29.09.2022

Sobre el partir

Por Andrés Barba

Parece agotado ya cuanto puede decirse sobre el partir o el marcharse. Como si todas las instancias en las que alguien se ha visto obligado a abandonar un lugar, todas sus fórmulas: guerra, hambre, deseo de prosperidad, de aventura, traición, delito, enfermedad… hubiesen sido enunciadas y el mero hablar del partir fuese caer en un cliché. Quien se marcha lo hace, como estas tres figuras primorosamente dibujadas por Héctor Poleo, porque no puede seguir donde está. Porque no le dejan. Porque no debe. Porque no lo desea. Y el mismo momento de partir implica ya estar en otra parte; se está aún aquí, pero perteneciendo a otro lugar, a otro mundo.

Como todos los gestos-puente, partir es el punto equidistante entre dos reinos fuera de la realidad: el que se abandona y aquel al que aún no se ha llegado. El que se abandona porque ya no tiene influencia sobre nosotros, el que aún no se ha llegado porque, por desconocido, aún no tiene ningún poder. El primero es un fantasma, el segundo, solo un concepto. De ahí la condición trágica del tiempo de los seres humanos, comparada tantas veces con la de una partida perpetua: vivimos inevitablemente acorralados entre lo que ya no somos y lo que no somos todavía. El presente, la realidad, eso que supuestamente somos con más fiereza, no es más que la sensación etérea, siempre lábil y difícil de percibir, el fantasma que se encuentra entre dos ficciones: el pasado y el futuro.

Pero eso no explica toda la extrañeza del partir. Porque quien parte, no olvida nunca mirar lo que abandona. Hasta quien evita mirar -como parece que hacen las figuras de Hector Poleo- está mirando, mirando el recuerdo, mirando aquello de lo que no quiere despedirse, y cae así doblemente en el gesto que pretende evitar. Mirar y partir son dos gestos inevitablemente consecutivos. Quien se haya visto reflejado en la mirada de un moribundo, un moribundo que nos quiere, entenderá lo que digo. El moribundo mira al que abandona con amor, pero también cosificándolo. Lo rescata para llevárselo consigo, pero a un lugar al que el vivo ya no puede acompañarle. El vivo evita mirar al moribundo, pero lo mira doblemente, niega lo que es en aras de lo que fue, porque lo que es en ese momento, ya no le ayuda a vivir. Tal vez por eso los vivos tenemos miedo a la mirada de los moribundos; quién sabe hasta dónde podrían arrastrarnos. Tal vez por eso los moribundos ya no pueden vernos del todo a los vivos: estamos demasiado inmóviles para ellos, que parten.

Pero partir, abandonar un lugar, a una persona, más que condenarlo al pasado, es neutralizarlo. El lugar queda en un tiempo oscuro y sin influencia. Desde ahora estará siempre en nuestra imaginación como perdido. Y nosotros, que seguimos en marcha, percibiremos ese lugar como si estuviera anclado. Los lugares y personas a los que hemos abandonado, pertenecen ya para siempre al terreno de la necesidad. No pueden dejar de estar donde están. Y esa es la nueva paradoja de la partida: nosotros, que los habíamos abandonado para sentir por encima de todo nuestra propia importancia, nos sentimos inevitablemente aleatorios e intercambiables frente a esos lugares y personas necesarias. Nosotros podremos ser otros, ellos no dejarán de ser nunca lo que son.

De ahí que el miedo esté en la partida como la pesadez en las piedras. Quien parte, huye necesariamente. Del lugar del que parte, de sus enemigos, pero no menos de sí mismo: de la persona que él mismo fue en ese lugar. Como ya no tenemos testigos, el partir nos perdona tener que seguir siendo quienes somos. Partimos para descansar de esa persona en la que estamos atrapados. Tenemos la esperanza de que, sin testigos molestos, podremos convertirnos en otra criatura luminosa que no hemos logrado ser aún. En ese sentido, tras el miedo, partir implica siempre un estado de gracia: una liviandad. Incluso aunque la partida fuera una humillación, sería una humillación que ha terminado. Spinoza lo llamaba alegría, amor a lo real. Y la alegría es un sentimiento confesable solo a medias, un sentimiento irracional, que nos invade.

Buena parte de esa alegría del partir viene también, me parece, de haberse librado de lo innecesario. Y es que quien parte se ha visto obligado a abandonar muchas cosas, cosas de las que ha dependido mucho tiempo, pero que ya son demasiadas como para cargar con ellas. Quien parte ha de cruzar necesariamente el trance de distinguir lo esencial de lo aleatorio. Una ecuación a la que se añade siempre el factor de nuestra propia fuerza. Cargamos -literalmente- con lo que podemos cargar. Héctor Poleo lo hiperconcentra en su cuadro en ese bultito morado que lleva el personaje central. Un bultito morado que tal vez esconde algo de comer, lo necesario para el viaje o quizá lo único valioso, como esos saquitos con monedas a los que murieron abrazadas las personas que huían de Pompeya cuando estalló el Vesubio: el fruto de una vida de trabajo, los ahorros. Que cada cual examine su corazón en la partida y decida qué es esencial y qué prescindible. Se llevará más de una sorpresa.

Y también otro acierto maravilloso de este cuadro; los pies descalzos. Es como si toda la honestidad de esos personajes residiera misteriosamente allí. Si hubiesen estado calzados tal vez habríamos podido sospechar de ellos. Descalzos no. Sobre todo cuando su andar descalzos no es una cuestión de pobreza, como demuestran sus vestidos, sino una especie de elección moral. A la inversa, el curupí, esa bestia de la mitología misionera que viola a las muchachas, tiene los pies hacia atrás: para despistar a quien le persigue. Con los talones hacia adelante y los dedos hacia atrás, las huellas del curupí son siempre engañosas, porque él mismo es una criatura que precisa del engaño para lograr sus propósitos. Estos tres personajes, sin embargo, misteriosa y maravillosamente descalzos, nos hacen sentir a nosotros mismos la textura de la tierra en nuestros pies. Como dijo Suan Tzu: “Alcé la mano para saludar al pájaro en el arbusto y sentí la forma del saludo en la palma de mi mano”. Los gestos colmados de autenticidad, siempre acaban volviéndose de alguna manera sobre sí mismos, haciéndose autorreferenciales. Y así el cuadro de Hector Poleo se convierte inevitablemente en reflejo de todas las veces que hemos partido, de las que partiremos todavía. Quien no está atado a ninguna cosa, a ningún lugar, está también por encima de toda pérdida.

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Laura Fernández, Luis Sagasti y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Héctor Poleo. Tres figuras en marcha, 1943. Colección Malba.

 

 


29.09.2022

Tres noches

Por Laura Fernández

La señorita Strangeworth, Adela Jack Strangeworth, tenía un único ojo, y la sensación de que nadie iba a entenderla nunca. No porque tuviera un único ojo. Después de todo, tener un único ojo era corriente en el lugar del que procedía. El lugar del que procedía era un lugar llamado Small John. En Small John, un pequeño planeta de anotadores con, a veces, pequeñas colecciones de ojos, su madre recibía cartas en las que Adela Jack decía que tenía su propio número en el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman.

Pero no era cierto.

Adela Jack decía que su número consistía en salir a la pista, porque, por supuesto, en el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman había una pista, y anotar lo que iba a ocurrir. Y lo que iba a ocurrir, ocurría. ¿Que cómo lo hacía? Oh, quién sabía cómo, Adela Jack invocaba, al escribir, una voz que, mientras anotaba, narraba aquello que se estaba anotando, y mágicamente, aquello que se estaba anotando, pasaba. Los personajes allí reunidos, en realidad, sólo algunos, afortunados, de los cientos, miles, de espectadores del Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman, despertaban a una vida que no era su vida. Era otra vida. Y pensaban, mágicamente, lo que Adela Jack había decidido que debían pensar, y eran, por completo, otros. Recordaban una vida que no habían vivido y que, cuando cruzasen el umbral enlonado del Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman, no sería más que un recuerdo.

