13.03.2024

El humor como estrategia queer

Por Mariano López Seoane

Comienzo con un poco de drama. Más precisamente, con la escena que da inicio a Una visita inoportuna, la última pieza teatral del escritor y dramaturgo rio­ platense Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi. La obra fue estrenada con puesta en escena de Jorge Lavelli en el teatro de La Colline de París en febrero de 1988. Copi había muerto dos meses antes en un hospital por complicaciones asociadas con el sida mientras ensayaba esta comedia cuyo protago­nista, Cirilo, muere en un hospital también por com­plicaciones derivadas de esta enfermedad. El éxito de esta puesta en escena llevó a que fuera presentada por el mismo Lavelli en diciembre de 1989 en el teatro Po­liorama de Barcelona y en el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires en 1993.

 

ESCENA 1 – Cirilo y la Enfermera

Enfermera: Llegó su nuevo salto de cama.
Cirilo: Yo no encargué ese horror.
Enfermera: Es un regalo de su cuñada.
Cirilo: Mi cuñada es capaz de cualquier cosa con tal de arruinarme un cumpleaños.
Enfermera: Esta mañana se despertó insoportable. Ni siquiera se comió la medialuna. ¿Tomó las píldoras? Cirilo: Sí.
...
Enfermera: Hoy es día de Suramina. Espero que haga venir a su sirvienta. Estoy harta de recoger las sobras de sus reuniones sociales. Nunca se había visto nada igual en este hospital. Usted es la Sara Bernhardt de la Asistencia Pública.
Cirilo: Habla como un homosexual.
Enfermera: A veces me pregunto si no hubiese sido mejor nacer homosexual. [1]

 

Para quienes no la han leído: la obra es un festival de intercambios picantes, desbordes grotescos y gags te­merarios, todo amplificado por un uso indiscriminado de la hipérbole y el manejo exquisito del humor ne­gro. Se trata de una comedia perversa, sí, pergeñada y presentada, y esto es clave, en medio de la situación dramática, o mejor trágica, que afectaba personal­mente al dramaturgo y protagonista, y colectivamen­te a la comunidad a la que pertenecía. Viene bien re­cordar que el fin de los años ochenta es, en Francia pero también en otros países de Europa y en los Estados Unidos, el pico de lo que se conoce usualmente como «crisis del sida», que solo empieza a controlarse a mediados de los años noventa. [2] El fin de la década de los ochenta es, entonces, un momento crítico para las comunidades de disidentes sexuales con las que Copi tiene una relación estrecha y que le aportan a sus obras teatrales y sus novelas muchos de sus elemen­tos distintivos: tramas, personajes, universos y, lo más importante de todo, una lengua.

Esa lengua lujosa y despiadada, la lengua de las lo­cas, le permite a Copi interrumpir la cadena de lamen­tos que se había vuelto de rigor en comunidades que definitivamente estaban a la defensiva. [3] Si el grueso de la sociedad parecía darles la espalda a quienes pa­decían las consecuencias de la epidemia, cuando no hacerlos responsables de un mal que esos momentos amenazaba con extenderse hacia otros grupos, los afectos dominantes en las comunidades de disidentes sexuales le hacían juego a esta atribución de culpa: la vergüenza, la culpa, el temor y la tristeza eran las emociones preponderantes en los distintos canales de expresión de estas comunidades, desde las revis­tas orientadas al incipiente mercado gay hasta las novelas, películas y obras de arte que circulaban en la esfera pública ampliada. [4] Hasta casi el fin de la dé­cada, la mayor parte de esas intervenciones artísticas y políticas trabajarán sobre una amplificación de esas pasiones tristes que constituyeron la primera respues­ta posible para estas comunidades castigadas y perse­guidas. La risa de Copi viene a marcar un cambio de tono, y de registros, que se hará cada vez más audible en los años que siguen.

En efecto, es pocos meses antes que subterránea­mente, y no tan subterráneamente, empiece a produ­cirse en los Estados Unidos un viraje en los activismos de la disidencia sexual que implica un reordenamiento de los afectos movilizados y un cambio de tono en las intervenciones estéticas y políticas de quienes luchan contra la epidemia. La marca más visible de este giro es por supuesto la irrupción de ACT UP en la esfera pública norteamericana, y tan luego global, de la mano de una batería de estrategias y recursos que quisiera poner en sintonía con la intervención cómica de Copi.

El 10 de diciembre de 1989 la coalición de acti­vistas nucleada en ACT UP organiza una jornada de acción directa frente a la catedral de St. Patrick en Nueva York. Bajo la consigna «Stop the Church», ACT UP produce una respuesta vibrante a las declaraciones del cardenal John O’Connor sobre la inutili­dad del preservativo para prevenir las infecciones de transmisión sexual. En medio de la devastación que estaba produciendo la crisis del sida, la intervención de O’Connor resultaba absolutamente inaceptable. El cardenal había conseguido despertar la ira de los activismos de las disidencias sexuales pero a la mani­festación se sumarían muchos otros grupos, incluso madres y padres de adolescentes latinos, una de las comunidades más afectadas por la epidemia y para la cual las palabras de un jerarca de la Iglesia católica constituían un verdadero factor de riesgo.

«Stop the Church» se despliega a la vez dentro y fuera del edificio emblema de la Iglesia católica en los Estados Unidos. Dentro de la catedral, un grupo de activistas lleva adelante un die-in, es decir, una acción performática en la que decenas de cuerpos yacen en el piso simulando estar muertos. Algunos activistas optan por ponerse de pie en sus filas y empiezan a gritar consignas contra el cardenal y contra la Igle­sia. El tono de la acción es dramático, definido por la tristeza de las pérdidas acumuladas y por la urgencia de una crisis que no encuentra su solución. Fuera de la catedral, sin embargo, el clima es completamente distinto. Allí la manifestación tiene algo de fiesta y algo de carnaval. Junto a los activistas que portan carteles, pósteres, consignas y banderas a la manera clásica, hay otros que lucen máscaras, visten disfraces y actúan como si se tratara de una performance artísti­ca. Un hombre con el cabello largo castaño, barba del mismo color y una corona de espinas se destaca entre la multitud. Lleva un micrófono y le habla a la cámara: «¡Aquí Jesucristo! Estoy frente a la catedral de St. Patrick un domingo». Sus palabras se mezclan con el sonido de la protesta. «Dentro de la catedral —continúa— el cardenal O’Connor sigue diseminan­ do sus mentiras sobre lesbianas y gays. Aquí estamos para decir: ¡nosotros también queremos ir al cielo!».

Ese Jesucristo exaltado es el activista chicano Ray Navarro, miembro de uno de los grupos que componían la coalición ACT UP, DIVA TV. Esce­nas de la protesta, y de la participación de Navarro, pueden verse en el documental que DIVA TV presenta en 1990, Like a Prayer, y en el documental que Sarah Schulman y Jim Hubbard estrenan en 2013, United in Anger. Lo que hace Navarro es una suerte de drag paródico, dotando a su Jesucristo de una irreverencia camp que le permite reírse de la dramática situación que atraviesa su comunidad sin abandonar por ello la posición de crítica y de protesta. Podría decirse más: es precisamente el recurso a la parodia y al humor, el recurso a estrategias de aligeramiento, lo que le permite a Navarro, y a ACT UP, llevar adelante sus reclamos. Ray Navarro morirá a los pocos meses de complicaciones derivadas del sida.

Si estos dos ejemplos, extremos, son ilustrativos de la potencia del humor, lo son sobre todo de los usos que han sabido darle las disidencias sexuales para enfrentar situaciones particularmente críticas. Como repiten quienes se han dedicado a estudiarlo, el humor ayuda a atravesar momentos adversos, pero también a volver más tolerables condiciones de vida precarias que constituyen factores de riesgo y de vul­nerabilidad. Esta capacidad del humor está conecta­da con su función de proporcionar alivio, pero tam­bién con su dimensión constructiva, de construcción de comunidad, toda vez que reposa sobre un sentido común compartido y que trabaja reforzando códigos y lenguajes que solo conocen en profundidad aquellos que pertenecen a un determinado grupo. Pero a su vez, como nos recuerdan los ejemplos, el humor tiene una dimensión ácida, corrosiva, que le permite operar como agente de erosión de valores, tradiciones, nor­mas e instituciones existentes. A la vez que cuestiona y pone en crisis lo que es, entonces, el humor propicia el bienestar, acaso breve, de quienes lo cultivan. [5]

En los casos puntuales que acabamos de conside­rar es bastante clara esta triple función del humor, y su utilidad en momentos de peligro. Tanto Copi como Navarro vuelven mucho más vivibles, para ellos mis­mos y para quienes constituyen sus públicos, situacio­nes que intensifican la vulnerabilidad de comunidades ya de por sí precarizadas. La risa es uno de los soste­nes de estas comunidades contra las que se ha desata­ do la guerra. Tanto Copi como Navarro, por otro lado, acuden a uno de los códigos que los colectivos de las disidencias sexuales han construido y transmitido casi en secreto a lo largo de décadas: el código del camp. Si esta inscripción en un linaje les permite contar con el consentimiento cómplice de toda una comunidad, es igualmente cierto que sus intervenciones se su­man a la cadena de producciones estéticas y activis­tas que extienden en el tiempo el legado del camp, en esa suerte de reproducción por transmisión cultural que durante muchos años constituyó la única opción disponible para las disidencias sexuales. Tanto Copi como Navarro, por último, direccionan la capacidad corrosiva del humor a los valores, normas, tradiciones e instituciones que ponen a sus comunidades en peli­gro. Una visita inoportuna despliega una mirada cáus­tica sobre el mundo de la alta cultura pero, además, se encarga de lanzar una retahíla de dardos envenenados contra uno de los escenarios institucionales de la cri­sis del sida, el hospital, y contra su gremio gerencial, la corporación médica. La intervención de Navarro, por su parte, está claramente dirigida contra la jerarquía católica y contra la Iglesia católica como institución, y se inscribe por supuesto en la línea de cuestiona­miento que habían inaugurado el feminismo y otros movimientos sociales: el pedido de no injerencia en los asuntos públicos que muchas veces se sintetiza como separación definitiva de la Iglesia y el Estado. Lo interesante es que Navarro lo hace, en esa ocasión y en otras, apropiándose de la figura de Jesucristo, y ac­tivando las potencias antisistema de esa figura (su cer­canía con las figuras más marginalizadas de su época, su solidaridad con mendigos y prostitutas, etc.) para operar un cuestionamiento de las autoridades religio­sas desde el lenguaje de la religión. Por supuesto, es la lengua del cristianismo torcida y subvertida, vuelta loca, por obra de su apropiación queer.

 

Notas

1. Copi (1993). Una visita inoportuna. Buenos Aires: edición del Teatro Municipal General San Martín, p. 15.
2. Véase, entre otros, Crimp, Douglas (1988). AIDS: Cultural Analysis/Cultural Activism. Cambridge: MIT Press.
3. Véase López Seoane Mariano; Palmeiro, Cecilia. «La lengua de las locas», en Mancilla, junio de 2015, nº 10.
4. Véase Gould, Deborah (2009). Moving Politics: Emotion and ACT UP’s Fight Against AIDS. Chicago: University of Chicago Press.
5 Véase, entre otros, Critchley, Simon (2002). On Humor. Londres: Routledge.

 

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Fragmentos extraídos del artículo "Ataque de risa. El humor como estrategia queer", publicado originalmente en la revista Compàs d'amalgama Núm. 1 (2020). Disponible en: https://revistes.ub.edu/index.php/compas-amalgama/issue/view/2320/124.


Podríamos afirmar que Wifredo Lam es el artista plástico cubano más conocido fuera de su país y un emblema nacional al interior de la isla. Sin embargo, su obra, y también su figura, se presentan como un intrincado asunto a abordar. Se han escrito numerosos artículos de investigación con distintas perspectivas desde su irrupción en la escena artística en la década del 1940 hasta el presente. Se ha publicado también gran cantidad de material de divulgación desde esa fecha temprana. Lam parece ofrecer una fuente inagotable de aristas para analizar su producción plástica.

Pero comencemos por el principio. De padre chino y madre afrocubana, nació en 1902, año de la independencia definitiva de Cuba (por lo menos en términos legales) y a pocos años de haberse abolido la esclavitud en la isla (1886). En esta presentación busco hacer foco en una de las perspectivas que se han abordado respecto de su obra, aquella relacionada con la diáspora africana [1]. En este sentido se vuelve necesario recordar que este concepto tiene en su base la esclavización de personas de ascendencia africana en el actual territorio de América Latina y el Caribe, en nuestro caso, específicamente en Cuba, con consecuencias posteriores como el racismo (ya no científico) y la discriminación racial, palpables en la vida cotidiana de las personas. Stuart Hall ha abordado la idea de diáspora africana en su relación con la identidad cultural, con base en la experiencia diaspórica no definida de manera esencialista sino heterogénea, que implica una concepción identitaria atravesada por la diferencia y la hibridez: “las identidades de la diáspora están constantemente produciéndose y reproduciéndose de nuevo a través de la transformación y la diferencia” [2].

La modernidad, otro de los ejes que atraviesan los estudios sobre la obra de Lam, ha sido puesta en discusión por Paul Gilroy quien propuso la utilización del concepto de Atlántico Negro [3] como una formación intercultural y transnacional que resquebraje la idea de modernidad eurocéntrica en la que subyacen relaciones asimétricas de poder. Una modernidad que coloca a las personas de la diáspora en la disyuntiva de una doble conciencia, por un lado tener ascendencia africana y a la vez haberse formado culturalmente en sociedades nacionales occidentales mayormente etnocéntricas. En especial en países latinoamericanos y caribeños, se vuelve necesario confrontar las construcciones de las naciones modernas basadas en la homogenización, ya sea a través de ideologías de blanqueamiento como de mestizaje, que en el primer caso borran y en el segundo caso, diluyen la diferencia racial y cultural dando lugar al mito de la “armonía racial”.

