29.09.2022

Sobre el partir

Por Andrés Barba

Parece agotado ya cuanto puede decirse sobre el partir o el marcharse. Como si todas las instancias en las que alguien se ha visto obligado a abandonar un lugar, todas sus fórmulas: guerra, hambre, deseo de prosperidad, de aventura, traición, delito, enfermedad… hubiesen sido enunciadas y el mero hablar del partir fuese caer en un cliché. Quien se marcha lo hace, como estas tres figuras primorosamente dibujadas por Héctor Poleo, porque no puede seguir donde está. Porque no le dejan. Porque no debe. Porque no lo desea. Y el mismo momento de partir implica ya estar en otra parte; se está aún aquí, pero perteneciendo a otro lugar, a otro mundo.

Como todos los gestos-puente, partir es el punto equidistante entre dos reinos fuera de la realidad: el que se abandona y aquel al que aún no se ha llegado. El que se abandona porque ya no tiene influencia sobre nosotros, el que aún no se ha llegado porque, por desconocido, aún no tiene ningún poder. El primero es un fantasma, el segundo, solo un concepto. De ahí la condición trágica del tiempo de los seres humanos, comparada tantas veces con la de una partida perpetua: vivimos inevitablemente acorralados entre lo que ya no somos y lo que no somos todavía. El presente, la realidad, eso que supuestamente somos con más fiereza, no es más que la sensación etérea, siempre lábil y difícil de percibir, el fantasma que se encuentra entre dos ficciones: el pasado y el futuro.

Pero eso no explica toda la extrañeza del partir. Porque quien parte, no olvida nunca mirar lo que abandona. Hasta quien evita mirar -como parece que hacen las figuras de Hector Poleo- está mirando, mirando el recuerdo, mirando aquello de lo que no quiere despedirse, y cae así doblemente en el gesto que pretende evitar. Mirar y partir son dos gestos inevitablemente consecutivos. Quien se haya visto reflejado en la mirada de un moribundo, un moribundo que nos quiere, entenderá lo que digo. El moribundo mira al que abandona con amor, pero también cosificándolo. Lo rescata para llevárselo consigo, pero a un lugar al que el vivo ya no puede acompañarle. El vivo evita mirar al moribundo, pero lo mira doblemente, niega lo que es en aras de lo que fue, porque lo que es en ese momento, ya no le ayuda a vivir. Tal vez por eso los vivos tenemos miedo a la mirada de los moribundos; quién sabe hasta dónde podrían arrastrarnos. Tal vez por eso los moribundos ya no pueden vernos del todo a los vivos: estamos demasiado inmóviles para ellos, que parten.

Pero partir, abandonar un lugar, a una persona, más que condenarlo al pasado, es neutralizarlo. El lugar queda en un tiempo oscuro y sin influencia. Desde ahora estará siempre en nuestra imaginación como perdido. Y nosotros, que seguimos en marcha, percibiremos ese lugar como si estuviera anclado. Los lugares y personas a los que hemos abandonado, pertenecen ya para siempre al terreno de la necesidad. No pueden dejar de estar donde están. Y esa es la nueva paradoja de la partida: nosotros, que los habíamos abandonado para sentir por encima de todo nuestra propia importancia, nos sentimos inevitablemente aleatorios e intercambiables frente a esos lugares y personas necesarias. Nosotros podremos ser otros, ellos no dejarán de ser nunca lo que son.

De ahí que el miedo esté en la partida como la pesadez en las piedras. Quien parte, huye necesariamente. Del lugar del que parte, de sus enemigos, pero no menos de sí mismo: de la persona que él mismo fue en ese lugar. Como ya no tenemos testigos, el partir nos perdona tener que seguir siendo quienes somos. Partimos para descansar de esa persona en la que estamos atrapados. Tenemos la esperanza de que, sin testigos molestos, podremos convertirnos en otra criatura luminosa que no hemos logrado ser aún. En ese sentido, tras el miedo, partir implica siempre un estado de gracia: una liviandad. Incluso aunque la partida fuera una humillación, sería una humillación que ha terminado. Spinoza lo llamaba alegría, amor a lo real. Y la alegría es un sentimiento confesable solo a medias, un sentimiento irracional, que nos invade.