El recuerdo de un habitante de su propio cerebro.

Un ser imaginario que habría vivido más y mejor que ellos mismos.

Por eso había quien rehuía, decía Adela Jack, el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman. Porque tenía miedo de no volver a ser el mismo. Pues nada, y mucho menos la propia vida, podía superar en intensidad aquello que un anotador imaginaba.

La madre de Adela Jack respondía entusiasmada aquellas cartas. (QUERIDA HIJA), decía, (TUS PADRES Y YO ESTAMOS ANOTÁNDOLO TODO, Y LA DIMINUTA ADELA JACK NOS DA UNA IDEA DE LO ESTÁ OCURRIENDO Y SI NO PODEMOS LLEGAR A IMAGINARLO CON CLARIDAD ES PORQUE PARECE QUE ELLA TIENE PROBLEMAS PARA INTEPRETARLO PERO TAL VEZ SEA QUE NOSOTROS NO ANOTAMOS COMO ES DEBIDO, QUERIDA HIJA, PERDÓNANOS, Y SIGUE CONTÁNDONOS). Su madre, y sus padres, anotadores retirados, se fingían orgullosos de ella, pero sabían que algo iba mal, porque aquella Adela Jack diminuta con la que trataban de imaginar cómo era su vida allí, en el sombrío Charles Francis Hall, tropezaba todo el tiempo. En el Manual de Anotadores aquello sólo podía significar una cosa: que Adela Jack mentía.

Y así era.

Porque Adela Jack, la señorita Strangeworth, no había sido contratada por el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman sino por Eleanor Fulbert, la excéntrica propietaria de un motel llamado Tres Noches, y conocido como Paraíso Fulbert. A aquel motel, el Paraíso Fulbert, acudían parejas, y colecciones de amantes de toda la galaxia, oh, acudían desde gigantescos y voluptuosos pulpos hasta famosas lechuzas antropomórficas y delicados cachorros de seductores leones, de brillante y esponjosa melena y miembros desproporcionados. Lo que hacían allí, era, por supuesto, aparearse. De tantas y tan distintas formas como (UH) (AH) (SÍ) el único ojo de la señorita Strangeworth, Adela Jack, pareja de humanos ocurre algo distinto, puede viajar con ellos con fortuna aquella pareja la convertiría en su Anotadora, y a condenaría a no ser otra cosa que un reflejo de (UH) (AH) (SÍ) palabras.

 

Dígame, ¿qué canastos es eso?
No, dígame usted, ¿qué hace aquí?
¿Yo?
Usted, señorita.
No sé si soy una señorita, señor.
Yo tampoco sé si soy un señor.
¿No?
No.
Bien, porque yo no estoy aquí, en realidad.
Oh, yo tampoco.
Pero ellos sí.
Sí. Ellos sí.
No me gusta esa habitación.
No.
Es triste.
Sí.
La mujer parece triste.
¿Qué mujer?
La mujer de las cigüeñas.
¿Qué mujer de las cigüeñas?
¿No puede verla?
El hombre está gimiendo.
No me refiero a esa mujer.
¿No?
No. Me refiero a la otra mujer.
Está mirando.
Sí. Pero no está mirando en realidad. Está pensando en cigüeñas.
¿Por qué iba a estar pensando en cigüeñas?
No lo sé. Está pensando en criar cigüeñas. Quiere construir un campanario. La mujer tiene un jardín. Vive lejos. En la clase de sitios en la que los jardines existen. No le gusta esa habitación. A lo mejor ni siquiera está ahí. Como nosotros, que no estamos aquí, pero estamos aquí. ¿Por qué estamos aquí?
No lo sé.
A lo mejor nada de esto existiría si no estuviéramos aquí.
No lo sé.
Una vez me subí a un avión.
¿En qué cree usted que piensa el hombre?
El hombre no piensa. Y no soy usted, soy yo.
Usted.
Yo. Sí. En el avión, alguien preguntó si había un médico a bordo.
Es de noche ahí fuera.
Siempre es de noche en algún lugar.
Pero no sabemos dónde está ese lugar.
No.
No.
Levanté la mano.
¿Disculpe?
En el avión, levanté la mano. Dije que yo era médico. ¿Qué me impedía hacerlo? Lo hice porque podía hacerlo. Y no estuvo bien. O a lo mejor estuvo bien. ¿Crees que estuvo bien?
No lo sé.
Yo tampoco.
¿Se salvó?
¿Quién?
La mujer.
¿Qué mujer?
La mujer del avión.
No he dicho que fuera una mujer.
No.
No sé si salvó. A lo mejor no. A lo mejor esa mujer tampoco se salva.
¿Qué mujer?
La mujer de ahí dentro.
¿Cuál de las dos?
Ninguna de las dos.
¿Y él?
Él no importa.
Son tres.
Sí.

 

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Luis Sagasti y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Guillermo Kuitca. Tres noches, 1986. Colección Eduardo F. Costantini.

 

 


29.09.2022

Ícono

Por Luis Sagasti

Pareciera que no hay manera de imaginar a los ciudadanos de otros mundos sino como seres adelantados a nosotros, dueños de una ciencia fecunda en prodigios y una tecnología pulcra, acerada, minuciosa. A partir de aquí deseos y temores bordan dos telas posibles: o bien los visitantes se presentan en estado de conquista vikinga o bien resultan ser luminosas encarnaciones angélicas cuyo propósito no es otro que el de cuidarnos de nosotros mismos. Sean cuales fueren sus intenciones, siempre nos los figuramos en tránsito, como si solamente pudieran habitar dentro de sus formidables cosmonaves (de los yaganes del sur de Tierra del Fuego se decía que rara vez abandonaban sus canoas). Y cuando los hemos pintado en sus propios planetas -y ahí hay un puñado de films clase B de los años cincuenta y sesenta que lo constatan- la escenografía incluye volcanes en erupción, dinosaurios, matriarcados feroces, y como si esta gente no tuviera mucho con su apocalipsis en ciernes, allí llega nuestra expedición con trajes plateados y armas laser. Una suerte de postre Balcarce: chocolate, crema, durazno, merengue, dulce de leche… tantos ingredientes juntos no pueden sino empalagar. Menos frecuente es imaginar mundos apenas un poco más atrasados que el nuestro o mundos instalados en su propia Edad Antigua. Planetas donde sus hombres construyen con nuestro sol una piadosa constelación de un extraño animal al cual elevan sus plegarias.

Sin duda mucha de la mitología fue compuesta como una suerte de regla nemotécnica para así poder recordar la serie de constelaciones que habrían de guiar a los viajeros del mar y los desiertos. Porque no es difícil dibujar con tinta de estrellas, lo difícil es acordarse de lo dibujado. No deja de ser sugestivo que historias crueles, y muy a menudo monstruosas, hayan tenido como función reconocer la ruta directa que llevaba a la calidez del hogar. Dioses, semidioses y titanes comportándose como verdaderos niños lunáticos solo para que podamos volver a casa de una vez por todas. Historias excesivas, inalterables, allá en el cielo, inscriptas en las líneas rectas que unen las estrellas, como esos moldes de los tejidos en las revistas que solo una madre podía descifrar. Nosotros, los errantes, habitamos una ignota pintura de luz que orienta a navegantes perdidos del otro lado de la noche. En su momento ellos, sordos e indiferentes a nuestros temores, también nos han guiado con indolencia. Pero si en otros mundos leen en nuestra constelación una historia desaforada, no estarían muy errados. Puro sonido y furia somos aquí abajo.