Con estos conceptos en mente me propongo dar cuenta, de manera breve, del recorrido de Wifredo Lam en la búsqueda de un lenguaje visual propio para honrar la cultura afrocubana desde “un espacio no occidental dentro de la tradición occidental, descentralizándola, transformándola, deseuropeizándola” [4]. Los inicios de Wifredo Lam en las artes parten de un aprendizaje académico primero en La Habana y luego en Madrid, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Dirá en distintas entrevistas que se sentía constreñido en ese ámbito de estudio y que asistir a la Academia Libre en el Pasaje de la Alhambra y sus visitas al Museo del Prado, admirando las obras de Goya, Velázquez o El Bosco, serán tal vez más importantes en su formación artística. Sus primeras pinturas estarán alejadas de las obras por las que es reconocido. En ellas (Fig. 1) podemos ver las primeras búsquedas de Lam de un lenguaje pictórico en géneros tradicionales como el retrato o el paisaje.

 


Fig. 1. Wifredo Lam, Retrato de Elalia Soliña, 1927. Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

La década de 1930 seguirá estando marcada por una experimentación con el lenguaje plástico (Fig. 2, Fig. 3). A comienzos de 1936 tiene la oportunidad de ver la exposición itinerante de Picasso la cual, según sus palabras, fue para él una “conmoción” [5]. Pocos meses después, el estallido de la Guerra Civil Española será un hito relevante tanto en sus obras como en su vida (se alineará en las tropas republicanas).

 


Fig. 2. Wifredo Lam. Autorretrato, 1938. The Rudman Trust.

Para 1938, ante la inminente avanzada de las tropas de Francisco Franco sobre Cataluña, se traslada a Paris. Conocer a Picasso (esta vez en persona) será fundamental; sus obras de este período estarán vinculadas con la producción del artista malagueño aunque, como señaló en alguna entrevista, su influencia no solo impactó en él sino que “todos la hemos experimentado porque Picasso era el maestro de nuestro tiempo” [6]. Este encuentro es un paso más en sus exploraciones en busca de un lenguaje plástico propio que se seguirá nutriendo luego de conocer a escritores y artistas del surrealismo. Suele señalarse que en este momento Lam se cruza por primera vez con piezas africanas, coleccionadas por los artistas residentes en Paris. No obstante, es necesario tener en cuenta que, de niño, en casa de su madrina Mantonica Wilson, sacerdotisa de la santería, había visto objetos cercanos a esa estética.

 


Fig. 3. Wifredo Lam. Dolor de España, 1938. Colección Privada.

En 1941 abandona Francia debido a la avanzada de las tropas nazis. Su destino era Cuba aunque su primera escala en el Caribe fue Martinica donde no solo conoció a Aimé Césaire, uno de los intelectuales de la Négritude [7], sino también se (re)encontró con la naturaleza tropical. Ambos encuentros, junto a las relaciones que establecerá con los antropólogos cubanos Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, impulsarán un giro a su producción pictórica de los años siguientes, que le dará reconocimiento internacional. Sus experimentaciones en torno al lenguaje visual a lo largo del tiempo finalmente le permitieron crear uno propio (Fig. 4, Fig. 5) en su reencuentro con el espacio-tiempo del Caribe, sus habitantes, sus historias y culturas, sus raíces afrocaribeñas. Por un lado, encontramos el empleo de un repertorio de símbolos de las religiones de matriz africana en Cuba [8] a pesar de no haber sido iniciado en ninguna de ellas. Por otro, en las amalgamas de formas humanas, animales y vegetales que caracterizan su producción, la caña de azúcar, cultivo estrechamente vinculado con la esclavización de africanos y africanas en América Latina y el Caribe, tiene un lugar relevante.

 


Fig. 4. Wifredo Lam. La mañana verde, 1943. Colección Malba.


Fig. 5. Wifredo Lam. Omi Obini, 1943. Colección Eduardo F. Costantini.

La dictadura de Fulgencio Batista instalada en Cuba en 1952 marca el exilio voluntario de Lam hacia Europa donde residirá aun luego del triunfo de la revolución cubana en 1959. A partir de la década de 1960, la noción de Tercer Mundo, y el desarrollo de las teorías de la dependencia, alimentadas por la revolución cubana y los procesos de descolonización de África, será abrazada por el artista (Fig. 6) y estará presente en las numerosas entrevistas que se le realizaron. Sin embargo, es un momento en el que las adversas condiciones socio-raciales de los negros en Cuba, preocupación que guió su obra de la década de 1940, hubieran sido saldadas a partir de la revolución.

 


Fig. 6. Wifredo Lam. El Tercer Mundo, 1965-66. Colección Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

En particular, respecto de su producción de la década de 1940, Lam parece haber sabido aprovechar la idea de doble conciencia, ese lugar liminar en el que se encuentran las personas de la diáspora africana en el Caribe aunque no para asimilarse en el vasto mar de la blanquitud y la explotación. Para ello se vale de recursos plásticos propios del corazón de las artes occidentales y de elementos de las artes africanas y de las religiones afrocubanas para celebrar la cultura negra de Cuba con la intención de subrayar las secuelas de la esclavización y socavar el racismo imperante en aquel momento, racismo que persiste perturbadoramente hasta la actualidad de manera global.

 

Notas

  1.  Respecto al tema resulta necesaria la lectura de los textos de Gerardo Mosquera sobre Wifredo Lam: “Jineteando el modernismo Los descentramientos de Wifredo Lam” en Mosquera, G., Caminar con el diablo, Madrid, Exit, 2010; “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam” en Mosquera, G. (ed.), Beyond the Fantastic. Contemporary Art Criticism from Latin America, MIT Press, 1996; “Modernidad y Africanía: Wifredo Lam in his Island”, Third Text, vol. 6, n° 20, pp. 43-68, 1992.
  2. Hall, Stuart, “Identidad cultural y diáspora” en Santiago Castro-Gómez, Óscar Guardiola-Rivera Carmen Millán de Benavidez (eds.), Pensar (en) los intersticios: teoría y práctica de la crítica poscolonial, Pontificia Universidad Javeriana, 1999.
  3. Gilroy, Paul, Atlántico negro. Modernidad y doble conciencia, Madrid, Akal, 2014.
  4. Mosquera, “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam”, p. 130.
  5. Fouchet, Max-Pol. Wifredo Lam, Barcelona, Ediciones Polígrafa, 1984, p. 21.
  6. Fouchet, op. cit., p. 23.
  7. Movimiento surgido en la década de 1930 como reacción a la opresión del sistema colonial francés, tiene como objetivo, por una parte rechazar el proyecto francés de asimilación cultural y por otra fomentar la cultura africana, desprestigiada por el racismo surgido de la ideología colonialista.
  8. Santería, Palo y Sociedad Secreta Abakuá.

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El lunes 2 de octubre, María de Lourdes Ghidoli brindará la clase Wifredo Lam y la diáspora africana en el Caribe, en el marco del Seminario anual Tercer ojo.

 


14.09.2023

Mareadas en la marea

Por Fernanda Laguna y Cecilia Palmeiro

La historiografía feminista depende de un tipo particular de memoria que es afectiva, íntima y colectiva a la vez. Es una memoria voluntaria e involuntaria y ancestral por su carácter colectivo. Escribir juntas es permitir que el pasado se nos revele y se nos resignifique como acto colectivo a partir de los distintos tipos de memoria: los sueños, la memoria del cuerpo (como en los casos de abuso y trauma). Se produce así la validación de otras memorias, como las que se hacen en las terapias de sanación: constelaciones, regresiones, registros akáshicos, hipnosis, memoria celular, baños de gong, tarot. En estas prácticas es más importante el pasado que el futuro y el conocimiento del presente es como un viaje en el tiempo. Ese es el modo mágico en que las brujas se relacionan con el tiempo. La historia feminista puede formularse entonces como práctica de sanación en vez de redención como proponía Benjamin. Lo que importa no es redimir el pasado sino sanarlo a través de prácticas en el presente, que se ve así recuperado. La memoria feminista, por su carácter afectivo e intuitivo, da lugar a lo incomprensible, lo indefinido, lo que no entra en la serie lineal causa-consecuencia.

La memoria feminista elabora subjetividad colectiva contra la individualidad privatizada propia de la subjetividad neoliberal. Se trata de una escritura del nosotras y no del yo. La literatura del yo, el “yolleo” como la llama Daniel Link (2009), aparece fuertemente en la década de 2000 en la Argentina en relación con la emergencia de las editoriales independientes (en particular Belleza y Felicidad) y la política queer, en un contexto de conservadurismo misógino editorial y de crisis general del neoliberalismo que afectaba particularmente el mercado de libros. Las lenguas de las locas [1] que surgían en ese cruce daban cuenta de procesos de singularización y devenires a tono con la retórica de la diferencia de lo queer, la cultura autogestiva y el comienzo “democratizante” de las redes sociales. Se trataba de establecer códigos de ruptura liberadores. Veinte años después, en un mundo totalmente fragmentado por décadas de neoliberalismo, desde los feminismos surge la necesidad de crear lo común, los territorios comunes: las calles, los textos, los murales, las huertas. En nuestro caso particular, este proceso empieza hace cinco años con el grito colectivo Ni Una Menos y la escritura de manifiestos reunidos en el libro Amistad política + inteligencia colectiva. Un ejemplo conmovedor es la fundación y el desarrollo de la Jineología, la ciencia de las mujeres kurdas, construida colectivamente y en proceso asambleario. Esos modos de construcción de una voz colectiva son formas de producir acuerpamiento.

Frente a los procesos de privatización de todos los aspectos de la vida del neoliberalismo y de “individuación como abstracción masculina universalizante”, oponemos el acuerpamiento, como señala nuestra compañera del colectivo Ni Una Menos, Verónica Gago, en su libro La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (2019). En palabras de la Red de Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario Territorial desde Iximulew, Guatemala: “Acuerparnos es decir, estar, sentir, accionar y juntarnos en la plena conciencia para defender de manera colectiva nuestros cuerpos y la tierra, por ancestralidad pero también por derechos”. Según la Red, el acuerpamiento puede hacerse de varias formas: desde el cuerpo, abrazando, estando cerca de quien ha sufrido; desde lo personal, escuchando para que esa persona pueda contar lo que ha vivido; con otros procesos de sanación como las ceremonias. [2]

El acuerpamiento también puede producirse a través de la escritura y la memoria colectiva en su capacidad de “combate [...] cuidado, sanación, defensa y fortalecimiento” (Gago, 2019: 111). El acuerpamiento no es una sumatoria de identidades individuales sino la creación de un cuerpo/inteligencia colectivo. Una de las características de esta inteligencia colectiva es que puede ser contradictoria y permitirse todo lo que está fuera de la razón instrumental occidental. Su pensamiento está en movimiento hacia todas las direcciones, no es lineal ni es progresivo, se despliega con forma de espiral.

La memoria afectiva es intuitiva, y la intuición (o el “saber- de-lo-vivo”, como lo llama Suely Rolnik en su libro Esferas de la insurrección. Notas para descolonizar el inconsciente [2019]) es una forma válida de saber porque aporta un tipo de información mnemónica sensorial por resonancia, que está en la base de nuestro criterio curatorial del archivo y del montaje de la muestra. [3] Se trata de liberar la percepción de su reducción a la razón utilitaria para expandir los sentidos.

La memoria se produce en la elección de los artefactos y en el armado de constelaciones entre objetos, que disparan vectores de fuerza entre sí y hacia nuestros cuerpos. La memoria se compone en los espacios entre los objetos, integrados en un campo de fuerzas. De ese “entre” los artefactos surge la experiencia perceptiva de la constelación y el relato. Encontramos allí una tensión entre la memoria pura (la sensación que asalta a la conciencia, fragmentaria) y el relato que construye la conciencia alrededor de eso. En ello consisten las dos instancias del proyecto: lo sensorial-sinestésico y lo verbal/sonoro (narrativo), con el propósito de compartir intensidades. Queremos que la gente que ve la muestra o lee este libro pueda reverberar con esas emociones vitales; queremos afectar sus cuerpos para generar nuevos acuerpamientos. En palabras de Suely Rolnik:

En este plano no existe distinción entre sujeto cognoscente y objeto exterior: [...] el mundo vive efectivamente en nuestro cuerpo y produce en este gérmenes de otros mundos en estado virtual. La pulsación de esos mundos larvarios en nuestro cuerpo nos lanza a un estado de extrañeza (2019: 47).

En la selección de objetos de la muestra pusimos lo que menos intención histórica tenía (objetos menores, objetos que no tenían un claro interés documental: la foto de una rodilla lastimada, cuando no importaba el dolor porque lo que sentíamos era mucho más fuerte). La intensidad se hace perceptible en la tensión entre el acontecimiento de la megamarcha y el detalle de la rodilla lastimada.