Buena parte de esa alegría del partir viene también, me parece, de haberse librado de lo innecesario. Y es que quien parte se ha visto obligado a abandonar muchas cosas, cosas de las que ha dependido mucho tiempo, pero que ya son demasiadas como para cargar con ellas. Quien parte ha de cruzar necesariamente el trance de distinguir lo esencial de lo aleatorio. Una ecuación a la que se añade siempre el factor de nuestra propia fuerza. Cargamos -literalmente- con lo que podemos cargar. Héctor Poleo lo hiperconcentra en su cuadro en ese bultito morado que lleva el personaje central. Un bultito morado que tal vez esconde algo de comer, lo necesario para el viaje o quizá lo único valioso, como esos saquitos con monedas a los que murieron abrazadas las personas que huían de Pompeya cuando estalló el Vesubio: el fruto de una vida de trabajo, los ahorros. Que cada cual examine su corazón en la partida y decida qué es esencial y qué prescindible. Se llevará más de una sorpresa.

Y también otro acierto maravilloso de este cuadro; los pies descalzos. Es como si toda la honestidad de esos personajes residiera misteriosamente allí. Si hubiesen estado calzados tal vez habríamos podido sospechar de ellos. Descalzos no. Sobre todo cuando su andar descalzos no es una cuestión de pobreza, como demuestran sus vestidos, sino una especie de elección moral. A la inversa, el curupí, esa bestia de la mitología misionera que viola a las muchachas, tiene los pies hacia atrás: para despistar a quien le persigue. Con los talones hacia adelante y los dedos hacia atrás, las huellas del curupí son siempre engañosas, porque él mismo es una criatura que precisa del engaño para lograr sus propósitos. Estos tres personajes, sin embargo, misteriosa y maravillosamente descalzos, nos hacen sentir a nosotros mismos la textura de la tierra en nuestros pies. Como dijo Suan Tzu: “Alcé la mano para saludar al pájaro en el arbusto y sentí la forma del saludo en la palma de mi mano”. Los gestos colmados de autenticidad, siempre acaban volviéndose de alguna manera sobre sí mismos, haciéndose autorreferenciales. Y así el cuadro de Hector Poleo se convierte inevitablemente en reflejo de todas las veces que hemos partido, de las que partiremos todavía. Quien no está atado a ninguna cosa, a ningún lugar, está también por encima de toda pérdida.

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Laura Fernández, Luis Sagasti y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Héctor Poleo. Tres figuras en marcha, 1943. Colección Malba.

 

 


29.09.2022

Tres noches

Por Laura Fernández

La señorita Strangeworth, Adela Jack Strangeworth, tenía un único ojo, y la sensación de que nadie iba a entenderla nunca. No porque tuviera un único ojo. Después de todo, tener un único ojo era corriente en el lugar del que procedía. El lugar del que procedía era un lugar llamado Small John. En Small John, un pequeño planeta de anotadores con, a veces, pequeñas colecciones de ojos, su madre recibía cartas en las que Adela Jack decía que tenía su propio número en el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman.

Pero no era cierto.

Adela Jack decía que su número consistía en salir a la pista, porque, por supuesto, en el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman había una pista, y anotar lo que iba a ocurrir. Y lo que iba a ocurrir, ocurría. ¿Que cómo lo hacía? Oh, quién sabía cómo, Adela Jack invocaba, al escribir, una voz que, mientras anotaba, narraba aquello que se estaba anotando, y mágicamente, aquello que se estaba anotando, pasaba. Los personajes allí reunidos, en realidad, sólo algunos, afortunados, de los cientos, miles, de espectadores del Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman, despertaban a una vida que no era su vida. Era otra vida. Y pensaban, mágicamente, lo que Adela Jack había decidido que debían pensar, y eran, por completo, otros. Recordaban una vida que no habían vivido y que, cuando cruzasen el umbral enlonado del Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman, no sería más que un recuerdo.