A menudo lo monstruoso de nuestra conducta no tiene origen sino en algo que vino del cielo y que al cielo quiere llegar: el oro. Todo el oro que hay en la superficie de la Tierra puede agruparse en un cubo de casi veintidós metros por lado. Nada más. Es todo lo que hay. Y el treinta por ciento lo tiene la Iglesia Católica. El oro vino del cielo, literalmente. Cuando la Tierra tenía unos doscientos millones de años recibió una lluvia de meteoritos. Nuestro planeta era aún más bien una espesa sopa; el hierro fundido se hundió hacia el centro y en su caída arrastró a los metales preciosos llegados del espacio. Y allí quedó el oro, latiendo inalcanzable, hasta que cada tanto alguna erupción volcánica se encarga de traerlo desde el manto de la Tierra a la superficie. Un intento geológico de regresar al cielo lo que al cielo pertenece.

Y las historias que contamos escrutando la noche quieren dar cuenta de cómo hemos conseguido nuestro vellocino de oro.

Es imposible retener lo curvo; por más esfuerzo que se haga, nadie logra recordar un cuadro de Jackson Pollock y sí, en cambio, uno de Mondrian. Del primero nos queda una impresión cromática, una niebla dura surcada por latigazos. Y si pretendemos recordar algunos fragmentos veremos que ninguno de ellos corresponderá con el original aunque bien puede integrarlo. Las escenas impetuosas de los relatos, los mil infortunios contra los que lucha un héroe, son un mantel bordado por Mondrian que extendemos en el cielo (la mesa puesta para el festín del regreso). Y así como en la naturaleza se encuentra un número finito de elementos químicos, no hay más que un puñado de variables casi matemáticas con las que podemos narrar escenas e incidentes. Cambian, sí, los pelajes de los animales, las pruebas a realizar, la trayectoria de un regreso. ¿O acaso es posible que exista una civilización cuyo relato obedezca a otros patrones?, ¿seremos protagonistas de fábulas inconcebibles? Lo que circula por el cielo, entonces, es un puñado de historias que pasan de un planeta a otro, como si las estrellas fueran los puntos y líneas de un telégrafo. Las únicas historias que caben escribir en el cielo son las que terminan bien, las que marcan el regreso. Después de todo, las constelaciones no son otra cosa que faros sin párpados.

Y ese es el contacto verdadero que tenemos con seres de otros mundos, si acaso los hubiera. Dioses y héroes que no saben de su condición, migran por el espacio a través de un relato caprichoso. Y así cumplen su función.
En 1973 la sonda Voyager envió al espacio una serie de sonidos y saludos en todos los idiomas de la Tierra. Llegarán a destino dentro de cuarenta mil años y otros tanto habrá que aguardar por alguna posible respuesta. Los constructores y arquitectos de las catedrales góticas trabajaban sabiendo que nunca verían el resultado de su acción. También sabían que nadie recordaría sus nombres. El zen en el arte de la radioastronomía: lo de veras importante fue mandar el mensaje, no aguardar una respuesta. No solo eso, saludamos sin saber si hay alguien del otro lado. Y no con un hola dicho con temor y temblor, un hola con eco, en la puerta de una habitación oscura. No; hay esperanza y alegría en nuestra voz. Un saludo que mandamos a los dioses allá arriba en gratitud por habernos orientando, un saludo que dice: hemos llegado a casa, hemos llegado bien. Y acá entregamos esta música como ofrenda.
El arquitecto anónimo de Chartres, de Notre Dame, uniendo en el plano puntos y líneas para que no se caiga lo que se eleva a los cielos. Trayectos geométricos, ecuaciones. Qué se ha hecho de esos planos? Sabemos que en un monasterio español se encontraron los de la catedral de Sevilla; se trata en verdad de una copia del original. Y si se lo mira, es una constelación hecha por Mondrian, Es la única manera de que el cielo no se venga abajo.

Jamás podremos saber qué formamos desde tan lejos. Qué clase de dioses somos.
Pero tampoco sabemos qué destino hemos ayudado a construir con nuestras palabras, esas dichas al azar, como al descuido, prontamente olvidadas. Y cuántos nos han ayudado en su indiferencia.
De qué relato ejemplar formamos parte.
Dejamos cicatrices.
Nos alzamos en la oscuridad de los otros sin saludar ni pedir permiso.

Mucho antes de que el mensaje del Voyager llegue a destino el último cristiano sobre la Tierra cenará por última vez (¿qué comerá, en qué lengua hablará?). Nada sabemos de quienes celebraron la última ceremonia a Zeus la noche antes de que el Monte Olimpo regresara a la geología. Tampoco podemos responder algunas preguntas fundamentales: ¿qué soñaron los doce apóstoles cuando Cristo les pidió que pasaran la noche en vela junto a él? ¿Qué hizo la Virgen María con los regalos de los reyes magos? Más que en la altisonancia de ciertas escenas es en lo nimio donde lo verdadero -algo tan distinto de la Verdad- abre sus puertas.

Y el abuelo señala una pequeña lucecita en la noche y le dice al nieto: hay un planeta orbitando alrededor de esa estrella. Y en este momento, continúa, en ese planeta, un abuelo señala a nuestro sol, que es apenas una chispa para ellos, y le dice a su nieto: hay un planeta orbitando alrededor de esa estrella y en ese momento….

En Starman David Bowie imaginó a un extraterrestre que tenía intención de visitarnos pero no se animaba a descender. Eso sí, enviaba un mensaje muy claro: dejen que los niños bailen. Hay algo mas para decir?

 

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Laura Fernández y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Remedios Varo. Ícono, 1945. Colección Malba.


29.09.2022

9 sobrevivientes

Por Jazmina Barrera

No quería escribir sobre 9 sobrevivientes. Me mandaron la fotografía de la obra y la del texto de sala, y confundí el texto de sala con la cédula de la obra y a raíz de esa confusión deduje que se trataba de una especie de pieza colectiva rarísima, con un contexto para mí incomprensible y me ofusqué. Además no me gusta escribir sobre obras visuales que nunca he visto en persona. Mi madre es pintora y una de las ideas fijas que me repitió hasta el cansancio es que la pintura es materia. Ninguna reproducción fotográfica puede imitar la textura, el relieve, los matices de color, transparencia y opacidad que se revelan con nuestros movimientos o con los cambios de luz cuando observamos una pintura. De la presencia del lienzo a su fotografía se pierden demasiados datos. Lo mismo es válido para una obra como esta en que se reúnen diferentes técnicas como el collage, el dibujo y el estampado, sobre un soporte que se plisa. La fotografía oculta o disimula detalles que parecen superfluos pero son cruciales. Por ejemplo: el tamaño. Cuando me enviaron la fotografía de 9 sobrevivientes quise saber sus dimensiones. Las imágenes parecían estar estampadas (o impresas) en tinta azul, sobre una especie de papel café y ese papel, según se apreciaba en otra imagen, había estado doblado y metido en un sobre. Así que quizás medía lo que un sobre tamaño carta. Eventualmente deduje mi confusión y di con la verdadera cédula, que no decía nada sobre las medidas. Internet me arrojó la obra mil veces y en una de esas encontré una foto de la obra expuesta, que me daba una idea de su proporción, porque estaba frente a una persona. Era una pieza enorme. Es una pieza enorme, pero en ese momento lo dudé, porque parecía haber varias reproducciones de la misma pintura en diversos sitios y quizá tenían tamaños diferentes. En el MoMa, por ejemplo, se llama 8 sobrevivientes, y no 9, una pieza casi idéntica a esta.