 

Notas

1. Véase Mariano López Seoane y Cecilia Palmeiro (junio de 2015), “Las lenguas de las locas”, en Mancilla Nº5, reeditado en revistas.untref.edu.ar/index.php/ ellugar/article/view/1034.
2. Disponible en pbi-guatemala.org/es/.
3. La muestra itinerante Mareadas en la marea: diario íntimo de una revolución feminista se realizó por primera vez en la galería Nora Fisch entre mayo y junio de 2017. Luego se exhibió en la Universidad Nacional de General Sarmiento entre marzo y mayo de 2018. En junio de ese año se expuso en la galería Campoli-Presti de Londres en su versión en inglés High on the Tide: Diary of a Feminist Revolution, y parte del archivo se incorporó a la muestra itinerante Still I Rise: Feminisms, Gender, Resistance. En marzo de 2020 la muestra se realizó en el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional Argentina, donde permaneció hasta 2022 por la pandemia. Entre octubre de 2020 y enero de 2021, la versión anglo de la muestra se expuso en el Institute for Contemporary Art de Virginia Commonwealth University. Entre marzo y mayo de 2022, el archivo se exhibió en el Drawing Center de Nueva York, como parte de la muestra The Path of the Heart de Fernanda Laguna. Entre septiembre de 2022 y enero de 2023, el archivo formó parte de la muestra El Corazón Aúlla (Heart Howls): Latin American Feminist Performance in Revolt en la galería 8th Floor en Nueva York. 

 

—Fragmentos extraídos del libro Mareadas en la marea. Diario íntimo y alocado de una revolución feminista. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2023. El miércoles 4 de octubre, en el marco del ciclo Aula Abierta, Cecilia Palmeiro brindará la conferencia Transformar el cuerpo




12.09.2023

Rosana Paulino y el arte afro brasileño

Por Andrea Giunta


Rosana Paulino. Obras de la serie Sin título, 1997.

No podemos, ante ciertas imágenes, permanecer imparciales. Nos confrontan y nos conmueven, no solo por lo que representan, sino por cómo lo hacen. En 1997, la artista brasileña Rosana Paulino realiza una serie de retratos que parten de fotografías de mujeres y sus familias, incluida la suya, transferidos en xerografías a la tela, bordados con hilo negro, tensados en un bastidor. [1]

Sobre el gris de la impresión —que al disminuir las tensiones entre el blanco y el negro vuelve sutiles los contornos de los rostros y de los cabellos—, contrasta una costura intensa, de hilos negros superpuestos que obturan los ojos, la boca, la garganta. [2]

Cada puntada recorre varios centímetros desplazándose en horizontales, verticales y diagonales que se suman y encabalgan hasta lograr cubrir una forma que casi alcanza el negro compacto. Las puntadas denotan violencia, tanto que, aunque tensada por el bastidor, la tela se ondula como consecuencia del trabajo de compresión que la puntada realiza. El contraste entre el negro y los grises vuelve más evidente la tensión entre lo que estaba (un rostro impreso a partir de una fotografía) y lo que ahora se ve (un rostro cubierto por una violenta costura). Las consecuencias de esta intervención en la imagen son estremecedoras. Las suturas que cubren zonas del rostro remiten a la obliteración del derecho a ver, a hablar, a respirar, a tragar, a pensar.

Son retratos de mujeres afrobrasileñas. Las marcas oscuras nos llevan inmediatamente a pensar en la esclavitud, en los cuerpos marcados, clasificados. No podemos apartarnos de la idea de que un castigo les ha sido impuesto. La violencia ejercida sobre el cuerpo inmediatamente remite a la que se instrumentó en la esclavitud, abolida en Brasil a fines del siglo XIX, el 13 de mayo de 1888 cuando se aprueba la Ley Áurea.

Pero existe, junto a este, otro archivo, el de la violencia hacia las mujeres negras. La propia artista relaciona esta obra con la experiencia que le transmite su hermana, una socióloga destacada, especialista en relaciones familiares y en violencia doméstica. Una violencia que se expresa por el uso de elementos cotidianos como instrumentos de poder: tenedores, agujas, cigarrillos. Los bastidores se originan en las conversaciones con su hermana. La violencia doméstica se imprime sobre la violencia social del racismo. Valen ejemplos citados por autoras como Djamila Ribeiro, [3] cuando analiza que en la televisión brasileña la mujer negra se encasilla en dos roles, la empleada doméstica o la mulata exuberante y sexual. Paulino confirma la percepción de los estereotipos de la televisión y recuerda experiencias de su infancia, cuando tenía que jugar con muñecas blancas porque no había negras.

La serie de los bastidores refiere a la mujer afrobrasileña. Son las mujeres que no son vistas, entre bastidores, en la estructura de la sociedad. La mujer negra que está en la base de la pirámide social. La mujer negra gana menos que el hombre negro, gana menos que la mujer blanca, gana menos que el hombre blanco. En la serie de los bastidores, Paulino superpone la memoria familiar y la condición socio histórica de la mujer afrobrasileña.

Como veremos, Rosana Paulino trabaja sobre archivos personales y sobre archivos que la ciencia occidental, blanca, elaboró cuando fotografió esclavos y mestizos, imágenes centrales en las teorías del racismo científico. Una ciencia cuyos postulados universalizantes contribuyeron a reforzar los presupuestos racistas de la sociedad. En esta elaboración de los archivos se explora la construcción de la subjetividad de la mujer negra: cómo se forjan, se refuerzan y se sostienen las prácticas de la sumisión.

La condensación de experiencias colectivas y personales, de raza y de género, permite abordar su obra desde las perspectivas del feminismo interseccional, en el que opresiones de género, de clase y de raza configuran tramas de tensiones coexistentes. Cuando se centra en la clase y la raza para abordar el género, Paulino desarticula los presupuestos universalizantes en torno a la experiencia femenina. Genera zonas alternativas en la construcción de conocimientos que parten de una experiencia social en primera persona cuyos fundamentos investiga. Su obra propone una política de la imagen desde la que se descalzan saberes naturalizados interceptados desde estrategias que el arte ha investigado intensamente: el collage, el montaje de imágenes preexistentes que, puestas en contacto, friccionadas, encienden el campo semántico en el que se inscriben y provocan una mirada, una interpretación, una afectividad intelectual y emocional, distintas.


Rosana Paulino. O Amor Pela Ciência, 2018.

Notas

1. Rosana Paulino trabajó sobre las imágenes en Xerox, las amplió y las transfirió al tejido de algodón con una emulsión que diluye el tóner de la fotocopia. Comunicación por correo electrónico con la autora, 22 de julio de 2019.

2. La formación de Rosana Paulino es como grabadora, graduada en grabado en la Universidad de São Paulo en artes visuales, con una especialización en London Print Studio, en Londres, y un doctorado obtenido también en la Universidad de São Paulo. Aprobó el proceso de selección para estudiar biología en Unicamp y Artes en USP, optó por el arte: en Brasil no se permite cursar en dos universidades públicas al mismo tiempo. Su madre le proporciono conocimientos que se asocian a lo femenino, como coser, bordar, o hacer figuras con el barro del río. También creció en contacto con los saberes de la religión Umbanda. Rosana Paulino fue la primera persona negra en recibir un doctorado en artes visuales.

3. Djamila Ribeiro, “Feminismo negro para un nuevo marco civilizatorio”, Trad. Sebastián Porrua. Revista Sur, São Paulo, v. 13, n. 24, p. 99-104, diciembre 2016. Disponible en: https://sur.conectas.org/es/feminismo-negro-para-um-nuevo-marco-civilizatorio/. Acceso: 31/06/2019.

 

—Fragmentos extraídos del artículo “El arte negro es Brasil”, publicado por la revista Transas en 2019


11.09.2023

Arte en Colombia: Miradas sobre la violencia

Por Juan Ricardo Rey-Márquez


Beatriz González. Decoración de interiores, 1981. [Detalle].

La llamada “Violencia” en Colombia tiene la presencia ominosa de una condena. Aunque el período histórico así denominado va de mediados de la década de 1940 hasta finales de los años cincuenta –algunos incluyen también la década del sesenta–, la historia colombiana suele interpretarse en relación con los conflictos políticos que la han signado desde la Independencia. Durante el siglo XIX las múltiples confrontaciones entre los partidos Liberal y Conservador, marcaron una atmósfera belicista en alza. En el paso al siglo XX se dio el mayor de todos los enfrentamientos en la memoria nacional, la Guerra de los mil días (1899-1902) tras la cual la provincia de Panamá declaró su Independencia dejando una herida que tardaría décadas en curarse. Dos testimonios memorables de tal periodo son la caricatura El escudo de la regeneración (1890) del grabador Alfredo Greñas (1857-1949) y el álbum de dibujos Recuerdos de Campaña de Peregrino Rivera Arce (1877-1940). Si pensamos en las representaciones que desde las artes se han propuesto sobre un proceso tan complejo y doloroso, resultan elocuentes la caricaturización del emblema nacional y los apuntes de un artista comprometido que fue a la guerra con sus instrumentos de trabajo. La sátira del escudo no es otra cosa que la deslegitimación del proyecto de nación que en él se representa, mientras que los testimonios del dolor y la guerra son las formas externas de una conflictividad profunda. Bernardo Salcedo (1939-2007) retomó la lógica de impugnación del símbolo de la república ochenta años después en su Primera lección (1973), donde el escudo desaparece por la ausencia del contenido de sus símbolos (entre ellos el canal de Panamá).

El antagonismo político en las primeras décadas del siglo XX tuvo en el comunismo un nuevo protagonista. Durante los días 5 y 6 de diciembre de 1928, en el Caribe Colombiano, una huelga de obreros de la United Fruit Company terminó cuando el ejército le disparó a los manifestantes y sus familias. La acción inescrupulosa se conoció porque el mismo comandante del ejército se jactó de que los “bolcheviques” se habían equivocado al pensar que los militares no abrirían fuego sobre mujeres y niños. La masacre se volvió mítica, pues las trescientas víctimas pasaron a ser miles en la imaginación popular. En Cien años de soledad (1967) Gabriel García Márquez (1927-2014) nos lleva de la mano de José Arcadio Segundo para atestiguar el horror: “Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. Con la masacre de las bananeras en la plaza de Ciénaga, Magdalena, el ejército dio cumplimiento a la ley 69 de 30 de octubre de 1928 que protegía el derecho a la propiedad frente a la amenaza de los sindicatos, pes entonces era ilegal movilizarse o protestar. La masacre de las bananeras relatada por José Arcadio Segundo fue pintada por Débora Arango 20 años después en el “tren de la muerte”. Sus ecos están detrás de la instalación Musa Paradisiaca realizada por José Alejandro Restrepo en 1996.


Óscar Muñoz. Editor solitario, 2011.

Al atender a las intersecciones entre la guerra y la política para comprender la violencia (Sánchez, 2003: 21-36), emerge la elaboración artística de la violencia. Sus operaciones simbólicas, sean estas la caricatura, la crónica, el testimonio o la alegoría demuestran una relación conflictiva con la memoria y la historia. Pensemos en Violencia (1962) de Alejandro Obregón. El cuerpo yacente de una mujer embarazada, como un paisaje yermo, no es otra cosa que la Nación muerta antes de dar a luz. Esta alegoría del impedimento de dar vida aparece también en 9 de abril de Alipio Jaramillo (1948), La República (1957-58) de Débora Arango y Piel al sol de Luis Ángel Rengifo (1964). La masa anónima del conflicto social -amenazante y enardecida- es víctima y testigo mudo. Aquí no cabe el arte (1972) como declaró Antonio Caro (1950-2021) en una pancarta de la década del setenta. Los espectros de las victimas emergen en Aliento (1996) de Oscar Muñoz, como lo hicieran en las denuncias del Taller 4 Rojo. Estas obras no son resultado de una cultura de la violencia, sino de la elaboración sensible de una amenaza recurrente, nominada de manera singular como un período histórico (La Violencia), o como fenómenos de “orden público” en plural (Las violencias). La reflexión de Beatriz González (1932) o Doris Salcedo (1958), la de los grabadores Augusto Rendón (1933-2020), Alfonso Quijano (Bogotá, 1927) dan cuerpo a miradas diversas y voz a dolores inefables.

 

Referencias bibliográficas

Rubiano Caballero, Germán. “El arte de la violencia: nunca la imaginación supera su crudelísima realidad.” Arte en Colombia: Internacional (Bogotá, Colombia), no. 25 (1984): 25–33.
Sánchez, Gonzalo. "Las huellas de la guerra." en Guerra, memoria e historia, Bogotá: Instituto colombiano de Antropología e historia, 2003.



Pedro Figari. Candombe, 1921.

Las producciones artísticas no son inocentes. Los contextos de producción hacen a la eficacia de los mensajes que las obras quieren transmitir, y entran en el juego social disputando lugares de enunciación, producción de referencialidad, creación de mundo. Mi interés por la obra de Pedro Figari no fue estrictamente estético; aunque sí, en algún punto. En todo caso, me preocupó su estética en los términos de la eficacia performativa que tuvieron las imágenes que él construyó sobre los negros, buscando comprender la manera en que incidieron en la elaboración de un imaginario racial profundamente sensual, sensitivo. Qué cuerpos negros representó, y cómo se articula este imaginario con un cuerpo legítimo no-negro. Pedro Figari, abogado, hijo de inmigrantes italianos comerciantes con aspiraciones de escalar en la pirámide social, disputaba también, como dice Williams (2010), su misma blanquitud al interior de la elite criolla de la época. En cierta manera, plantea esta autora, su creación de los negros uruguayos fue una estrategia también para darse un lugar, para legitimarse, no sólo como abogado y político, sino como artista criollo en un Uruguay en formación. En un contexto sociopolítico signado por la heterogeneidad cultural y racial, y de profunda segregación social anclada en la diferencia, los cuerpos negros jugaron, y juegan aún hoy, un lugar especial en esa disputa por pertenecer al cuerpo de la nación, por hacerse de un propio cuerpo legítimo. Este juego es necesario comprenderlo para analizar las relaciones raciales pos-coloniales en nuestros contextos, y el lugar que le cupo a cada quién en estas negociaciones de fuerte carácter biopolítico.