El recuerdo de un habitante de su propio cerebro.

Un ser imaginario que habría vivido más y mejor que ellos mismos.

Por eso había quien rehuía, decía Adela Jack, el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman. Porque tenía miedo de no volver a ser el mismo. Pues nada, y mucho menos la propia vida, podía superar en intensidad aquello que un anotador imaginaba.

La madre de Adela Jack respondía entusiasmada aquellas cartas. (QUERIDA HIJA), decía, (TUS PADRES Y YO ESTAMOS ANOTÁNDOLO TODO, Y LA DIMINUTA ADELA JACK NOS DA UNA IDEA DE LO ESTÁ OCURRIENDO Y SI NO PODEMOS LLEGAR A IMAGINARLO CON CLARIDAD ES PORQUE PARECE QUE ELLA TIENE PROBLEMAS PARA INTEPRETARLO PERO TAL VEZ SEA QUE NOSOTROS NO ANOTAMOS COMO ES DEBIDO, QUERIDA HIJA, PERDÓNANOS, Y SIGUE CONTÁNDONOS). Su madre, y sus padres, anotadores retirados, se fingían orgullosos de ella, pero sabían que algo iba mal, porque aquella Adela Jack diminuta con la que trataban de imaginar cómo era su vida allí, en el sombrío Charles Francis Hall, tropezaba todo el tiempo. En el Manual de Anotadores aquello sólo podía significar una cosa: que Adela Jack mentía.

Y así era.

Porque Adela Jack, la señorita Strangeworth, no había sido contratada por el Gran Circo de Anotadores del Señor Abelman sino por Eleanor Fulbert, la excéntrica propietaria de un motel llamado Tres Noches, y conocido como Paraíso Fulbert. A aquel motel, el Paraíso Fulbert, acudían parejas, y colecciones de amantes de toda la galaxia, oh, acudían desde gigantescos y voluptuosos pulpos hasta famosas lechuzas antropomórficas y delicados cachorros de seductores leones, de brillante y esponjosa melena y miembros desproporcionados. Lo que hacían allí, era, por supuesto, aparearse. De tantas y tan distintas formas como (UH) (AH) (SÍ) el único ojo de la señorita Strangeworth, Adela Jack, pareja de humanos ocurre algo distinto, puede viajar con ellos con fortuna aquella pareja la convertiría en su Anotadora, y a condenaría a no ser otra cosa que un reflejo de (UH) (AH) (SÍ) palabras.

 

Dígame, ¿qué canastos es eso?
No, dígame usted, ¿qué hace aquí?
¿Yo?
Usted, señorita.
No sé si soy una señorita, señor.
Yo tampoco sé si soy un señor.
¿No?
No.
Bien, porque yo no estoy aquí, en realidad.
Oh, yo tampoco.
Pero ellos sí.
Sí. Ellos sí.
No me gusta esa habitación.
No.
Es triste.
Sí.
La mujer parece triste.
¿Qué mujer?
La mujer de las cigüeñas.
¿Qué mujer de las cigüeñas?
¿No puede verla?
El hombre está gimiendo.
No me refiero a esa mujer.
¿No?
No. Me refiero a la otra mujer.
Está mirando.
Sí. Pero no está mirando en realidad. Está pensando en cigüeñas.
¿Por qué iba a estar pensando en cigüeñas?
No lo sé. Está pensando en criar cigüeñas. Quiere construir un campanario. La mujer tiene un jardín. Vive lejos. En la clase de sitios en la que los jardines existen. No le gusta esa habitación. A lo mejor ni siquiera está ahí. Como nosotros, que no estamos aquí, pero estamos aquí. ¿Por qué estamos aquí?
No lo sé.
A lo mejor nada de esto existiría si no estuviéramos aquí.
No lo sé.
Una vez me subí a un avión.
¿En qué cree usted que piensa el hombre?
El hombre no piensa. Y no soy usted, soy yo.
Usted.
Yo. Sí. En el avión, alguien preguntó si había un médico a bordo.
Es de noche ahí fuera.
Siempre es de noche en algún lugar.
Pero no sabemos dónde está ese lugar.
No.
No.
Levanté la mano.
¿Disculpe?
En el avión, levanté la mano. Dije que yo era médico. ¿Qué me impedía hacerlo? Lo hice porque podía hacerlo. Y no estuvo bien. O a lo mejor estuvo bien. ¿Crees que estuvo bien?
No lo sé.
Yo tampoco.
¿Se salvó?
¿Quién?
La mujer.
¿Qué mujer?
La mujer del avión.
No he dicho que fuera una mujer.
No.
No sé si salvó. A lo mejor no. A lo mejor esa mujer tampoco se salva.
¿Qué mujer?
La mujer de ahí dentro.
¿Cuál de las dos?
Ninguna de las dos.
¿Y él?
Él no importa.
Son tres.
Sí.