No quería, pero decidí escribir sobre esta obra que no conozco —que estoy conociendo en este instante— sin más remedio que escribir —como siempre, en realidad— un poco a ciegas, pero con algunos datos.
El primer dato es que tengo razón. En esta obra la materia importa. Para Eugenio Dittborn era relevante, fundamental incluso, que el papel reflejara el maltrato que padeció durante su viaje. Dittborn llamó a esta serie suya “Envíos”, un conjunto de sobres vivientes que exponen en sus marcas y en sus cicatrices su historia. Y su historia es una de sobrevivencia, porque sobrevivieron a la dictadura chilena. Ese era uno de los motivos de Dittborn para hacer bien portátiles estas pinturas, que pudieran escapar a la vigilancia y la censura del régimen de Pinochet. Los dobleces, las rasgaduras, todas las imperfecciones del papel son heridas, llagas y costras que simbolizan el daño que sufrieron las personas representadas en esta pintura y tantas otras en las mismas circunstancias. La violencia de la dictadura sobre las vidas y sobre el arte.
Estas marcas son un símbolo, pero también son la intervención del azar sobre la obra: si hay más de una pintura igual en esta serie, los distintos sobres con las direcciones de envío y las huellas particulares de cada viaje son como las cicatrices y las marcas de sol que cuentan historias distintas en los cuerpos de un par de gemelos.

Otro dato que encuentro en internet: el papel, es papel de carnicería: papel hecho para doblarse, para envolver la carne, así como este papel envuelve a estas mujeres que fueron tratadas como carne, así como este papel envuelve la carne de la memoria.

Los datos más evidentes: en tinta azul, de arriba abajo están las fotografías de dos mujeres selknam, del sur de Chile; dos dibujos de mujeres; dos fotografías de identificación de mujeres posiblemente presas. Dos fotografías de cráneos que conservan todavía largas cabelleras y tocados. Abajo a la izquierda, el fragmento de un artículo de El Mercurio donde una mujer relata lo que pasaba por su mente mientras era torturada. Y la traducción de ese fragmento al inglés, arriba a la derecha.

¿Qué tantas cosas significa sobrevivir? Aunque es siempre sabio desconfiar de los diccionarios, busco el dato en uno, que dice: vivir después de la muerte de otra persona o de un determinado suceso, vivir con escasos medios o en condiciones adversas, permanecer en el tiempo, perdurar. Las mujeres selknam aquí retratadas quizás sobrevivieron a la matanza de su pueblo a manos de los estancieros ingleses o de otras colonias, podrían haber sobrevivido también a las pestes o a la evangelización de los misioneros de cualquier denominación cristiana. Las ladronas, sobreviven quizás así, robando, a la miseria y al hambre. Y las fotografías de todas ellas sobreviven a la violencia misma de la foto, que, dice Enrique Lihn, las estereotipa y las degrada una vez más “a condición de cosa”. La mujer del Mercurio sobrevivió a una tortura brutal, seguramente de la dictadura, y las cabelleras en los cráneos sobreviven, es decir perduran, más allá de la vida de esas mujeres que solían peinarlas. Los dibujos quién sabe. Ese dato me falta. Me imagino que serán retratos, que, como tantas veces pasa, sobrevivieron a las mujeres que retrataban.

9 sobrevivientes: Perséfones que bajaron al inframundo y luego surgieron, con el recuerdo de una serpiente, la soledad más absoluta, un chiste y una risa que las mantuvo con vida. O que se quedaron abajo, o adentro, y nos dejaron su imagen o la imagen por lo menos de su cráneo y su cabello.

Dato curioso: El relato de la mujer torturada es de Cauquenes, un lugar del Maule Chileno donde viven los cauquenes, aves majestuosas que migran (penúltimo dato) hasta 2700 kilómetros todos los años, de sur a norte y de norte a sur, de este a oeste y de oeste a este, cruzando la frontera entre Chile y Argentina, como la cruzó este sobre sobreviviente, para contar en otros territorios la vida y la muerte de estas mujeres.

No quería escribir sobre 9 sobrevivientes porque apenas las conozco, porque no soy de Chile y estoy segura de que me faltan muchos datos y tenía muy poco tiempo para buscarlos. Pero decidí sí hacerlo. ¿Y cómo no hacerlo?, si vivo en un país con más de 100,000 personas desaparecidas y muchísimos, aunque pocos al fin, sobrevivientes de una historia de violencia interminable. Algo tenía que decir en este hermoso país al que me invitan, en este país que por desgracia entiende demasiado bien de lo que estoy hablando. Algo debería poder decir de la sobrevivencia, los sobrevivientes, viniendo de donde vengo, y sin embargo encuentro que no, porque ese dato, esa cifra rotunda e inexacta, esos 100,000 me dejan siempre sin palabras.

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Laura Fernández y Luis Sagasti, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Eugenio Dittborn. Nueve sobrevivientes, 1986-2007. Colección Eduardo F. Costantini


Pensar los efectos de la imagen se ha vuelto una tarea indispensable en la teoría del arte y, en general, en la de la cultura. [1] Eso es comprensible: la mirada colapsa ante la avalancha de tecno-imágenes disparadas por el sistema hegemónico de la información, la publicidad y el espectáculo; resulta, pues, oportuno que el pensamiento se ocupe de trabajar el impacto que produce esta metástasis de la imagen sobre la visualidad contemporánea. También resulta necesario identificar otros regímenes imaginarios que se mueven mezclados, cruzados o independientes de los torrentes que inundan la escena visual contemporánea. Identificar imágenes diferentes: poéticas, estéticas, críticas, políticas. Imágenes, sean o no artísticas, atentas a la realidad de los hechos o perturbadas por los retumbos lejanos del sentido o las regiones nocturnas que acechan más allá del alcance del lenguaje.

Este texto busca confrontar aquella tarea con perspectivas facilitadas por culturas radicalmente diferentes. Considerando las restricciones relativas a su extensión, se exponen casos muy puntuales, segmentados de complejas conformaciones mítico-rituales. Las mismas corresponden a pueblos indígenas del Paraguay que, ubicados al margen del pensamiento eurooccidental, coinciden con este en algunos puntos inesperados relativos a los alcances de ciertas imágenes. Se trata de dos etnias, la guaraní y la ishir, provistas de cierta autonomía cultural en relación con la sociedad nacional y fuertemente condicionadas por concepciones del mundo, sensibilidades y formas de vivir tradicionales. Pueblos acosados por el saqueo de sus territorios ancestrales y el asedio de los modelos culturales hegemónicos: grupos de hombres y mujeres que, en el límite de la sobrevivencia étnica, siguen iluminando sus mundos menguados, inmensos, con los relámpagos de imágenes capaces de hacer vislumbrar rumbos posibles de sentido. Todas las referencias acerca de estos grupos que no aparecen atribuidas a otros autores corresponden a informaciones recogidas personalmente en distintos trabajos de campo. [2]

Así, este artículo no pretende desarrollar una antropología de la imagen, sino recalcar determinadas figuras cuyo análisis puede aportar otras perspectivas a la discusión sobre los efectos de la imagen contemporánea. [3] Aunque los guaraní y los ishir [4] conocen el término “imagen”, lo emplean con sentidos y repercusiones muy diferentes. Por lo general, los encuadres míticos, mágicos y rituales que condicionan las figuras y los conceptos indígenas generan retóricas particulares cuya traducción exacta sonaría muy extraña en términos occidentales. El problema que generan las acepciones y alcances de las palabras en lenguajes y, más aún, en sistemas culturales extraños lleva a forzar, inevitablemente, las traducciones y equivalencias. Pero el concepto contemporáneo de la imagen, favorecedor de paradojas, desplazamientos y diferencias, se presta al desafío de ser pensado desde lugares y, aun desde significados, profundamente extraños entre sí.