En el proceso de elaboración de las normativas que regularon los cuerpos legítimos e ilegítimos de la Nación, el discurso del arte se ensambló con aquellos letrados que, desde sus lugares de enunciación como saberes expertos, instituyeron verdades y memorias. En este contexto que estamos analizando, el de las primeras décadas del siglo XX hasta el fin de la primera guerra mundial, la búsqueda de una identidad americana por parte de un sector social acomodado, se produce desde la fascinación y el rechazo hacia aquellos sectores relegados y racializados (indios, negros y mestizos), pensando en ellos como cosa antigua, primitiva, del pasado, lo que deja entrever una profunda incapacidad para actuar más allá del colonialismo, impuesto no sólo en términos económicos, sino fundamentalmente epistémicos y ontológicos. En el caso de Figari, entiendo que hay un efecto de normalización de los cuerpos que sus cuadros producen, delineando el tipo de cuerpo y el tipo de cultura que los negros pueden tener en esta zona. De allí la necesidad de pensarlo como parte del engranaje institucional, a la manera de un dispositivo de la maquinaria biopolítica, que alimentó el imaginario racial local.

Figari continúa ocupando el lugar del “pintor que representó la cultura afrouruguaya”, hasta la actualidad. Ante esta aseveración, me pregunto: ¿qué cuerpo negro es posible de ser representado en el Río de la plata, ayer y hoy? ¿Cuánto ha cambiado esa representación que asocia: negros-candombe colonial-bailes-desenfreno-barbarie? ¿Hay forma de representar, de performativizar y así legitimar, otro tipo de cuerpo negro? ¿O de cuerpo no-blanco? ¿Cómo es posible que ese legado de Figari no haya sido retomado por ningún otro pintor de la zona, ese interés por lo negro? En parte, esta ausencia podría ser producto de lo que Geler (2016) denominó, para Argentina, como el pasaje de la negritud racial, a la negritud popular. Los negros de Berni, por ejemplo, son los negros populares, los así llamados “cabecitas negras”. Ya no hay referencia a la raza. Se ha perdido la capacidad de representar la diferencia racial, incluso en forma estereotipada, pues lo racial ha dejado de pertenecer a estas tierras. Sin embargo, en Uruguay, esa presencia es abrumadora, aunque también negada. Y tampoco es fácil encontrar quién cuestione la asociación negro-candombe, menos aún luego de la patrimonialización del Candombe. ¿Cómo se produce esa asociación? En parte es el resultado de este proceso de racialización que he intentado señalar aquí, que opera fijando archivos, mientras disciplina y niega repertorios (Taylor 2003). [1] Es el resultado de una tensión entre el archivo como la fijación de un imaginario sobre los negros vs. un repertorio estigmatizado, que fue obligado a desaparecer, a esconder, a pulir, a normalizar y a civilizar porque performativamente expresaba rasgos "anti-nacionales”: incivilizados, sexualizados, esotéricos, articulando raza, sexo, religión y nación. [2]

¿Cómo afecta este archivo hoy? En el engranaje de la racialización, producto de esta biopolítica sobre los cuerpos, sigue funcionando como “lo verdadero” de los negros, como fuente de lo que era su cultura, como un código que se pone en acto en nuevas performances, afectando nuevos repertorios. Un archivo que se reorganiza en las performances actuales, por ejemplo, cuando es preciso visibilizar una identidad o una cultura afroargentina, a la manera de un capital simbólico, y me arriesgaría a decir, un capital performativo que, puesto en acto, produce cuerpos e identidades actuales. Lo que intento decir es que pareciera que es preciso reproducir, citar este archivo para “ser negro” en estas tierras, para legitimarse ante la mirada ajena; algo que encuentro frecuentemente en las etnografías sobre prácticas “afros” (de afrodescendientes y de no-afrodescendientes). Sin dejar de reconocer la reflexividad corporizada (Rodriguez 2009) que puede producir poner en acto este capital performativo (en la elaboración de nuevos vínculos, ocupando espacios vedados, reconociéndose en la diferencia) me pregunto también por la posibilidad de subvertirlo, construyendo otros registros que fisuren los imaginarios raciales vigentes, aumentando ese capital, cuestionándolo, dándole otros matices, otras formas y otros contenidos que puedan ser legítimos en nuestros contextos regionales y que puedan ser utilizados para proyectar otros cuerpos e identidades no-blancas.

 

Notas

1. Retomo aquí la distinción de Taylor sobre los diversos modos de “producir, almacenar y transmitir conocimiento” (en tanto “información, memoria, identidad y emoción”): de manera directa, mediante “repertorios” de performances que se transmiten de generación en generación y que “ponen en escena la memoria incorporada”; y mediante “archivos” materiales -que existen en “documentos, mapas, textos literarios, cartas, restos arqueológicos, huesos, videos, películas, discos compactos”- que resisten el paso del tiempo y producen una distancia entre el momento de producción y el de recepción. Cf. Taylor, Diana. (2003). The Archive and the Repertoire. Performing Cultural Memory in the Americas. Duke University Press: Durham, p. 19-20.

2. Trabajé esta articulación para el caso de la estigmatización de las religiones afrobrasileñas en la ciudad de Rosario en "Re-conocimiento de las religiones afrobrasileñas en Rosario: racconto de un proceso de segregación social”. Revista de la Escuela de Antropología XXII, p. 99-128.

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Este texto fue extraído del artículo "Imágenes performativas y racialización en la obra de Pedro Figari. Apuntes sobre la normalización de los cuerpos negros en el Río de la Plata". Saga. Revista de Letras, (11), 120–163. 


29.08.2023

La respuesta del artista

Por León Ferrari

En 1965 León Ferrari recibe la invitación de Jorge Romero Brest para participar en el Premio del Instituto Torcuato Di Tella. Ferrari presenta cuatro obras en las que abordaba las relaciones entre religión y violencia: Un avión de guerra norteamericano FH 107 unido a un Cristo de santería y tres cajas más pequeñas que abordaban la misma temática. El avión (titulado La civilización occidental y cristiana) se censuró antes de la apertura de la exposición y, a pesar de resultar menos conflictivas que esta pieza, las tres cajas que sí fueron expuestas, provocaron la reacción del crítico de La Prensa, Ernesto Ramallo (21 de septiembre de 1965) escandalizado por el hecho de que una institución “seria” expusiera “libelos políticos”. Ferrari le respondió desde las páginas de la revista Propósitos (7 de octubre de 1965) con el texto que se cita a continuación. 


León Ferrari. La civilización occidental y cristiana, 1965.

Me parece natural que el cronista sume su voz a la mayoría de las opiniones condenatorias del Premio Di Tella de este año y de años anteriores: el Premio Di Tella pretende fomentar y exponer las corrientes renovadoras de la plástica local; es casi condición necesaria que toda renovación implique la reacción más o menos violenta de los grupos conservadores. Ese artículo, así como la mayoría de las crónicas sobre los Di Tella, indica que por lo menos aquella condición está cumplida: ya es algo aunque creo que hay mucho más que eso.

Me parece natural y humano que el cronista quizás sin darse cuenta, pase por el plano de la crítica y llegue hasta el de la teoría del arte pretendiendo dictar los reglamentos a los cuales deberían ajustarse los artistas. Parece que el cronista quisiera descartar del arte aquello que sea crítica acre o corrosiva y sugiere que se impida la exposición de obras que “no permiten dudas sobre su filiación y por lo tanto sobre sus fines”. Quitar la crítica del arte es cortarle su brazo derecho, limitar la crítica a lo que no sea acre o corrosivo es ahogarla con azúcar; prohibir la exhibición de cuadros porque el espectador puede darse cuenta de que el autor es comunista y sus fines son la implantación de la dictadura del proletariado, es pretender introducir la discriminación ideológica en el arte, es la censura previa; esta escultura parece ser de un comunista y parece querer decir Viva Lenin: afuera. Aquella otra no evidencia color político: adentro. Creo que ni a McCarthy se le ocurrió una idea semejante; creo que ningún artista aceptaría lo que el Sr. Ramallo propone: eso sería reducir al artista a ser un fabricante de adornos para generales. Los cuadros son buenos, malos o mediocres, son fuertes o débiles, son renovadores o tradicionales, independientemente de que aparezca o no la evidencia de la filiación política o de los fines que persigue el autor.

Me preocupa que, dada la forma como el cronista describe mis trabajos, alguien pueda interpretar que soy comunista y me agreguen a las listas negras de la SIDE con las consiguientes molestias. Me parece prudente entonces aclarar que no soy comunista, que no soy anticomunista y que me preocupa profundamente la guerra de Estados Unidos. contra el Vietnam. Mi opinión sobre este tema coincide con la de Bertrand Russell cuando dice: “Sé de pocas guerras llevadas a cabo con más crueldad o más destructivamente, o con mayor despliegue de cinismo, que la guerra entre los Estados Unidos y la población campesina del Vietnam”. Coincide con la del filósofo norteamericano, titular de la Medalla Presidencial de la Libertad, Lewis Mumford cuando le escribe a Johnson para manifestarle su “repugnancia” por la política de los Estados Unidos en el Vietnam.

Mi “intención agresiva hacia un determinado país” se limita a unir mi protesta a la de todos aquellos que en nuestro país, en los Estados Unidos, en Europa, en Asia y en todo el mundo, luchan en una u otra forma para que el gobierno de los Estados Unidos ponga fin a su política de matanzas en nombre de Cristo.

Y la opinión que tengo de ese gobierno coincide con la que Paulo VI tiene del gobierno norteamericano de Truman, cuando veinte años atrás tiró la primera bomba atómica, es decir, pienso que Johnson y sus generales son los ultrajadores de la civilización, los carniceros de vidas humanas. Es posible que el Papa dentro de veinte años diga de Johnson lo mismo que dijo de Truman. Es posible que alguien, en el frenesí anticomunista que nos rodea, diga que Bertrand Russell y Lewis Mumford son comunistas, pero me parece más difícil decirlo de Paulo VI.

Pero el fondo del asunto es otro; porque lo que pretendo con esas piezas es, como dice el cronista, “enjuiciar nada menos que a la civilización occidental y cristiana”. Porque creo que nuestra civilización está alcanzando el más refinado grado de barbarie que registra la historia. Porque me parece que por primera vez en la historia se reúnen todas estas condiciones de barbarie: el país más rico y poderoso invade a uno de los menos desarrollados; tortura a sus habitantes; fotografía al torturado; publica las fotografías en sus diarios y nadie dice nada. Hitler tenía todavía el pudor de esconder sus torturas; Johnson ha ido más lejos: las muestra. La diferencia entre ambos refleja las diferencias en las responsabilidades de los pueblos: los alemanes pudieron decir que ellos no sabían lo que pasaba en los campos de concentración de Hitler. Pero nosotros, los civilizados cristianos, no lo podemos decir.

Porque nosotros, las caras de los torturados las vemos todos los días en nuestros diarios, los mismos diarios que nos hablan de la libertad, de los derechos del hombre y a los cuales no se les ocurre decir que uno de los más elementales derechos del hombre es el de no ser torturado y que si alguien sabe de una tortura (y no hay mejor documento informativo que la fotografía del hecho sacada y publicada por el torturador) exprese por lo menos una condena verbal. Pero nosotros los civilizados aceptamos todo lo que nuestros diarios resuelven que debe ser aceptado, todo lo que está atractivamente envasado. Y así es como las fotografías de la peor lacra de la humanidad han pasado a ser un objeto más de nuestra producción técnica, otro objeto de intercambio. Porque las fotografías no son publicadas como una condena, con sentido crítico, son publicadas porque aumentan las ventas del diario o la revista, como las fotografías que publican las revistas sensacionalistas: crónica negra.

Esas fotografías y la pasividad de los pueblos occidentales, son el símbolo de nuestra avanzada barbarie. Y otro signo de barbarie es la reacción del cronista de arte, quien, cuando encuentra esas mismas fotografías pegadas en una caja con una intención de “crítica acre o corrosiva”, no se le ocurre condenar la tortura: lo único que se le ocurre es pedir que se prohíba la crítica a la tortura. No se pregunta si los bombardeos a las escuelas del Vietnam son ciertos; lo que pide es que no se lo digan desde un cuadro y no se muestren las banderas de los Estados Unidos en las alas de los aviones.

Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y lo llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.

Los saludo muy atentamente.

León Ferrari

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El lunes 4 de septiembre, Andrea Wain –quien seleccionó y escribió la introducción de este texto– brindará la clase León Ferrari: entre el arte y la militancia política, en el marco del Seminario anual Tercer ojo.



Edgardo Antonio Vigo. Sembrar la memoria para que no crezca el olvido, 1996.

Las polifacéticas intervenciones que Edgardo Antonio Vigo desplegó en su prolífica trayectoria artística activaron la construcción de la imagen de un artista provocativo, lúdico, experimental y a la vez profundamente comprometido con la intervención social. A lo largo de toda su producción, Vigo mantuvo algunas inquietudes que articularon su labor creativa individual con la esfera de lo social: la voluntad de expandir el acceso al arte, la posibilidad del intercambio y de la participación, el gusto por lo marginal o contracultural junto con el interés por las vanguardias, su atracción por el hecho artesanal, la aspiración a una circulación artística extendida. En particular, su voluntad de propugnar un acceso amplio y desacralizado a la obra de arte fue vehiculizado en gran medida a través de distintos proyectos gráficos.