 

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Luis Sagasti y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Guillermo Kuitca. Tres noches, 1986. Colección Eduardo F. Costantini.

 

 


29.09.2022

Ícono

Por Luis Sagasti

Pareciera que no hay manera de imaginar a los ciudadanos de otros mundos sino como seres adelantados a nosotros, dueños de una ciencia fecunda en prodigios y una tecnología pulcra, acerada, minuciosa. A partir de aquí deseos y temores bordan dos telas posibles: o bien los visitantes se presentan en estado de conquista vikinga o bien resultan ser luminosas encarnaciones angélicas cuyo propósito no es otro que el de cuidarnos de nosotros mismos. Sean cuales fueren sus intenciones, siempre nos los figuramos en tránsito, como si solamente pudieran habitar dentro de sus formidables cosmonaves (de los yaganes del sur de Tierra del Fuego se decía que rara vez abandonaban sus canoas). Y cuando los hemos pintado en sus propios planetas -y ahí hay un puñado de films clase B de los años cincuenta y sesenta que lo constatan- la escenografía incluye volcanes en erupción, dinosaurios, matriarcados feroces, y como si esta gente no tuviera mucho con su apocalipsis en ciernes, allí llega nuestra expedición con trajes plateados y armas laser. Una suerte de postre Balcarce: chocolate, crema, durazno, merengue, dulce de leche… tantos ingredientes juntos no pueden sino empalagar. Menos frecuente es imaginar mundos apenas un poco más atrasados que el nuestro o mundos instalados en su propia Edad Antigua. Planetas donde sus hombres construyen con nuestro sol una piadosa constelación de un extraño animal al cual elevan sus plegarias.

Sin duda mucha de la mitología fue compuesta como una suerte de regla nemotécnica para así poder recordar la serie de constelaciones que habrían de guiar a los viajeros del mar y los desiertos. Porque no es difícil dibujar con tinta de estrellas, lo difícil es acordarse de lo dibujado. No deja de ser sugestivo que historias crueles, y muy a menudo monstruosas, hayan tenido como función reconocer la ruta directa que llevaba a la calidez del hogar. Dioses, semidioses y titanes comportándose como verdaderos niños lunáticos solo para que podamos volver a casa de una vez por todas. Historias excesivas, inalterables, allá en el cielo, inscriptas en las líneas rectas que unen las estrellas, como esos moldes de los tejidos en las revistas que solo una madre podía descifrar. Nosotros, los errantes, habitamos una ignota pintura de luz que orienta a navegantes perdidos del otro lado de la noche. En su momento ellos, sordos e indiferentes a nuestros temores, también nos han guiado con indolencia. Pero si en otros mundos leen en nuestra constelación una historia desaforada, no estarían muy errados. Puro sonido y furia somos aquí abajo.

