Diario
Ensayos

Marguerite Duras
y el teatro de la voz

Por Walter Romero

A trece años de su muerte, Marguerite Duras (1914-1996) sigue interpelando por la novedad radical de su creación, por su escritura, por su presencia en la escena pública y por la importancia de su voz en el panorama no sólo narrativo sino artístico del siglo XX. Duras se constituyó en un referente sin par del pensamiento y de la creación de la Francia contemporánea. La singularidad del personaje se renueva a través de las contradicciones que han salido, por otra parte, a la luz, desde que la historiadora Laure Adler revisó algunos enigmas en torno de la participación de la escritora en ciertos momentos de la historia francesa como protagonista de acontecimientos capitales: su entrada en la Resistencia en 1943, su militancia comunista a partir de 1944 y su exclusión en 1950 a causa de su “independencia de espíritu”, su movilización contra la guerra de Argelia y sus “vaivenes” asociados al colonialismo, su actitud contra “el poder gaullista”, su participación en los sucesos de mayo del 68 y su rechazo al feminismo. Contestataria e individualista, creerá por su parte en una utopía colectiva y quedará signada por la experiencia del Holocausto y la deportación de su marido, Robert Antelme, hasta transformarse en conciencia del genocidio judío a pesar de su asistencia al aparato censor alemán y la ambigua relación que mantuvo con un agente de la Gestapo.

Duras es reconocida por el registro minucioso e inapelable de una intimidad que “se representa” hasta en sus más mínimos repliegues, a través de una micro-política de indagación del secreto y de lo cotidiano, que se exaspera en los avatares existenciales que provocan atmósferas caniculares o de ominosa oscuridad. Desde La impudicia (1943) hasta Esto es todo (1995), su producción atraviesa múltiples géneros, lo que coloca esta categoría, enteramente descentrada, en uno de sus mayores tembladerales, con cruces escandalosos que lejos de ser meras trasposiciones, parecen ser maleables dispositivos de adecuación discursiva. En Duras, las historias migran en soportes que entiende como trágicos y dinámicos: extensión de una mínima fábula, de una sencilla y pequeña anécdota que se vuelve filme, texto, imagen, artículo. De la novela al teatro, del ensayo al cine, todos parecen explorar la infinita complejidad del deseo. Su literatura dialoga como pocas con el psicoanálisis en la ficcionalización de estados de la mente, de latencias de la vigilia o de estados de locura. Su prosa innovadora y musical, hecha de un tratamiento de cincelado, con usos recursivos de la elipsis, con un dominio muy inusual de los ritmos y de los cierres, está hecha de cesuras que intentan suturar un entramado difuso y siempre en estado de perpetua consolidación.

Tildada de intelectual, a pesar de su trabajada limpidez y de su enrevesada elocución, en la dialéctica paradojal que anida en su escritura, sus sintagmas de naturaleza conjetural, parecen desprendimientos o coágulos de un mitologema deshilachado, cuyos textos no son casi nunca tributarios de la comunicación que garantizan. Con paisajes de Indochina o de Saint Benoit, de las orillas lejanas de la infancia a la conciencia siempre presente de la desaparición, la escritura y la vida de Duras se imbrican en un corpus que aún hoy, con protocolos de lectura posiblemente más dispuestos a su poética, suscita enormes resistencias.

Durante la “constitución” del nouveau roman, ellá dirá: “Yo no formo parte” o “El nouveau roman está tullido de consignas”; y desde sus primeras novelas y piezas se encargó de construir una obra que en sus “tramos” iniciales –del 60 al 83– contemporiza con el grupo Tel Quel al poner “en escena” de manera ejemplar la práctica de la escritura textual.

La exhibición del problema de la escritura está en la base de muchas de sus preocupaciones: “Yo escribo todo el tiempo, incluso cuando duermo”. La escritura, para Duras, es el sustituto de la muerte, y, muy cerca de la noción de l’écriture del desastre definida por Blanchot, promulga: “Escribir es matarse pero no mediante la muerte”. Duras da cuenta a través de la escritura de la marcha del discurso que irremediablemente ya empezó. Así, de un texto a otro, podemos articular un relato plagado de profusas reflexiones metatextuales. La utilización ejemplar del fragmento –suerte de células narrativas que Duras hilvana una a otra como islotes en un mar de silencios– es del orden de la fulguración, del éxtasis del pensamiento o de la captación de un instante.

La obra de Duras –que gira alrededor del amor, la escritura y la representación– tiene en la figura de la mujer y en el problema de la voz dos ejes vitales de los procesos de subjetivación y desubjetivación del siglo XX. La mujer aparece encarnada en un puñado de personajes o de “fantasmas” inolvidables y de difícil emulación: en primer lugar, ese “ella” se manifiesta en todas las ella que aparecen en sus obras y, por supuesto, en la tríada de personajes –muchos de ellos recurrentes– constituida por la mendiga, Anne-Marie Stretter y Lol V. Stein, que bien pueden formar un amasijo de errancia, amor y locura. La diferencia trágica entre hombre y mujer o la idea de no poder escapar de ese “determinismo” orientan toda la sensibilidad durasiana.

Duras adquirió fama en 1958 por el guion de Hiroshima, mon amour, filme de Alain Resnais, y por el éxito de su nouvelle Moderato Cantabile. De su extensa producción narrativa cabe destacar El square (1955), Los caballitos de Tarquinia (1953), El arrebato de Lol V. Stein (1964) y la mundialmente célebre El amante (1984).

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Publicado originalmente en el libro Panorama de la literatura francesa contemporánea. Buenos Aires: Editorial Santiago Arcos, 2010. 

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