A partir de las prácticas que Vigo desarrolló dentro de lo que podría considerarse un universo gráfico en sentido amplio, puede destacarse su renovación del centenario grabado en madera, su edición de revistas artesanales, su rol pionero del arte correo, su impulso del «sellado a mano», su obra como autor de poemas matemáticos y de poesía visual. Pero su actuación no se acotó al extenso ámbito de lo impreso: también fue realizador de «señalamientos urbanos» y creador de «máquinas inútiles». Asimismo, tuvo actuación como conferencista, como docente –durante años, fue profesor de dibujo e historia del arte en el Colegio Nacional de La Plata–, como gestor de exposiciones, como cronista de arte en diversos medios gráficos. [1] También cabe señalar que, durante toda su vida, se desempeñó como empleado judicial en los Tribunales Civiles del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires.

[...]

Considerando la diversidad de poéticas, dispositivos y soportes que puso en juego, es posible considerar que existe una noción clave que articuló los múltiples proyectos de Vigo: la idea de intercambio o de participación dinámica y creativa. Ya en 1954 expuso en La Plata una serie de objetos móviles de madera que podían ser manipulados por los espectadores, apuntando en este conjunto inicial a la idea de familiaridad y conexión directa del público con la obra de arte (Centro de Arte Experimental Vigo, 2008). Si este criterio de interacción constituyó uno de los principales ejes de la obra de Vigo, la edición de revistas y la difusión del grabado en madera tuvieron un rol ideológico y material significativo: para el artista, la xilografía posibilitaba un acercamiento «desacralizado» a la obra de arte frente a las limitaciones de otro tipo de producciones como la pintura o la escultura tradicionales. El grabado en madera fue, en efecto, una producción clave para Vigo tanto en lo que refiere a su propio trabajo artístico como en relación con los intercambios que estableció y los circuitos en los que intervino a lo largo de su trayectoria (Davis, 2004; Dolinko, 2008). La puesta en juego de esta antigua modalidad de impresión de origen popular le posibilitaba la multiplicación y amplia circulación de imágenes; así, la multiplicidad de la xilografía le permitía poner en cuestión –tanto en términos conceptuales como materiales– las limitaciones de la producción artística de ejemplar único.

Ya en sus primeras publicaciones –WC (1958) y DRKW (1960)– Vigo había incluido xilografías, las cuales constituyeron una de las marcas diferenciales de su siguiente revista, Diagonal Cero (1962-1968), ocupando el espacio de presentación de la mayoría de las tapas y también impresas en sus páginas internas, ilustrando poesías, como imágenes autónomas o publicaciones anexas (Dolinko, 2012). También se destacó dentro de esta revista su edición de una serie de ocho cuadernillos de grabados en madera de distintos artistas publicados entre 1964 y 1966. Tiempo después, los cuadernillos tomaron forma independiente a través de la edición de la serie «Xilógrafos de hoy» que Vigo continuó hasta 1969.


Edgardo Antonio Vigo. Libro internacional número 2, 1977.

La producción gráfica de Vigo circulaba entonces por vías paralelas: tanto a través de estos cuadernillos y en las páginas de las revistas, como también en exposiciones de sus grabados en instituciones culturales. Así, el 21 de octubre de 1966 inauguró una muestra en la Biblioteca Benito Lynch de La Plata donde presentó «mono-xilografías a la témpera» –material que le otorgaba a la estampa una cualidad opaca y «empastada»– y «xilografías con resina». Como señaló contemporáneamente su colega Luis Pazos

la renovación en las artes plásticas adquiere en la actualidad un doble sentido: por un lado aparecen nuevas formas de expresión y por otro viejas técnicas cambian adaptándose a los nuevos conceptos. El segundo es el caso de los grabados expuestos. Vigo utiliza la tinta de imprenta, una prensa copiativa diseñada por él mismo, tacos de madera y trata a los grabados con un proceso especial de resina plastificando las figuras. [...] [la técnica de la estampa Los pájaros] insinúa la posibilidad de utilizar la tercera dimensión. [2]

Las preocupaciones de Vigo se desplegaban en esos tiempos en múltiples frentes de actuación, entre su producción de obras, la edición de estampas xilográficas propias y ajenas, la organización de exposiciones y la reflexión sobre la inscripción y circulación de esta producción en las instituciones culturales. Los alcances, complejidades y limitaciones del museo se presentaban, en este sentido, como uno de los focos de sus preocupaciones. Ya en 1964 había sostenido la necesidad de

un Museo que se presente delante de nosotros constantemente. Unas galerías que perdieran el carácter de tales, que funcionaran más a la vista de ese dinámico andar del hombre por nuestras calles. [...] creo que no es necesario caer en la anti–dinámica de encerrar esos productos. En cuanto al interés popular, es un problema de educación visual. Cursos en bibliotecas populares, exposiciones [...] podrían dar una apertura interesantísima para abrir los grifos de ese interés popular. [3]

Este planteo anticipaba en forma implícita un programa de museo heterodoxo que iniciaría a fines de esa década.

En efecto, si la voluntad de posibilitar una difusión artística extendida y generar de ese modo una noción de comunidad tuvo un sentido fundamental dentro de los proyectos del artista –y si, como ya se ha señalado, estas aspiraciones se basaron en gran medida en el grabado en madera como recurso técnico–, entre las estrategias y acciones puestas en juego por Vigo cobró una dimensión particular su Museo de la Xilografía de La Plata, gestado a partir de un intercambio de ideas con el también artista platense Carlos Pacheco.

En 1968, las instituciones del campo cultural eran objeto de fuertes cuestionamientos por parte de grupos de artistas de la vanguardia local (Longoni y Mestman, 2000); Vigo era consciente de lo complejo de esta situación, y así explicitaba a fines de ese año que:

Fundar un Museo en nuestros días es contradictorio. Cuando el arte en su eterna rebusca clama la calle, la cotidianidad, la comunicación directa, es una acción gratuita hablar del «encierro» característico que el «MUSEO–Muselina» nos da.
Pero cobijar para no permitir las disgregaciones de obras, cuidar un «acervo» siempre será constante tarea.
La realidad que nos marca una línea, los acontecimientos que nos ubican, y las acciones que nos exigen, han hecho variar el concepto de Museo. Si éste abarca la suficiente dinámica, creo que popularizar es abrir las posibilidades de contacto [...]
EL MUSEO DE LA XILOGRAFÍA de LA PLATA, pretende captar esa DINÁMICA DE ACCIÓN CONTEMPORÁNEA y bregará como Institución actual, ser la cabeza de una nueva toma de posición para el enfrentamiento OBRA–COMUNIDAD.

Vigo suscribió esas palabras en ocasión de la presentación del Museo de la Xilografía en la Galería de arte del Cine Teatro Ópera de La Plata, con auspicio de la Biblioteca Max Nordau (un año antes, con el museo aún «en formación», había concretado la exposición Grabadores de La Plata en el Museo del Grabado, en Buenos Aires). [4] Para ese momento, en su acervo se incluían obras de algunos artistas de Brasil, Uruguay, Chile, Suiza, Paraguay y Francia junto a la de argen- tinos como Pompeyo Audivert, Víctor Rebuffo, José Rueda, Abel Versacci y del propio Vigo. En la selección de nombres de artistas argentinos puede evidenciarse la fluida relación que Vigo mantuvo con otro emprendimiento contemporáneo y autogestivo basado en la circulación de xilografías: el Club de la Estampa de Buenos Aires; en efecto, la mayoría de esos artistas eran socios centrales de ese proyecto porteño liderado por Albino Fernández (Dolinko, 2012).


Edgardo Antonio Vigo. Portada de la revista Diagonal Cero, número 23, La Plata, septiembre de 1967.

El Museo de la Xilografía fue, de todos los proyectos de Vigo, aquél que tuvo mayor continuidad en el tiempo. El patrimonio inicial se fue acrecentando progresivamente a partir de donaciones y canjes de obras entre artistas argentinos

y extranjeros, hasta llegar a incluir más de dos mil estampas que, además de las mayoritarias xilografías, también incluye monocopias, aguafuertes y técnicas mixtas, como así también matrices de madera legadas por algunos grabadores. Vigo prolongó la estrategia del canje hasta entrados los años noventa, cuando seguía solicitando o proponiendo intercambios de obras para el museo, excusándose porque «mi pasión por el grabado en madera rebasa a veces lo aconsejable». [5]

Aunque su denominación apuntara a indicar lo contrario, el Museo de la Xilografía no era una institución formal ni contaba con una sede física fija ni convencional. Se trataba, en verdad, de «cajas-móviles»: maletines de madera con manija y sujetadas por correas de tela o de cuero, con «paquetes» de estampas; a partir de esta condición de ubicuidad, el museo podía prestarse para ser exhibido en espacios culturales, instalarse en escuelas, clubes u otros ámbitos de sociabilidad comunitaria, como así también en casas particulares. El artista presentaba a estas intervenciones como “pequeñas exposiciones de rápido montaje. Con un simple elemento de sustentación (un atril, un pizarrón, un saliente donde colgar) se instala la muestra ambulante con idéntica sencillez a la de un puesto de feria”. En muchas ocasiones, Vigo sumaba a la exposición de estampas una charla en la que divulgaba aspectos de la historia y la técnica xilográfica, poniendo así en acto la función pedagógica y de comunicación también fundante de este proyecto. Junto a la conformación de esta colección –y retomando estrategias iniciadas en los años sesenta–, Vigo emprendió la publicación de dos series de carpetas con grabados impresos con tacos originales, firmados y numerados, presentados como Ediciones del Museo de la Xilografía de La Plata. Entre 1973 y 1974, en paralelo a la edición de su revista Hexágono ‘71 (Bugnone 2017); concretó la colección «Xilógrafos de La Plata» (editada junto con «El león herbívoro», librería El Patio y la galería Libraco) que incluyó carpetas de Lidia Kalibatas, Sixto González, Adriana Grimaux y Graciela Gutiérrez Marx. Otra serie fue editada entre 1980 y 1989, con obras de Vigo, Hipólito Vieytes, Hebe Redoano, Enrique Arau, Carlos Pamparana, Hilda Paz, Laico Bou, Ludovico Pérez y Gustavo Larsen.

Como sostuviera su fundador, la labor cultural de difusión comunitaria de este museo «nacido bajo la necesidad de abrir nuevos canales» tenía como propósitos principales «llegar» y «mostrar», a la vez que «escapar a los encierros clásicos de las instituciones que atomizan el arte». Desarrollado por Vigo en forma ininterrumpida lo largo de tres décadas, el Museo de la Xilografía de La Plata fue reactivado luego del fallecimiento del artista en diversas instancias: por ejemplo, en diciembre de 2013, en el marco del evento Presión organizado por una formación de grabadores activos en La Plata.

Si se considera que las nociones de edición, circulación e intercambio fueron los ejes del programa del Museo de la Xilografía de La Plata, institución circulante albergada en cajas–valija de ecos duchampianos, el patrimonio de ese museo móvil que transportaba estampas originales y múltiples resulta un buen ejemplo de lo que, por esos tiempos, Vigo auguró como un «arte tocable». [6]


Edgardo Antonio Vigo. El Hemafrodita (de la carpeta Personajes sin ton ni son), 1966.
Colección Centro de Arte Experimental Vigo.


Edgardo Antonio Vigo. Composición 5, 1967. Colección Centro de Arte Experimental Vigo.

 

Notas

  1. Es destacable, por ejemplo, su lectura de las Experiencias 69 llevadas a cabo en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, en septiembre de 1969. Edgardo A. Vigo, «Exp.69–I/Di Tella», Ritmo, La Plata, 1969, p. 4 (recogido en Amigo, Dolinko y Rossi 2010).
  2. Luis Pazos, «Vigo: la rebelión sin esperanza», El Día, La Plata, 28 de octubre de 1966. Efectivamente, Vigo pondría en juego el factor de la tridimensión en algunas de sus obras xilográficas de fines de esa década, como en Homenaje a Fontana.
  3. Mecanografiado, texto Vigo, Caja Biopsia, 1964, s/d. Archivo Vigo– Centro de Arte Experimental Vigo, La Plata (CEAV).
  4. La relación de Vigo con Oscar Pécora, fundador del Museo del Grabado, databa de varios años atrás. Vigo participó del programa de difusión del grabado impulsado por Pécora en octubre de 1963, a la vez que en algunas ocasiones se incluyó en Diagonal Cero publicidad de la Galería Plástica, propiedad de Pécora.
  5. Carta a Michael y Anette Groschopp, La Plata, 4 de marzo de 1986. Archivo CEAV.
  6. «Un arte tocable que se aleja de la posibilidad de abastecer a una “elite” que el artista ha ido formando a su pesar, un arte tocable que pueda ser ubicado en cualquier “hábitat” y no encerrado en Museos y Galerías. Un arte con errores que produzca el alejamiento del exquisito». «Hacia un arte tocable», La Plata, 1968-1969.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El grabado en madera como arte tocable. Edgardo Antonio Vigo y el Museo de la Xilografía de La Plata". El hilo de la fábula 18, 2018.


Los estudios sobre la espiritualidad contemporánea muestran una gran heterogeneidad en años recientes. Si tuviésemos que agruparlos en diferentes abordajes, podríamos señalar al menos tres corrientes.

Un primer grupo plantea una descripción sociológica e histórica más o menos general, subsumida a la narrativa moderna de la individualización, que supone una pérdida de un horizonte heteronormativo de la religión y la emergencia –por vía de los movimientos espirituales– de un modelo autónomo o individualista (14, 15, 16). Si bien estos trabajos tienen el mérito de una lectura de largo plazo, se han mantenido en un nivel muy ideacional y, como consecuencia, muchas veces se han centrado excesivamente en la tensión entre un orden cohesivo, propio de una religiosidad eclesial, y una concepción del individualismo, propio de la espiritualidad, que supondría una subjetividad infrasocial. Este tipo de análisis posee algunas dificultades para detectar la capilaridad de las experiencias autopercibidas como espirituales en los más diversos ámbitos y particularmente para entender su presencia y difusión pública contemporánea.