Sheroanawe Hakhiiwe. Hihiipere himo wamou wei / Estos árboles dan frutas para comer, 2018.

Por otra parte, ciertas casualidades, propias del devenir cultural, provocan cruces azarosos entre dimensiones muy distintas de la contemporaneidad. Las culturas indígenas que analizaremos carecen del lastre metafísico que compromete el curso del pensamiento occidental; no están organizadas a partir de las ideas de sustancia y fundamento ni se desarrollan mediante dicotomías binarias que enfrentan fatalmente el cuerpo y el espíritu, lo sensible y lo inteligible, la materia y la forma, el significante y el significado, etc. El pensamiento crítico contemporáneo, crecido sobre una plataforma escindida, hace esfuerzos por desembarazarse de esa carga que desgaja el lenguaje mismo en niveles opuestos. En esa dirección, la teoría de la imagen busca afanosamente saltar por encima de la disyunción establecida por la tragedia de la representación (el litigio entre el signo y la cosa).

En las culturas indígenas, ajenas a esas antítesis fundacionales, la identificación de principios opuestos y el desplazamiento o el devenir entre distintos niveles (apenas demarcados por pespuntes inestables) no hacen más que enriquecer los movimientos de las formas; en este caso, de las imágenes. No existe incompatibilidad entre los términos de una paradoja, y si existiera en nada estorbaría ella un camino que, orientado por la lógica del mito, saca buen partido de las contradicciones. Por lo tanto, estas culturas no padecen la angustia causada por la brecha de la representación: la “cuarta pared” de la escena no existe y los personajes entran y salen de ella y en ella intercambian sus lugares, sus papeles y sus máscaras. En el círculo ritual ishir, por ejemplo, un oficiante no representa un animal o un dios: es un animal o un dios. O ambos al mismo tiempo. Las imágenes (el atuendo ritual, las pinturas corporales) lo divinizan en el círculo de la representación, allí lo metamorfosean y los dotan de poderes distintos según la situación. No es casual que Walter Benjamin haya partido de las imágenes de culto de sociedades “primitivas” para definir la distancia aurática: el culto, el ritual, hacen fulgurar la apariencia de determinados objetos; los apartan e interfieren en el régimen de su representación. En términos lacanianos: más que signos del orden simbólico (representacional), tales objetos devienen piezas del registro imaginario capaces, si no de revelar lo real imposible, sí de acercar pistas que den cuenta de él; que iluminen, fugaces, los contornos de su ausencia irremediable.

Condicionado por las dificultades que implica confrontar mundos diferentes de sentido, este texto no pretende exponer un discurso metódicamente desarrollado, sino presentar figuras, casos y situaciones particulares que pueden ser vinculadas con actuales discusiones relativas al poder de la imagen. La imagen cuya eficacia interesa en este texto no pertenece al fárrago visual promovido por el mercado global, sino a operaciones, sean o no artísticas, que apuntan, aun vagamente, en la dirección del sentido. Lo hacen, en general, de manera refulgente: su eficacia es respaldada por el resplandor, efímero, de potencias que trastornan la cotidianidad y sugieren dimensiones paralelas.

El resplandor guaraní

Los guaraní se encuentran ubicados geográficamente en una región que comprende zonas de la Región Oriental de Paraguay, el Noreste de Argentina, el Sur y Suroeste de Brasil y el Sureste de Bolivia. Pertenecen a la familia lingüística tupí-guaraní que, en Paraguay, comprenden las etnias avá, mbyá, páĩ tavyterã, chiriguano y aché. Como ocurre, en general, con los indígenas de América Latina, la cultura guaraní, carente de la protección de políticas públicas, sobrevive constreñida por la expansión avasallante del modelo capitalista sobre sus tierras. 

Imagen, belleza y flor

Comienzo con tres palabras indispensables, a las que seguirán otras. La primera, como es de esperar, es ta’anga [5] y significa “imagen”, con alcances equiparables a los que tiene ese término en las lenguas occidentales, con la diferencia que para los guaraní, la imagen es una copia imperfecta de un modelo superior. Puede, sin embargo, alcanzar gran poder al identificarse con ese modelo mediante el esforzado camino de la danza-oración y los oficios de la belleza. El modelo transfiere, entonces, sus potencias a la imagen, que deviene una fuerza de excepcional eficacia sobre las cosas, los hechos y la condición humana.

La segunda palabra es porã, que significa simultáneamente “bello”, “bueno” y “bien” (como adverbio en este último caso). Pero esta acepción no se refiere a la virtud de la bondad, a lo bondadoso, sino a un estado de bienestar, en particular el que expresa la adecuada consecución (el cumplimiento) de un proceso. Una cosa o un hecho calificados como porã son, al mismo tiempo, bellos y buenos. Su belleza traduce un modo de estar bien, de acuerdo con su condición, su naturaleza o su talante. Forzando los conceptos, la belleza guaraní se presta a ser asociada en un punto con la kantiana, considerada esta como la forma de una finalidad sin fin y sin concepto; sin objetivo manifiesto: la bella forma alcanza su mayor esplendor interrumpida en el límite de su conclusión. [6] Para el guaraní, la belleza también manifiesta, esplendorosa, un despliegue hacia una finalidad, pero esa finalidad tiene una consumación posible. El grado más alto de belleza es aquel que marca el cumplimiento de la genuina condición humana; tiene una dimensión ética, compromete el sentido e involucra cuestiones ontológicas (siempre usando estos términos graves con el cuidado de aclarar que las palabras trasplantadas de un mundo a otro sufren perturbaciones y desconciertos).

Este nivel superior de belleza involucra dos dimensiones: la primera está constituida por la imagen, la apariencia estética; la segunda, por la palabra, que implica el concepto, el canto y la danza, y se encuentra también cruzada de imagen. Ambas dimensiones se expresan mediante una tercera palabra: poty, “flor”, cuyo nombre aparece obsesivamente para designar tanto la belleza de los adornos plumarios como la del lenguaje. El poder de esta belleza, manifestada en la imagen y en la palabra-canto-danza, promueve el acceso a la plenitud (aguyje) en la misma tierra.


Sheroanawe Hakhiiwe. Hihiipere himo wamou wei / Estos árboles dan frutas para comer, 2018.

Los nombres de la flor

La palabra poty designa la flor real pero, también, su imagen (poty ra’anga): el ramillete de plumas que constituye el principio del arte plumario. “Florecidos”, adornados con los poty, las personas y los objetos adquieren una radiante belleza de origen divino. El término jegua significa “adorno”, pero no en un sentido de mero aderezo o realce, sino con la acepción de belleza instituyente de sentido. Las divinidades se encuentran “adornadas”; la tierra, concebida como “un cuerpo murmurante que se alarga y se extiende continuamente”,[7] es también “adornada” (ára jeguaka). Buscando su verdadero modo de ser, los seres “procuran para sí un adorno y continúan su caminata, siempre adornándose, hasta realizar plenamente lo que están destinados a ser”. [8] Tan determinante es la fuerza del jegua(expresada en la flor, poty) que los guaraní páĩ tavyterã se autodefinen étnicamente en cuanto portadores de la señal de la flor: en lenguaje religioso son llamados “los bellamente adornados por la corona florecida”.

