo, perfecto en la indulgente ironía y la generosa amistad, Xul Solar es uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época.

Entre las amistades que establece en esos años martinfierristas, se encuentra la del escritor Leopoldo Marechal, quien en su novela Adán Buenosayres, se refiere a los personajes relevantes de la escena cultural de los años veinte, entre los que se encuentra Xul Solar caracterizado como el astrólogo Schultze, encargado de guiar a un grupo de jóvenes (Jorge Luis Borges, Jacobo Fijman, Raúl Scalabrini Ortíz, Norah Lange y el propio Marechal) en una expedición por los suburbios de Buenos Aires y por los planos de ultratumba. Marechal otorga al personaje del astrólogo el conocimiento en múltiples áreas y señala en clave paródica, la necesidad permanente del astrólogo de transformarlo todo.

Xul Solar Inventó dos lenguas, una de uso continental y otra de carácter universal, con la intención de corregir las fallas y limitaciones de los idiomas y permitir la comunicación. Con la creación del neocriollo, el artista pretendía la unión latinoamericana a través de una lengua común y accesible con la que buscaba desdibujar las fronteras del Continente. El neocriollo se conforma con una mezcla de español y de portugués, con algunos agregados de otras lenguas, con la que buscaba la unión latinoamericana a través de una lengua común y accesible para todo el continente. Como sostiene Jorge Schwartz, “Es sorprendente que Xul Solar sea el único vanguardista latinoamericano que, en vez de utilizar como lengua extranjera el francés […] recorra una ruta lingüística insólita, determinada por un principio geopolítico, y que elija, como parte del proyecto, el portugués de Brasil”.  Además de su carácter geopolítico de pretendida lengua continental, el neocriollo, también, será para Xul  Solar una lengua sagrada, será la elegida para escribir sus visiones.

Xul Solar es un creador total que busco constantemente y, por todos los medios, modificar todas las disciplinas y este proceso de reinvención de sistemas e instrumentos, como afirmaba Borges, lo llevaron a trabajar en un “sistema de reformas universales”.

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El lunes 3 de abril, Cecilia Rabossi brindará la clase Xul Solar, hacia la integración americanista, en el marco del Seminario anual Habitar y transformar el arte latinoamericano