Un segundo grupo ha desarrollado una crítica a esos trabajos pioneros, mostrando cómo el foco en la vida cotidiana permite reconstruir relaciones sociales y cuestionar el excesivo énfasis que esos trabajos le dieron a la autonomía individual. En ese sentido, Wood (17) y Wood y Bunn (18) se preocupan por el problema de la autoridad, a partir de una relectura de la teoría de la práctica social de autores como Pierre Bourdieu y Michel Foucault. Estos autores señalan que es necesario repensar la dicotomía entre autonomía individual y autoridad externa y subrayan que existen autoridades múltiples en las prácticas espirituales estilo Nueva Era, como líderes, especialistas y fuerzas no naturales, que influyen sobre los grupos e individuos de manera profunda y con un fuerte nivel de estabilidad.

Además, muestran cómo esas prácticas y esas autoridades múltiples se vinculan con procesos de producción y reproducción de las clases sociales, particularmente, los grupos identificados como sectores medios. Esos autores priorizan las redes y las prácticas cotidianas, describiendo las tramas relacionales, con su productividad social y cosmológica, en un movimiento que matiza algunos dualismos implícitos en la sociología de la modernización religiosa: social/individual, sagrado/profano y alma/cuerpo.

En último lugar, desde una perspectiva más radicalmente pragmática, Bender y McRoberts (19) han insistido en una crítica semejante a los estudios más clásicos que entienden la espiritualidad como un fenómeno independiente de lo religioso y caracterizado exclusivamente por la individualización y la privatización. Por el contrario, estos autores muestran hasta qué punto la espiritualidad posee una génesis histórica y una fuerte dimensión relacional –no solo un énfasis en la “interioridad”– y de qué manera es un recurso performativo con consecuencias públicas. Este último aspecto resulta crucial porque, contra la idea de la privatización de la religión, muestra cómo la espiritualidad moviliza formas diversas de acción pública y de adhesiones políticas en las sociedades contemporáneas de la mano de los modos de mediación novedosos que implican los recursos de la comunicación de masas y la industria cultural.


Daniel Leber. Serpiente, 2022.

Estos trabajos sobre la espiritualidad contemporánea son un recurso útil para repensar las distinciones entre lo estrictamente religioso y lo terapéutico, en la medida en que dejan parcialmente de lado las distinciones más estrictas entre esferas o campos independientes, o incluso su redefinición contemporánea, para centrarse en la vida cotidiana. Asimismo, descentran el foco de los especialistas y las intervenciones públicas y dan un nuevo estatuto epistemológico a los espacios más “banales” e “impuros”. Por último, permiten también suspender los recortes más convencionales entre grupos religiosos o terapias, como si fueran una realidad en sí misma.

Ese movimiento reciente posee en América Latina desarrollos propios que sería muy extenso reconstruir aquí. Al menos en Argentina, el análisis de lo que aquí estamos denominando y recortando analíticamente como bienestar espiritual encuentra una serie de trabajos y reflexiones que han crecido en las últimas décadas, de la mano de una problemática que ha adquirido cada vez más visibilidad pública. Aunque priorizaron la lógica institucional, tanto los trabajos centrados en movimientos o grupos religiosos y/o espirituales mostraron una tendencia a la articulación (4, 5, 9, 20). Estos trabajos han abordado el problema de la articulación entre lo médico-psicológico y lo espiritual, y han tenido un particular desarrollo, sobre todo, bajo el concepto de “terapias alternativas”. Tanto desde el punto de vista de la construcción y negociación de las identidades profesionales de la medicina y la psicología (21) como desde el punto de vista más englobante de especialistas y frecuentadores de prácticas “alternativas” como la reflexología, el yoga y la medicina ayurveda, que suponen diferentes grados de articulación con algunos principios no naturalistas en el horizonte de un “pluralismo terapéutico” que se caracteriza por la “elección” entre opciones diversas (9, 22, 23, 24, 25).

Si los primeros se centran en un análisis de la incorporación de lo espiritual en lo médico-psicológico, con foco en la oferta, los segundos se concentran en la adaptación de prácticas –que, en principio, pertenecían a un horizonte cosmológico– a los regímenes seculares de gestión de la salud, no sin tensiones, resignificaciones y persistencias. Aun manteniéndose en la “esfera” de las denominadas terapias alternativas, estos trabajos poseen un enorme valor y han ampliado el conocimiento de una serie de prácticas que manifiestan regímenes de causalidad y de eficacia no naturalista, llegando incluso a cuestionarse los límites o las fronteras de lo estrictamente “terapéutico” y mostrando diferentes grados de vínculos con esas tecnologías y saberes que van desde el uso estratégico hasta la adhesión a sus principios básicos.

Si desde un punto de vista esa separación puede ser socialmente eficaz, desde otro no posee una relevancia tan sustantiva. Es, en parte, el lenguaje del que disponemos el que queda atrapado en la tensión entre lo religioso-espiritual y lo médico-terapéutico. Y, como es bien sabido su capacidad performativa, recorta nuestros objetos de estudio, nuestros temas y nuestros problemas de un modo singular. Desde esa premisa, señalo tres focos de separación que pueden ser repensados desde un análisis sobre la vida cotidiana y los diferentes agenciamientos plurales del bienestar espiritual.

En primer lugar, el recorte que realizamos entre “terapias alternativas” y “grupos religiosos o espirituales”. Mientras el primero tiende a un diálogo en el horizonte de los estudios sobre salud, el segundo es incorporado a las ciencias sociales de la religión. El trabajo de María Julia Carozzi (26), desde el título que alerta sobre la posibilidad de leer esos procesos en su simultaneidad y la descripción de la red como lógica morfológica y señalamiento de algunos principios básicos como la cosmización, la autonomía y la desjerarquización, se preocupó por no separar esos ámbitos en esferas independientes; y, aunque algunos de sus principios o su morfología no hayan servido para todos los casos particulares –sobre todo cuando se puso el énfasis en los discursos públicos y los principios totalizantes de grupos espirituales o terapéuticos– creemos que su descripción todavía es útil al priorizar el orden cotidiano y la circularidad de los frecuentadores.

Particularmente, cuando analizamos los discursos y las prácticas públicas surge un segundo punto de distanciamiento. Sobre todo, cuando el foco está puesto en los especialistas y las intervenciones de colectivos específicos, los analistas tendemos a concentrarnos en los modos de legitimación, de diferenciación, de heterodoxia y/o de resistencia, porque muchas veces esto es lo que aparece en la interacción con sus líderes, referentes o expertos. De ese modo, la articulación entre esos términos aparece como un “híbrido”, en el sentido que Bruno Latour (12) entiende el término, como una combinación de dos elementos que se enuncian separados pero se viven como unidos. Asimismo, a partir de ellos, accedemos habitualmente a perspectivas sistematizadas y relativamente coherentes y creemos constatar algún tipo de sistema con principios, valores y prácticas organizados como si fueran exclusivas de los grupos que analizamos y no parte de una gramática que se construye en un proceso más amplio.

En tercer y último lugar, incluso cuando nos centramos en los discursos menos públicos, sobre todo cuando damos por sentado un sujeto individual como interlocutor válido y locus único de la interacción, tendemos a reconstruir sus “representaciones” y sus trayectorias (terapéuticas y/o religioso-espirituales) de modo aislado, dando por sentada una concepción de la persona que aparece como universal pero que se asemeja bastante al modelo del individualismo moderno, que supone un agente que “selecciona” y “elige” en un mercado o un escenario “plural” de bienes de salvación o bienestar. El foco puesto en la elección individual corre el riesgo de dar por sentada una concepción de la persona estrictamente individualista, sin indagar en el modo de subjetividad que allí se produce y que creemos supone elementos diferenciados con el modelo clásico del individuo (27). Buena parte de la bibliografía de las ciencias sociales se ha centrado en la imagen del “buscador”, dando por sentado un tipo de individuo demasiado asociado con el individualismo moderno, borrando en muchos casos las tramas de relaciones sociales que producen esas “elecciones” o las propias teorías que esos agentes tienen sobre su propia persona, las que muchas veces no se corresponden con un agente que actúa en el mundo de modo tan libre. Un enfoque muchas veces sobredimensionado por el propio carácter de nuestros abordajes teórico-metodológicos como, por ejemplo, el uso exclusivo de la entrevista en profundidad que puede centrarse unilateralmente en la “experiencia individual” (8).

Retomando algunos de los planteos de un enfoque relacional de lo que hace a la subjetividad en el horizonte de la espiritualidad contemporánea, queremos argumentar que una mirada sobre lo cotidiano que asuma seriamente algunos aspectos vividos como reales por sus frecuentadores puede ayudarnos a recomponer un cuadro algo más complejo de este proceso. En cierto sentido, nos interesa restituir el análisis relacional descripto por los primeros trabajos que, en la región, describieron la Nueva Era y las terapias alternativas como parte de una misma red, y extenderlo más allá hacia una trama más amplia que incorpore lo cotidiano y los regímenes de subjetivación.


Daniel Leber. Estructura, 2022.

Entendemos la espiritualidad como una categoría que evidentemente no es novedosa, pero que ha adquirido una renovada presencia contemporánea, que existe como puesta en acto, es decir que existe en la medida en que es actuada, con gran capacidad de circulación y performatividad en los más diversos ámbitos (19, 28, 29). Al mismo tiempo, entendemos que esa pragmática de la espiritualidad supone una gramática heterogénea, pero no por ello infinita y sin especificidad, que incorpora una concepción no naturalista de la causa y la eficacia, un orden cosmológico relacional y un trabajo sobre uno mismo y que se manifiesta en intensidades diversas que se basan en mediadores materiales y discursivos de diferentes linajes: esoterismos varios con una presencia consolidada durante el siglo XX, la cultura self-help y tecnologías de la subjetividad de origen oriental, incluso algunas prácticas amerindias, adaptadas a la vida cotidiana de colectivos urbanos de las sociedades euroamericanas contemporáneas (30, 31).

Desde el punto de vista de la circulación cotidiana de esos saberes y prácticas, es posible que la tensión entre lo terapéutico y lo religioso/espiritual, e incluso sus disputas por la legitimidad en un campo o las perspectivas sistémicas que emergen cuando el foco está puesto en los discursos públicos, adquiera otro matiz. No solo es mucho más difícil recortar las esferas autónomas de lo terapéutico y lo espiritual, sino que incluso la propia espiritualidad supone una trama de circuitos, de sentidos y de prácticas diferenciadas. Si bien desde el discurso público se insiste en las ventajas físicas, médicas e incluso psicológicas de la meditación, sobrevalorando su función en el bienestar entendido como un proceso biológico y psicoemocional, desde la vida cotidiana, las causas de ese bienestar exceden por mucho una definición biológica y sociopsicológica de la subjetividad, incorporando una dimensión no humana como la energía que supone una fuerza vital transformadora que puede producir malestar cuando no circula correctamente y bienestar cuando se logra canalizar y equilibrar.

La vida cotidiana de los actores en acción y la complejidad de lo que Law (13) ha denominado “formas no convencionales”, supone procesos de circulación y ensamblajes que pueden ayudarnos a repensar los puentes y articulaciones diversas entre el mundo médico-psicológico, las terapias alternativas y la espiritualidad Nueva Era. En ese sentido, nos parece importante el análisis de Law sobre los “ensamblajes” en contextos religiosos donde resulta significativo dar una perspectiva realista que permita ampliar la realidad de las personas que la viven y, en ese proceso, indagar incluso la noción misma de la persona que está en juego. Tal abordaje podría leer también críticamente la perspectiva del individualismo metodológico que se concentra en los usuarios o frecuentadores de prácticas de ese tipo y sus “elecciones terapéuticas” o sus “elecciones espirituales” como “campos” o “esferas” de acción diferenciadas.

 

Referencias bibliográficas

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  4. Funes M. “Notas sobre el concepto de estrés como clave de interpretación del mundo en el arte de vivir”. Mitológicas. 2012, 27:61-73.
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  8. Viotti N, Funes ME. “La política de la Nueva Era: el arte de vivir en Argentina”. Debates do NER. 2015, 2(28):17-36.
  9. D’Angelo A. “Al final todos terminaron viniendo como a terapia. El yoga entre la complementa- riedad pragmática, el trabajo terapéutico y la reorientación del self”. Astrolabio Nueva Época. 2014, (12):193-225.
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  12. Latour B. Nunca fuimos modernos: ensayos de antropología simétrica. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2007.
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  28. Toniol R. “O que faz a espiritualidade?” Religião e Sociedade. 2017, (37):144-175.
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  30. Frigerio A. “La ‘¿nueva?’ espiritualidad: ontología, epistemología y sociología de un concepto controvertido”. Ciencias Sociales y Religión/ Ciências Sociais e Religião. 2016, 18(24):209-231.
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  35. Mol A. The body multiple: ontology in medical practice. Durham: Duke University Press, 2003.