Estas coronas, llamadas jeguaka o bien akangua’a según las etnias, [9] concentran potencias religiosas y chamánicas provistas del fulgor solar. Es que la corona ejemplar fue confeccionada por el mismo Sol para fulminar al jaguar demoníaco con los rayos lanzados por las “flores” que la adornan. [10] Los colores de los poty que enjaezan la corona proceden de las aves elegidas, los guacamayos, cuyas plumas tienen los tonos rojizos y amarillos de las fuerzas de la creación: el sol, el maíz y el fuego regenerador de la naturaleza; fuerzas provistas de cuatro características: vera, brillo reluciente de los relámpagos; rendy, luz de las llamas; ju, áureo resplandor del sol y ryapu, ruido de los truenos. [11] El poder de la belleza de la corona se afirma desde el fondo del mito como principio fundacional creado por Ñamandu, Nuestro Padre Último-Primero. Dice así Ñamandu en el poema central guaraní: 

Por intermedio del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara;
Por intermedio del brillo del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara;
Por intermedio de las llamas del jeguaka, hice que esta tierra se ensanchara… [12] 

La imagen del jeguaka se embellece con figuras poéticas:

En la divina cabeza excelsa, las flores del adorno de plumas eran gotas de rocío. Por entremedio de las flores del divino adorno de plumas, el pájaro primigenio, el colibrí, volaba, revoloteando. [13]

Retóricamente enfatizada, la figura de la flor, poty, configura una imagen de múltiples reflejos sucesivos que parten de la representación de la flor real para referirse al adorno básico de plumas y desencadenar una serie de significados densos que repercuten en toda la cultura guaraní. La belleza del poty se afirma en el proceso mismo del florecer, cuyas fases y momentos se vinculan con el movimiento de surgimiento de la palabra, de apertura del saber y de desarrollo de la plenitud que busca el punto de la sazón exacta de la persona: el que define el ideal de belleza cabal. La palabra adviene en modo de flor; se va conformando a la manera de pétalos que despuntan y se entreabren a la sabiduría. Por otra parte, los guaraní identifican la palabra con el alma; tanto ñe’ê como ayvu significan “palabra/alma”, una figura compuesta, cada uno de cuyos términos puede ser adjetivo o sustantivo con relación al otro. [14] Por lo tanto, así como la palabra es resultado de un proceso, “el alma no se da enteramente hecha, sino que se hace con la vida de la persona” (…) la historia del alma guaraní es la historia de su palabra, la serie de palabras que forman el himno de su vida”. [15]

El concepto guaraní de palabra, identificada con el hecho de brotar, se relaciona con la idea de abrirse en flor, ponerse en posición de ser. Traducida por Cadogan, la expresión “abrirse en flor” significa, así, la conformación, el despliegue, la manifestación y el devenir de ciertas figuras fundamentales que, tal cual lo hacen las flores, entreabren y separan sus pétalos apuntado a su cumplimiento. Belleza mediante, ese movimiento instituye la existencia y promueve la apertura de esas figuras. No se trata, pues, de flores abiertas ni de capullos cerrados, sino de un movimiento de apertura hacia su posible cumplimiento; una culminación contingente: una finalidad que no se encuentra garantizada, sino que requiere un trabajo duro que justifique y dé sentido al esfuerzo en pos de la plenitud.

 

Notas

1. Este texto corresponde a la versión original, escrita en español, del artículo publicado en inglés bajo el título “Ta’angá verá. Towards a different conception of the power of images”. En Dynamis of the Image. Moving Images in a Global World, ed. Emmanuel Alloa & Chiara Cappelletto, Berlin/New York: De Gruyter 2020.
2. Cf. Ticio Escobar, La belleza de los otros: Arte indígena del Paraguay, Asunción: Servilibro, 2012; y Ticio Escobar, La maldición de Nemur: Acerca del arte, el mito y el ritual de los indígenas ishir del Gran Chaco paraguayo, Asunción: Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, 1999.
3. En cuanto resulta insostenible la figura de una sola contemporaneidad (como pudo pensarse un solo camino moderno, el euroccidental), considero que las culturas tradicionales son contemporáneas mientras mantengan vigencia y en tanto sus formas asuman sus propios presentes o discutan con ellos en el curso de procesos particulares.
4. En este texto se respeta la convención de emplear en singular los nombres étnicos, considerando que la pluralización de los mismos se rige por las reglas propias de cada lengua.
5. Convenciones más comunes de la escritura guaraní: la y indica la sexta vocal del guaraní, gutural; la virgulilla (~) colocada sobre las vocales vuelve estas nasales; la h se pronuncia en forma aspirada, como en inglés, y la j, como la y en español. Por otra parte, en guaraní no se marcan las diéresis sobre la vocal u de las sílabas gue y gui; por último, solo se señala el acento de las palabras sobresdrújulas, esdrújulas y llanas: todas las que no llevan tilde son leídas como agudas. Siguiendo una convención establecida, esta última regla no se aplica a los gentilicios de las etnias (por lo tanto, estos se acentúan aun siendo agudos: los mbyá, los avá, etc.). A los efectos de facilitar su lectura por los no guaraní parlantes, también se ha obviado esa regla en el título de este artículo. El puso es un signo ortográfico utilizado para indicar un corte fonético entre dos vocales. Se lo indica con el signo del apóstrofo (’). No se señalan en cursivas los nombres propios de ritos ni de personajes.
6. Jacques Derrida, La verdad en pintura, traducido por María Cecilia González y Dardo Scavino, Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós, 2005, 94.
7. Graciela Chamorro, Teología guaraní, Colección Iglesias, Pueblos y Culturas N°61, Abya Yala, Quito, 2004, 171.
8. Chamorro, Teología guaraní, 171.
9. Los páĩ tavyterã y los mbyá emplean el primer término; los avá, el segundo. Las piezas guardan diferencias formales pero comparten el patrón poty. Entre los mbyá, la corona femenina es llamada jachuka (Cadogan, Ayvu Rapyta, 46).
10. Miguel Bartolomé, Shamanismo y religión entre los Avá-Katú-Eté, México: Instituto Indigenista Interamericano, 1977, 37-51.
11. Bartomeu Melià, Georg Grünberg y Friedl Grünberg, Los Pái Tavyterã: Etnografía guaraní del Paraguay contemporáneo, Asunción: Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica, 1976, 43.
12. Augusto Roa Bastos, comp., Las culturas condenadas, México: Siglo XXI, 1978, 266-7.
13. Cadogan, Ayvu Rapyta, 25.
14. Graciela Chamorro, Kurusu Ñe’êngatu: Palabras que la historia no podría olvidar, Prefacio de Bartomeu Melià, 3a edición, Vol. 25, Biblioteca Paraguaya de Antropología, Asunción: CEADUC-CEPAG, 1995, 23.
15. Bartomeu Melià, El guaraní: experiencia religiosa, Vol. 13, Biblioteca Paraguaya de Antropología, Asunción: CEADUC-CEPAG, 1991, 34.

 

Ticio Escobar nació en Asunción, Paraguay, en 1947. Es curador, profesor, promotor cultural, investigador y crítico de arte. Fue fundador del Museo de Arte Indígena del Paraguay, presidente de la Asociación de Apoyo a las Comunidades Indígenas y del Capítulo Paraguayo de la Asociación Internacional de Críticos de Arte, director de Cultura de Asunción entre 1992 y 1996, y ministro de Cultura de Paraguay durante el gobierno de Fernando Lugo. Asimismo, es autor de la Ley Nacional de Cultura de Paraguay y coautor de la Ley Nacional de Patrimonio. Actualmente dirige el Centro de Artes Visuales/Museo del Barro. Ticio Escobar es un intelectual ineludible de la cultura latinoamericana y uno de los mayores referentes de la investigación y la crítica del arte latinoamericano. Sus estudios abrieron una metodología de interpretación histórica del arte paraguayo que sirvió de modelo para toda América Latina y el Caribe.