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Nicolás Viotti es Doctor en Antropología Social y participará de la mesa redonda El entramado filosófico de las creencias: transformaciones espirituales en la nueva era, organizada en el marco de la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


15.08.2023

Ocultismo para chicas

Por Mariel Giménez

Existe un tipo de práctica espiritual que se ha corrido del ordenamiento de las prácticas religiosas institucionalizadas a prácticas custom made, hechas a medida. Me refiero a la propuesta que circula, sobre todo en redes sociales, en la que una no entra a un culto, religión o práctica que ya está reglada a través de sus autoridades o mediante de una liturgia específica, sino que va creando la propia praxis espiritual a la par del ritmo de la vida diaria, armando rituales a conveniencia; una práctica espiritual doméstica y con fines nobles.

La práctica espiritual en este sentido fue tomando una forma específica muy en línea con los discursos de autoayuda femeninos cuyos objetivos últimos son el bienestar, el cuidado del mundo interior; con algo que una no hace en términos de trascendencia sino en función de vivir mejor, de ser mejor aquí y ahora, de ser “la mejor versión de una misma”. En esta trama, la inmediatez del alivio se impone por sobre la salvación eterna. Este tipo de prácticas incluso pueden incluir objetivos de mejor rendimiento físico a través de la alimentación y el entrenamiento para complementar la optimización del ser.

La espiritualidad así presentada toma la forma de un consumo o de un estado productivo. No solo es un tiempo y un espacio de la conciencia dedicado a la dimensión de las creencias, sino que también es un sector del mercado bastante masivo. Y, como sabemos, el mercado está generizado, es decir, contiene procesos sociales que producen y reproducen distinciones en las identidades de género. Como bien lo explica mi camarada la Dra. Suárez Tomé, la categoría de género nos ayuda a entender cuáles son los roles, conductas, costumbres y actividades que se imponen culturalmente a las personas por el sexo asignado al nacer. En resumidas cuentas, los estereotipos de lo masculino y lo femenino responden más o menos a que lo masculino es objetivo, racional, mental, individualista y lo femenino es subjetivo, particular, sintiente, sensible y social.

Encontramos entonces un conjunto de bienes de consumo y productos (cursos, kits para rituales, merchandising) que habilitan un tipo de práctica espiritual orientada a las feminidades. A las encargadas del mundo interno y lo sensible nos llega la oferta de ciertas propuestas como la astrología, el tarot, terapias alternativas, sanaciones ancestrales que se alejan de lo esotérico, lo oculto o lo inasible, para materializarse en un manual, una guía paso a paso del bienestar y de la auto-ayuda.

Insisto en el punto de la oferta generizada sobre la espiritualidad porque en general no hay ofertas masivas para que los varones hagan rituales de sanación de sus genitales, se junten a leer sus cartas natales o se tiren las cartas del tarot; tal vez la oferta dirigida a masculinidades está más orientada a las finanzas y criptomonedas, temas más relacionados con el dinero, la materialidad, la economía.


Roberta Di Paolo. Dos gotas (primera aparición de ojos de agua), 2021.

Me pregunto si estas prácticas espirituales son una de las dimensiones del bienestar o si se fusionan prácticas espirituales y bienestar psicológico; mantras sobre el pensamiento positivo en los que el pensamiento mágico tiene la fuerza para modificar la realidad y remover eso que causa malestar, sufrimiento, angustia. Este mercado espiritual toma la forma de determinadas prácticas esotéricas y ocultistas digeridas por las redes sociales para que tengan una presentación estética, acorde a la imagen que es posible traficar en redes. Ahí, la práctica espiritual esotérica, ocultista y el bienestar no se distinguen claramente. Practicar, consumir y ser.

En este tren de alejarme del pensamiento científico, me animo en este punto a intuir que la mayoría de las personas de clase media con estudios universitarios que practica la astrología o el tarot no estarían del todo cómodas con que se clasifiquen sus prácticas/ritos/ejercicios y consumos como ocultistas. Creo que aún, en esos imaginarios, el ocultismo puede estar relacionado con la macumba, los gualichos y las curanderas, y tal vez no les quede cómoda la estética oscura, un poco sucia, un poco pobre, para definir el intercambio lúdico de esos intereses por parte de mujeres y diversidades de la Ciudad de Buenos Aires. El contrapunto entre el gualicho del barrio y el ocultismo de las redes a nivel imagen es notorio: velas negras y rojas por un lado; influencers prendiendo un incienso por otro.

Me inquieta cómo lo oculto y lo espiritual en esta versión ha borrado la dimensión de la sombra y la oscuridad; se aleja del lecho inquieto de pulsiones amorales, rituales sacrificiales sucios e incómodos, pruebas de fe y penitencias, para ser lindo, pastel, brillante y sin esfuerzo. Cualquier gurú que vemos en las redes tiene más o menos el mismo discurso: “lo hacés si querés”, “si vos creés que te va a hacer bien, te hace bien”, “si te sentís incómoda, no lo hacés más”, lo que desliza otro consejo: buscás otro producto más conveniente. La dimensión del cuerpo aparece más inclinada al hedonismo que a la transmutación dolente. La estética masiva de las nuevas espiritualidades es pura luz. Luz, elevación y una consagración sin cicatrices.

En estas prácticas esotéricas, espirituales, ocultistas, ganan los discursos que nos dicen cómo ser. Más que nunca, se nos dan instrucciones para vivir y cómo vivir, aunque no sepamos cuál es la vida que merece ser vivida por nosotras. Luchamos para sacarnos mandatos y etiquetas de encima; parece que no funcionó.

Estas nuevas prácticas espirituales, que son bastante viejas, vienen montadas en los rieles del discurso auto-ayudista. Entonces la dimensión lúdica o la esotérica son sobrepasadas por prácticas para estar mejor, para ser mejor, para alcanzar la mejor versión de una misma. La espiritualidad encuentra un fin, un propósito, y con ello se borra lo enigmático, lo imprevisto, lo fuera de cálculo; se mezcla con los discursos sobre la optimización de las personas. Lo oscuro se llena de luz: no hay profundidades sino encandilamiento. Además, la espiritualidad alcanza el dominio de lo público, corriéndose de la intimidad de las prácticas secretas o los rituales personales. ¿Por qué será esto, no? ¿Qué recompensa trae mostrar el ritual íntimo? La validación del like se adhiere al yo, al yo espiritual, que se expande, se generaliza para pasar a ser una identidad en sí misma. No muestro una parte de mí, sino que me muestro como un ser totalmente espiritual. Es lo que me define.

¿Qué emparenta a este discurso de la optimización del ser con el nuevo ocultismo masivo orientado a las feminidades de cierta clase social? Su práctica no está tan orientada a la creencia o la religión, sino a sentirse bien a través de una fórmula que indica cómo sentirse bien, cómo sanar. Me resuena muy fuerte que siempre hubo una fórmula para la optimización de las mujeres. Más flacas, más jóvenes, más espirituales.


Roberta Di Paolo. La vibración del color, 2021.

Atravesadas por nuestra forma de habitar el mundo a partir de la popularidad del feminismo en 2018, ahora, pasados 5 años, nos llegan nuevas ofertas. Paquetitos pinkwasheados para consumir. Se instala una vigilancia constante sobre los consumos, porque en muchos casos es lo que nos define. Una vigilancia que proviene del mercado pero también entre pares. En un mundo amenazante en el que el camino de la meditación es solitario y aislado, la práctica hacia la autoconciencia puede dar lugar a la autovigilancia.

Liliana Maresca decía que, eventualmente, el mercado inocula todo. Lo contracultural y emergente, en una o dos maniobras, se vuelve parte del mismo sistema que antes lo había expulsado.

Uno de los nexos posibles entre espiritualidad y bienestar es la promesa de la felicidad. Una práctica constante, cada vez más compleja y rica en accesorios, te va a llevar a la felicidad. Ahí se actualiza el problema de la felicidad: la felicidad como commodity. Es algo para tener. Toda esta dimensión de la felicidad —o de la creencia en la felicidad— es bastante doméstica, solitaria, es fácil y hecha a tu medida. O al menos eso es lo que nos ofertan en un slogan viejo y repetido: la posibilidad de cambiar el mundo exterior si tan solo cambiás tu mundo interior. Y aunque es cierto que virar la posición subjetiva hace que miremos las cosas de otro modo y que el mundo se transforme, la dimensión material de un mundo injusto y cruel no cambia allá afuera si no operamos en comunidad.

Pero, ¿qué pasa si practico y practico y no soy feliz? Tal vez aparezca una sensación de inadecuación, de que soy yo quien está haciendo algo mal. En estas épocas de ansiedad y depresión, ¿qué pasa con la tramitación del sufrimiento cuando el mantra es aceptarse, amarse, evitar la angustia a toda costa? El dolor como indicador de todo aquello que se debe evitar termina labrando umbrales de tolerancia muy sensibles, muy bajos para el lema “no tiene que doler”. Porque hay cosas que duelen.

El mantra auto-ayudista se impone: sé feliz, tené una actitud positiva, intencioná. El Universo te va a dar lo que le pidas. El pensamiento mágico acorta las distancias en el Cosmos y nos permite rellenar el vacío de la incertidumbre. Se han agregado objetivos de máximo rendimiento: para convertirte en vos mismo, tenés que ser mejor, y para ser mejor, tenés que alcanzar tus metas. Autoexploración y autodescubrimiento se transforman en autorrealización y automejora: la optimización del ser.

Creo que la oferta generizada del ocultismo nos vende cosas perfectas para ser perfectas. Somos la audiencia cautiva de las recetas de la felicidad, de las recetas hacia lo perfectible. Toda una industria para mantenernos tras esa idea, ya que nunca seremos perfectas. Agradezco la posibilidad de sumergirme en el arte que me invita a otra cosa. No me subestima, me da la bienvenida, sintiente, rota, imperfecta, con dudas. No me resuelve nada, no cierra.

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Mariel Giménez es psicóloga y participará de la mesa redonda El entramado filosófico de las creencias: transformaciones espirituales en la nueva era, organizada en el marco de la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


27.07.2023

¿Afinidades pop?

Por Ana Longoni

Una hilera de gigantescos girasoles iluminados desde su interior, construidos con acrílico y poximix: así era la obra presentada por la artista argentina Susana Salgado al Premio Nacional Di Tella en 1966. Recibió el primer premio por parte de un jurado integrado por Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, y dos entusiastas del pop, Otto Hahn y Lawrence Alloway. Este último, en ocasión del dictamen, declara: “Buenos Aires es ahora uno de los más vigorosos centros ‘pop’ del mundo”. Salgado, según el rumor, no asistió a recibir el galardón porque era parte del elenco que representaba en ese momento la obra teatral Drácula, de Alfredo Rodríguez Arias.

La prensa ubica a la ganadora dentro de lo que denominaba grupo pop, junto a Dalila (también Delia) Puzzovio, Carlos Squirru, Edgardo Giménez, Juan Stoppani, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Alfredo Rodríguez Arias y Roberto Plate, varios de los cuales compartían desde 1963 la vivienda-taller ubicada en la calle Pacheco de Melo 2952. En ese “alocado villorrio indio”, [1] según la definición de Alloway, montan sus propias muestras y espectáculos. Sin duda, sus producciones sintonizan con cierta sensibilidad asociada al pop (desparpajo y hedonismo, quiebre de las convenciones del “buen gusto”, citas y recursos de la industria cultural y la publicidad, empleo de materiales “bajos” y efímeros, expansión del arte hacia el terreno de la moda, el diseño, etcétera). Sin embargo, el teórico y animador de la vanguardia Oscar Masotta no parece coincidir con la optimista evaluación de Alloway. En lo que describe como “la pluralidad de proposiciones de los argentinos” no encuentra paralelos ni versiones del pop, sino diversos caminos que empiezan a delimitar lo que nombra –citando quizás a Pierre Restany– un “folklore” propio de la cultura de Buenos Aires. [2] Masotta elude designar como pop a nadie dentro del vasto conjunto de jóvenes creadores que sacudían como un sismo la escena artística local, y opta por nombrarlos como “los imagineros argentinos”.


Susana Salgado. Girasoles, 1966.

Un overol de trabajo, de pie, rígido y vacío –o mejor lleno de la ausencia de su habitual portador– en medio de una sala de exposiciones. Forma parte de la serie de mamelucos “pegoteados” que desde 1965 produjo el chileno Francisco Brugnoli, a partir de ropa de trabajo impregnada en pintura y plastificada. Des-habitados por asalariados fantasmales, los pegoteados devenían en signos metonímicos del anonimato de la clase trabajadora en la sociedad de masas. Para fabricar lo que llama “hechos de arte”, Brugnoli junto a Virginia Errázuriz reúnen desechos urbanos, plásticos, fragmentos de automóviles y máquinas. Reclaman al arte, en los intensos años previos al golpe de Estado de 1973, un “encuentro con un imaginario popular”; y toman como materia elementos de la iconografía popular, de sus juguetes y su vestimenta, así como productos de la sociedad de masas (gráfica, afiches e historietas). En un tránsito acelerado de la representación a la presentación de situaciones, se sitúan en tanto observadores y recolectores de situaciones cotidianas, sobre las que llaman la atención al recortarlas y resignificarlas, al colocarlas en otro contexto. Pretenden interpelar a un público más vasto y popular, al proyectarse fuera de los espacios de exhibición cerrados, y proponer instalaciones en espacios públicos, ferias, parques o calles. En su tiempo, reciben el mote de Brigada Mondrián, como contrapunto estético (y, a la vez, equiparación política) con brigadas muralistas como la Ramona Parra o la Inti Peredo, que pintan contemporáneamente los muros de la ciudad. Si la crítica periodística elige descalificar como pop estos y otros trabajos experimentales, Miguel Rojas Mix –Director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad popular– toma distancia de esta inclusión y habla de un nuevo “movimiento escultórico neofigurativo”.


Francisco Brugnoli. No se confíe, 1965 [Detalle].