La serie El tejido del pensamiento recopila una selección de ensayos que abordan desde diferentes perspectivas muchos de los asuntos presentes en las exposiciones Tejer las piedras y Aó. Episodios textiles de las artes visuales en el Paraguay. Una manera de seguir pensando en conjunto, de compartir referencias y de poblar nuestro imaginario de preguntas e imágenes para enriquecer y desafiar nuestra mirada del mundo.


27.06.2022

El abuso de la fuerza vital

Por Suely Rolnik

Lo que caracteriza micropolíticamente al régimen colonial-capitalístico es el abuso de la vida como fuerza de creación, transmutación y variación –esta es su esencia y, además, la condición última para su persistencia, en la cual reside su principal finalidad, o sea, su destino ético–. Esta expoliación profanadora de la vida es la médula del régimen en la esfera micropolítica, al punto que podemos designarlo como “colonial-cafisheístico”. Es la propia fuerza vital de todos los elementos que componen la biósfera que por él es expropiada y corrompida: plantas, animales, humanos, etc.; asimismo son también expropiados los otros tres planos que forman el ecosistema planetario, de los cuales depende la composición y manutención de la vida: la corteza terrestre, el aire y las aguas.


Alfredo Jaar. Oro en la mañana III, 1985.

Para calificar la particularidad de la fuerza vital en nosotros los humanos, Freud la llamó “pulsión” –uno de los conceptos centrales de la teoría psicoanalítica–. Según él, lo que sería propio de la especie humana es el lenguaje, así como su capacidad de creación, razón por la cual mantuvo el término “instinto” para las demás especies. Es, sin duda, muy valioso el aporte del psicoanalista para los estudios de la especificidad de la fuerza vital en los humanos; sin embargo, al reservar genéricamente el término “instinto” a la fuerza vital en los animales no humanos y considerar, seguidamente, que el lenguaje y el ejercicio de la potencia de creación que este viabiliza se restringirían al dominio de lo humano, se revela en el pensamiento freudiano la permanencia de un sesgo antropocéntrico y naturalizador. [1]

Tomando esto en consideración, si queremos hacer más preciso el foco de esa especificidad, antes que nada tenemos que reconocer que todas las especies vivas tienen características específicas y todas son portadoras de capacidad expresiva y creadora, y no pueden por lo tanto ser homogeneizadas bajo un concepto genérico ni, mucho menos, el de “instinto”. Dicho esto, lo que distinguiría a la fuerza vital en la especie humana es que el lenguaje del que ella dispone para expresarse es más elaborado y complejo, lo que amplía su poder de variación de las formas de vida; aunque también, dependiendo del contexto, puede restringir dicha variación, interrumpiendo los procesos de transfiguración, lo que lleva a su despotenciación –a ese destino de la pulsión el psicoanalista lo llamó “pulsión de muerte”–. [2] No cabría aquí adentrarse en los meandros de la complejidad de ese concepto y de sus infinitas interpretaciones; hay una vasta bibliografía que se encarga de esto. Lo que aquí interesa es apenas problematizar el uso del término “muerte” para calificar ese destino de la pulsión y del par binario muerte/vida para pensar su dinámica.

La pulsión es siempre “de vida”

Si a diferencia de la idea de Freud de que la pulsión oscila entre dos polos, uno positivo, “de vida”, y otro negativo, “de muerte”, partimos de la idea de que la pulsión es siempre “de vida” (o “voluntad de potencia”, como la designa Nietzsche), ya que lo que la vida quiere es perseverar, diríamos que su destino es por principio afirmativo, variando de lo más activo a lo más reactivo (o de lo más “noble” a lo más “esclavo”, todavía siguiendo las designaciones propuestas por Nietzsche). Las formas de sociedad surgen de un enfrentamiento entre fuerzas de vida activas y reactivas en diferentes grados; de este enfrentamiento depende la política dominante de subjetivación en cada contexto histórico. En este caso, lo que Freud llamó “pulsión de muerte” correspondería al máximo grado de reactividad de pulsión de vida, es decir, el grado más bajo de su potencial activo –vale enfatizar, sin embargo, que incluso ese destino todavía es vida, voluntad de potencia–.

Pensar el campo pulsional desde esta perspectiva nos ofrece un criterio de evaluación de las formas de existencia individual y colectiva: el grado predominante de afirmación de la vida que en ellas se expresa; y eso nos permite localizar con más precisión dónde la vida está bajo amenaza. Y, en períodos en que prevalece el destino más reactivo de la pulsión, sabemos que el enfrentamiento entre fuerzas de las más activas a las más reactivas sigue procesándose, produciendo desplazamientos imperceptibles que van capilarizando hasta cambiar el escenario dominante por un tiempo, y así sucesivamente. Eso nos permite comprometernos con más claridad en el esfuerzo de llevar la pulsión a su destino ético de afirmación más activa y nos protege del peligro de caer en la melancolía o en la pura reactividad. En suma, pensar la pulsión desde esta perspectiva nos ayuda a extraer del psicoanálisis su potencia política o, más precisamente, a activarla en su esencia micropolítica. [3].

En el régimen colonial-capitalístico, cuya política de subjetivación es la que nos interesa descifrar aquí, es precisamente esa tendencia reactiva la que domina, desviando la pulsión de lo que sería su destino ético. El efecto de tal desvío es la despotenciación de la vida, que hoy en día alcanza la destrucción de las propias fuentes de energía vital de la biósfera –fuentes que, en los humanos, incluyen los recursos subjetivos para su preservación–.

Si la tradición marxista, originada en el capitalismo industrial, nos trajo la conciencia de que la expropiación de la fuerza vital humana en su manifestación como fuerza de trabajo es la fuente de acumulación de capital, la nueva versión del capitalismo (neoliberal y “neo”conservadora) nos lleva a reconocer que el objeto de tal expropiación no se reduce a ese dominio. En este nuevo pliegue la expropiación se refina y se hace más evidente que es del movimiento pulsional en su propio origen que el régimen se alimenta. Es decir, se nutre del propio impulso cuyo destino sería la creación de formas de existencia y de cooperación en las que las demandas de la vida se concretan, transfigurando los escenarios del presente y transvalorando sus valores. Desviada de ese destino ético que le es propio, la pulsión es canalizada por el régimen para que construya mundos según sus designios: la acumulación de capital económico, político, cultural y narcisista. El abuso de la fuerza vital produce un trauma que hace que la subjetividad se ensordezca frente a las demandas de la pulsión. El deseo se vuelve vulnerable a su propia corrupción: este deja de actuar guiado por el impulso de preservar la vida y se vuelca, incluso, a actuar contra ella. De esta política de deseo devienen escenarios en los que la vida se ve cada vez más deteriorada; es esto lo que hace que la destrucción de la vida en el planeta alcance hoy umbrales que amenazan su propia continuidad.