Un globo de historieta parte de la boca de un campesino andino, con su chullo y su poncho, y un enorme dedo índice en primer plano que señala directamente al espectador mientras reclama enfático la adhesión a la causa revolucionaria porque “la reforma agraria te está devolviendo las tierras que te quitaron los gamonales”. Concluye con el imperativo en idioma quechua “¡Jatariy!” [¡Levántate!]. El tratamiento de la imagen es claramente deudor del sistema de puntos de los cuadros de Lichtenstein, quien a su vez reproduce la técnica de las historietas populares. Incluso parece citar la conocida imagen de Tío Sam convocando a los jóvenes a enrolarse imprecándolos con un “I want you”, con el mismo gesto imperativo de señalar al espectador para convocarlo a la acción, aunque por cierto se trate de una cruzada ideológica de signo contrario.

Es uno de los afiches en apoyo a la reforma agraria impulsada por el gobierno de Velasco Alvarado, que el artista peruano Jesús Ruiz Durand realiza a fines de los 60 para contribuir a la propaganda oficial de las medidas tomadas entre sectores campesinos. Así relata la experiencia Ruiz Durand:

“Algunos periodistas y artistas conformamos un pequeño equipo de comunicación que trataba de romper con el esquema tradicional de la rutinaria labor de una clásica oficina de relaciones públicas. [...] El denominador común de este grupo de comunicación fue más la amistad y el entusiasmo que una ideología política o concepción cultural compartida. [...] Se produjo no obstante un paquete de material de difusión y divulgación de los aspectos más relevantes de la Reforma Agraria, incluyendo un grupo de afiches”.

El historiador del arte Gustavo Buntinx considera que esta producción “radicaliza las premisas iconográficas del pop, reemplazando la imagen comercial por la de raigambre política”, [3] dando lugar a lo que el mismo Ruiz Durand denominó “una especie de pop achorado” (calificativo que –en la jerga coloquial peruana– significa desfachatado, insolente): una cruza inesperada entre la cultura masiva cosmopolita y el proceso social que atravesaba el mundo andino, sus imaginarios, sus urgencias.


Jesús Ruiz Durand. Afiches de la serie Reforma agraria, 1968-1973.

Hasta aquí, la alusión a tres casos que coexisten epocalmente, en tanto ocurren en la segunda mitad de los años 60 en distintos contextos de conmoción social y política en América Latina. En los tres –como en muchas otras producciones contemporáneas o posteriores– podrían señalarse fácilmente recursos técnicos, procedimientos, repertorios iconográficos, imaginarios vinculados a la cultura de masas que a todas luces establecen una relación inequívoca e inocultable con el pop norteamericano. A la vez, en los tres casos se evidencia el esfuerzo por renombrar lo que hacen, inventando una denominación que se despegue de la automática adscripción al pop. Sin embargo, sus citas evidentes a las multiplicaciones de imágenes de Warhol o a las máscaras de Segal o a la reelaboración de historietas en Lichtenstein, por mencionar afinidades precisas, podrían dar lugar a una lectura interpretativa en clave “derivativa”: apenas constataciones de la influencia pop en América Latina, meras repercusiones o apropiaciones de una corriente artística originada en un escenario central que deja sus secuelas tardías en la periferia. Aun cuando se piense como desvío o reelaboración, incluso como deglución antropofágica para producir otra cosa con lo asimilado, la reiteración del esquema binario centro-periferia para entender las producciones culturales en América Latina corre el riesgo de insistir en la unidireccionalidad de ese esquema, al rastrear las repercusiones del centro en la periferia bajo el signo de lo derivativo, la irradiación o la difusión hacia los márgenes de las tendencias artísticas internacionales (y a lo sumo, da cuenta de su distancia o diferencia en términos de exotismo o distorsión).

Quisiera ensayar aquí otra clave de lectura que se distancia radicalmente de esa matriz, que es la que suele signar la mayor parte de las narrativas acerca de las producciones artísticas ocurridas en el sur: pasar a asumir una posición “descentrada”, que afecte desde dónde pensamos nuestra propia condición desigual a la vez que indague qué porta el mismo centro de periférico. Trastornar nuestra mirada sobre el propio centro, incluso entendiéndolo no exclusivamente como posición geopolítica sino –como propone Nelly Richard– como “función-centro” en tanto “instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, [4] quebrando los parámetros y escalafones que constituyen su legalidad y administran sus relatos. Esto es, erosionar el orden binario sobre el que se funda y articula la diferenciación centro/periferia, dejando de asumirla como una dinámica estable y fatal.

Con el término descentrado quiero aludir, entonces, no solo a aquella posición desplazada del centro sino también a un centro que ya no se reconoce como tal, extrañado, turbado, que está fuera de su eje, que ha perdido sus certezas. O sea, observar la metrópoli desde un adentro que queda fuera de su relato (cuyos usos definen justamente qué queda adentro y qué afuera, qué es centro y qué periferia).

Es desde estos desplazamientos que formularé la pregunta sobre la presencia de afinidades pop en el arte producido en distintos países de América Latina, desde la década del 60 en adelante. El punto de partida no es, entonces, evidenciar las repercusiones del pop norteamericano en el resto del continente, ni tampoco demostrar las diferencias que con ese legado produjeron los latinoamericanos, sino lanzarnos a repensar los presupuestos más o menos estables que sobre el arte pop tenemos, desde la extrañeza que puede provocar la consideración de esos otros episodios.

Este argumento no intenta minimizar o pasar por alto las relaciones o los ecos que puedan establecerse entre escenas artísticas, que además muchas veces van más allá de la influencia y se aproximan, si se quiere, al saqueo vandálico. Pero limitarnos a señalar esas derivas dice poco no solo de lo que efectivamente está aconteciendo en una escena o en la otra, sino que limita la complejidad de nuestro análisis.

No se trata, creo, de abordar una experiencia para verificar una influencia o señalar su corrimiento respecto del canon, sino de considerar, al menos como hipótesis, las condiciones históricas específicas de su irrupción así como la potencia poética y política que desata y que puede afectar los modos en que indagamos, pensamos e historiamos el pop (a secas).

 

Notas

1. Lawrence Alloway, entrevista, en King, John. El Di Tella, Buenos Aires: Gaglianone, 1985, p. 114.
2. Masotta, Oscar. El pop art, Buenos Aires: Columba, 1967.
3. Buntinx, Gustavo. “Modernidades cosmopolita y andina en la vanguardia peruana”, en AA.VV., Cultura y política en los años ’60, Buenos Aires: Oficina de Publicaciones del CBC, 1997.
4. “La jerarquía del Centro no solo depende de que concentra las riquezas eco- nómicas y regula su distribución. Depende también de ciertas investiduras de autoridad que lo convierten en un polo de acumulación de la información y de transmutación del sentido, según pautas fijadas unilateralmente [...]. El ‘centro’ se recrea como función-centro en cualquiera de las instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, señala Nelly Richard. Cfr. “La puesta en esce- na internacional del arte latinoamericano: montaje, representación”, en AA. VV., Arte, historia e identidad en América Latina. Visiones comparativas, tomo III, México DF: Instituto de Investigaciones Estéticas - UNAM, 1994, pp. 1015-1016.

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Fragmentos del ensayo "¿Afinidades pop?", publicado originalmente en el catálogo de la exposición Andy Warhol. Mr. America, Buenos Aires: Malba, 2009.  


En 1966 Julio Le Parc representó a la Argentina en la 33ª Bienal de Venecia con más de cuarenta obras cinéticas y objetos manipulables. Según indican las reseñas de la prensa internacional, entre los 220 artistas de 37 países que conformaban la exhibición, la sala del argentino fue de las más visitadas, junto con la Tactile Chamber del japonés Ay-O. Contra las predicciones, que señalaban a Roy Lichtenstein como el favorito, Le Parc recibió el Gran Premio Internacional de Pintura, el mismo que Robert Rauschenberg había obtenido en la edición anterior de la bienal veneciana y que había desatado una oleada de antiamericanismo en la crítica europea en general y en la francesa en particular.

Una de las tantas notas periodísticas publicadas en los medios locales sobre este acontecimiento cultural se titulaba “Le Parc: un arte sin fronteras”. Para el articulista, las obras de Le Parc merecían ser pensadas por fuera de las fronteras de las naciones e incluso de los bordes de las Bellas Artes por diversas razones: en tanto "luz, color, movimiento e imágenes des-significadas” [1] que activaban la participación de un público amplio y difuminaban las diferencias entre creador y espectador; en tanto exponente de un lenguaje considerado universal; y puesto que el artista argentino trabajaba desde hacía ocho años en París y que formaba parte de un movimiento internacional. Sin embargo, como indicó Osiris Chierico en Confirmado, el inesperado premio se encabalgó en el mapa internacional de las artes visuales, delineado por la tensión entre París y Nueva York. La consagración del “arte sin fronteras” de Le Parc estuvo atravesada por divisiones políticas, líneas imaginarias pero no por eso menos intensas.

[...] El Gran Premio obtenido en la Bienal de Venecia de 1966 tensó al máximo, por un lado, las interpretaciones del cinetismo en términos de producción nacional y arte universal. Por otro lado, este reconocimiento individual también puso en tensión su consagración artística con su pertenencia colectiva tanto al conglomerado de artistas cinéticos, como a aquél de los artistas sudamericanos de París.

Si la pérdida de supremacía cultural de la capital francesa frente a Nueva York era un tema de discusión (y lamentos) desde la inmediata posguerra, la Bienal había sido una suerte de reducto (de gran visibilidad internacional) en donde la École de Paris mantenía su preeminencia: los premios de pintura a artistas no italianos de las ediciones de 1948 a 1962 habían sido asignados a Braque, Matisse, Dufy, Ernst, Villon, Tobey, Fautrier, Hartung y Mennesier. De allí que el Gran Premio de la Bienal de Venecia de 1964 otorgado a Rauschenberg señalara un punto cúlmine del reconocimiento internacional para el arte norteamericano y dejara a la vista las resistencias que esta avanzada despertaba en el viejo continente. [2] En este contexto, el premio a un “argentino de París” en la edición siguiente de la bienal trajo aparejada una serie de reposicionamientos.

Para algunos críticos franceses significó recuperar un espacio de visibilidad internacional (y el honor). Para la crítica estadounidense fue casi ofensivo: un ignoto artista argentino le robaba el premio al artista estrella de la galería neoyorkina Leo Castelli. Para los actores culturales locales, constituyó la coronación de los esfuerzos realizados en pos de la proyección internacional de un arte argentino que, en muchos casos, se desarrollaba en la diáspora. Luego de haber logrado el Gran Premio en escultura para Alicia Peñalba en la Bienal de San Pablo de 1961, y el Premio de Grabado y Dibujo para Antonio Berni en la Bienal de Venecia de 1962, el Gran Premio de Pintura de 1966, el reconocimiento de mayor prestigio internacional para las artes visuales, parecía indicar que la apuesta por el arte argentino se redoblaba. Y así como Berni tuvo una exposición antológica en el ITDT en 1965, Le Parc tuvo la suya en 1967, que resultó la más visitada en la historia del Centro de Artes Visuales.

El envío de Le Parc a la Bienal compendiaba sus investigaciones visuales y aquellas concernientes a la participación del espectador. El hecho de que se otorgara el Gran Premio de Pintura a un artista que no pintaba constituyó para Pierre Restany un signo de continuidad de la apertura que la Bienal había mostrado en la edición anterior al premiar a un pintor joven y renovador como Rauschenberg. Este episodio disparó discusiones con relación al sistema de premios que terminaron con la abolición de los mismos algunos años más tarde. En este sentido, 1966 aparece como un momento clave en que las autoridades de la Bienal se volcaron a revisar las categorías tradicionales con las que el certamen aún se manejaba. [3]

Al mismo tiempo, para Le Parc el premio veneciano tuvo ribetes problemáticos. El reconocimiento individual dejaba en segundo plano al trabajo colectivo en el contexto del GRAV y a la crítica institucional que, en términos de desmitificación del arte, pretendía plantear este arte participativo de formas inestables y de autor no siempre identificable. El premio de Le Parc contribuyó a motorizar la producción seriada de objetos de arte que tuvo su mayor auge alrededor de 1966. Los múltiples y el trabajo artístico colectivo estaban en el corazón del proyecto cinetista y la crítica institucional que pretendía montar: abandonar la idea de artista con mayúscula pero también el aura del objeto único. Así, no parece casual que el sociólogo francés Pierre Bourdieu definiera la noción de “campo artístico” ese mismo año. Nuestro análisis de la premiación veneciana incorpora, entonces, la figura del múltiple cinético y repone el contrapunto entre la experiencia callejera de Une Journée dans la rue (1966) y la convocatoria multitudinaria de la exposición de Le Parc organizada en 1967 en las salas porteñas del ITDT.

 

Notas

1. "Julio Le Parc: un arte sin fronteras", media sin identificar, 3 de julio de 1966. Archivo MNBA.
2. Véase Laurie J. Monahan, "Cultural cartography: American designs at the 1964 Venice Biennale", en Serge Guilbaut, Reconstructing Modernism: Art in New York, Paris, Montreal 1945-1964, Cambridge, MIT Press , 1992, pp. 369-416.
3. Francesca Franco, "Art and Democracy at the Venice Biennale 1966-2001", en Association of Art Historians Annual Conference, Tate Britain and Tate Modern, Londres, 2008, mimeo. 

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Fragmentos extraídos del capítulo 3 del libro Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta. Buenos Aires: Edhasa, 2013. Imagen: Julio Le Parc. Cercle en contorsion sur trame rouge, 1969.