Esta es, precisamente, la violencia del régimen colonial-capitalístico en la esfera micropolítica: una crueldad propia de su política de deseo perversa, sutil y refinada, invisible a los ojos de nuestra conciencia. Es una violencia semejante a la del proxeneta que, para instrumentalizar la fuerza de trabajo de su presa –en ese caso, la fuerza erótica de su sexualidad–, opera por medio de la seducción. Bajo el hechizo, la trabajadora sexual tiende a no percibir la crueldad del cafisho; y, por el contrario, tiende a idealizarlo, lo que la lleva a entregarse al abuso por su propio deseo. Ella solo se librará de esa triste sumisión si consigue romper el hechizo de la idealización del opresor. El quiebre de este hechizo perverso depende del descubrimiento de que, detrás de la máscara omnipotente de poder con la que el proxeneta se trasviste para sí mismo y para el mundo –máscara que ella interpreta como garantía de su protección y seguridad–, lo que hay es, de hecho, una miseria humana de las más sórdidas: el otro, para el proxeneta, es un mero objeto para su goce narcisístico de acumulación de poder, prestigio y capital. Tal goce le es proporcionado por su poder de dominar al otro e instrumentalizarlo a su placer. En suma, el hechizo se rompe cuando la trabajadora sexual se da cuenta de que el otro –inclusive, y sobre todo, ella misma– no tiene la más mínima existencia propia para el proxeneta. Cuando esto se devela, se disuelve lo suficiente la dinámica inconsciente que mantenía a la trabajadora sexual prisionera de su propio personaje, coadyuvante del cafisho en la escena perversa; sin su personaje, tal escena no tiene como sostenerse.

Una dinámica perversa similar a la de la dupla prostituta-proxeneta orienta el régimen de inconsciente de los personajes de la escena capitalista. Ahora, para marcar su especificidad, propongo designarlo como “inconsciente colonial-capitalístico”; [4] o, si deseamos ser más precisos, podríamos también designarlo como “inconsciente colonial-casfisheístico”.


Alfredo Jaar. Oro en la mañana II, 1985.

Notas

1. Si bien la distinción que Freud establece entre el “instinto” en los animales y la “pulsión” en la especie humana es, sin duda, un avance, en todo caso el autor se mantiene en la tradición antropocéntrica al pensar el instinto como un mero automatismo, un esquema estereotipado de acciones premoldeadas. Es decir, con todo, Freud aún naturaliza el instinto, reservando el lenguaje y la capacidad de creación exclusivamente a la especie humana. Esto es particularmente importante considerando que, ya en la época de sus escritos, estudios de la etología mostraban que todas las especies, desde las más rudimentarias, son portadoras de actividad expresiva, la cual excede las funciones instrumental y adaptativa de la vida (e incluso las potencializa). Desde entonces, varios estudios nos muestran que, si hay una especificidad de la especie humana en ese campo, esta consiste solo en el hecho de que su capacidad expresiva resulta ser más compleja (cfr. Brian Massumi, Lo que los animales nos enseñan sobre la política, São Paulo: n-1 ediciones, 2017).
2. El concepto de “pulsión de muerte” introducido por Freud, viene siendo objeto de un vasto debate que atraviesa toda la historia del psicoanálisis; es importante recordar que varios enfoques del concepto de pulsión ya estaban presentes en la propia obra freudiana.
3. Aunque Freud logró descifrar la dinámica metapsicológica de esos momentos en que prevalece el destino más reactivo de la pulsión (por ejemplo en El malestar en la cultura), le hizo falta vislumbrar (al menos explícitamente) que las políticas de dicha dinámica son indisociables de un contexto histórico y, aún más, que son ellas las que le dan su consistencia existencial, que corresponde a determinados modos de vida y sus síntomas.
Tal visión viene siendo desarrollada desde entonces a lo largo de la historia del psicoanálisis y de la filosofía, desde diferentes perspectivas, siendo la perspectiva que orienta la obra de Félix Guattari y Gilles Deleuze una de las más estrictamente radicales. Estos autores contribuyen a que vislumbremos que no hay cambio posible de una forma de realidad, y de sus respectivos síntomas, sin que se produzcan cambios del modo de subjetivación dominante. Si leemos la obra de Freud retrospectivamente a partir de esa perspectiva, podemos considerar que –además del hecho innegable de que el fundador del psicoanálisis introdujo un desvío en la medicina y en la psicología, entonces naciente como ciencia– allí hay una línea de fuga que, aunque jamás se explicita en su obra, es su punto de giro más radical –una especie de potencia clandestina portadora de un desvío también en la filosofía y, más ampliamente, en la cultura y la política de deseo dominantes en la tradición moderna occidental colonial-capitalística–.
Desde el punto de vista de esta línea de fuga, el psicoanalista favoreció la reconexión con el saber propio de nuestra condición de vivientes cuyo acceso, así como la práctica existencial guiada por ese saber, había sido interrumpido en el modo de subjetivación que predomina en esa tradición. Y aún más, lo hizo no solo en el plano teórico, sino también en el pragmático (indisociables en su obra) al introducir un ritual –la práctica psicoanalítica– en el cual tal reconexión se da por medio de un largo proceso que podríamos calificar como “iniciático”.
Sin embargo, la tendencia que prevalece en la historia del psicoanálisis –como apuntan Deleuze y Guattari– es, por el contrario, la de contribuir a la expropiación de la productividad del inconsciente al someterla al teatro de los fantasmas edípicos, propios de la política de subjetivación dominante en el régimen colonial-capitalístico que, equivocadamente, Freud estableció como universal. En vista de aquello, es nuestra responsabilidad descolonizar el psicoanálisis, activando su potencia clandestina y expandiendo la línea de fuga presente en su fundación no solo en el ámbito restringido de las prácticas psicoterapéuticas, y más restringido aún de los consultorios, sino en todo el campo social. Esto implica asumir la práctica psicoanalítica como un dispositivo esencial de la insurrección micropolítica.
4. Hace una década propuse la noción de “inconsciente colonial-capitalístico” para designar el régimen de inconsciente propio del sistema en el poder en Occidente hace cinco siglos (hoy en el poder en el conjunto del planeta). Recientemente me di cuenta de que tal noción tiene sus antecedentes en dos autores, cuyas obras están entre los campos donde encuentro más resonancia con lo que busco elaborar desde siempre. El primero es Frantz Fanon, quien ya hablaba de “inconsciente colonial” en 1950 –confieso, no sin una cierta vergüenza, solo haber leído hace poco la indispensable obra de este autor, aunque él formara parte de mi imaginario desde los años 70, como uno de los personajes centrales de la revolución psiquiátrica y psicoanalítica que tuvo lugar en aquellos años, más especialmente aún en París donde yo vivía en la época. El segundo, es Félix Guattari, quien hablaba del “inconsciente capitalístico” desde inicios de la década de 1980. La noción aparece incluso en Micropolítica: Cartografías del deseo (Petrópolis: Editora Voces, 1996), libro que escribimos en coautoría –cosa que, obviamente, yo sabía, ya que me dediqué a la escritura de este libro durante casi cuatro años, de 1982 a 1986, fecha de su primera publicación; pero aquí también tengo que confesar, en este caso sin el menor pudor, que lo había olvidado–.

Suely Rolnik es docente titular de la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo y docente invitada del Programa de Estudios Independientes (PEI) del Museu dArt Contemporani de Barcelona (MacBa) y del Máster Universitario en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual, Universidad Autónoma de Madrid y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS). Su trabajo se ubica en un territorio atravesado por la filosofía, la clínica, lo político y lo estético y se manifiesta en la investigación, la escritura, la docencia, la curaduría y la clínica strictu senso. Es autora, entre otros libros, de Micropolítica: Cartografías del deseo, en colaboración con Félix Guattari. Participa como investigadora de la Red Conceptualismos del Sur.

Este texto fue publicado originalmente en el libro Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Tinta Limón Ediciones, 2019.

La serie El tejido del pensamiento recopila una selección de ensayos que abordan desde diferentes perspectivas muchos de los asuntos presentes en las exposiciones Tejer las piedras y Aó. Episodios textiles de las artes visuales en el Paraguay. Una manera de seguir pensando en conjunto, de compartir referencias y de poblar nuestro imaginario de preguntas e imágenes para enriquecer y desafiar nuestra mirada del mundo.