A menudo lo monstruoso de nuestra conducta no tiene origen sino en algo que vino del cielo y que al cielo quiere llegar: el oro. Todo el oro que hay en la superficie de la Tierra puede agruparse en un cubo de casi veintidós metros por lado. Nada más. Es todo lo que hay. Y el treinta por ciento lo tiene la Iglesia Católica. El oro vino del cielo, literalmente. Cuando la Tierra tenía unos doscientos millones de años recibió una lluvia de meteoritos. Nuestro planeta era aún más bien una espesa sopa; el hierro fundido se hundió hacia el centro y en su caída arrastró a los metales preciosos llegados del espacio. Y allí quedó el oro, latiendo inalcanzable, hasta que cada tanto alguna erupción volcánica se encarga de traerlo desde el manto de la Tierra a la superficie. Un intento geológico de regresar al cielo lo que al cielo pertenece.

Y las historias que contamos escrutando la noche quieren dar cuenta de cómo hemos conseguido nuestro vellocino de oro.

Es imposible retener lo curvo; por más esfuerzo que se haga, nadie logra recordar un cuadro de Jackson Pollock y sí, en cambio, uno de Mondrian. Del primero nos queda una impresión cromática, una niebla dura surcada por latigazos. Y si pretendemos recordar algunos fragmentos veremos que ninguno de ellos corresponderá con el original aunque bien puede integrarlo. Las escenas impetuosas de los relatos, los mil infortunios contra los que lucha un héroe, son un mantel bordado por Mondrian que extendemos en el cielo (la mesa puesta para el festín del regreso). Y así como en la naturaleza se encuentra un número finito de elementos químicos, no hay más que un puñado de variables casi matemáticas con las que podemos narrar escenas e incidentes. Cambian, sí, los pelajes de los animales, las pruebas a realizar, la trayectoria de un regreso. ¿O acaso es posible que exista una civilización cuyo relato obedezca a otros patrones?, ¿seremos protagonistas de fábulas inconcebibles? Lo que circula por el cielo, entonces, es un puñado de historias que pasan de un planeta a otro, como si las estrellas fueran los puntos y líneas de un telégrafo. Las únicas historias que caben escribir en el cielo son las que terminan bien, las que marcan el regreso. Después de todo, las constelaciones no son otra cosa que faros sin párpados.

Y ese es el contacto verdadero que tenemos con seres de otros mundos, si acaso los hubiera. Dioses y héroes que no saben de su condición, migran por el espacio a través de un relato caprichoso. Y así cumplen su función.
En 1973 la sonda Voyager envió al espacio una serie de sonidos y saludos en todos los idiomas de la Tierra. Llegarán a destino dentro de cuarenta mil años y otros tanto habrá que aguardar por alguna posible respuesta. Los constructores y arquitectos de las catedrales góticas trabajaban sabiendo que nunca verían el resultado de su acción. También sabían que nadie recordaría sus nombres. El zen en el arte de la radioastronomía: lo de veras importante fue mandar el mensaje, no aguardar una respuesta. No solo eso, saludamos sin saber si hay alguien del otro lado. Y no con un hola dicho con temor y temblor, un hola con eco, en la puerta de una habitación oscura. No; hay esperanza y alegría en nuestra voz. Un saludo que mandamos a los dioses allá arriba en gratitud por habernos orientando, un saludo que dice: hemos llegado a casa, hemos llegado bien. Y acá entregamos esta música como ofrenda.
El arquitecto anónimo de Chartres, de Notre Dame, uniendo en el plano puntos y líneas para que no se caiga lo que se eleva a los cielos. Trayectos geométricos, ecuaciones. Qué se ha hecho de esos planos? Sabemos que en un monasterio español se encontraron los de la catedral de Sevilla; se trata en verdad de una copia del original. Y si se lo mira, es una constelación hecha por Mondrian, Es la única manera de que el cielo no se venga abajo.

Jamás podremos saber qué formamos desde tan lejos. Qué clase de dioses somos.
Pero tampoco sabemos qué destino hemos ayudado a construir con nuestras palabras, esas dichas al azar, como al descuido, prontamente olvidadas. Y cuántos nos han ayudado en su indiferencia.
De qué relato ejemplar formamos parte.
Dejamos cicatrices.
Nos alzamos en la oscuridad de los otros sin saludar ni pedir permiso.

Mucho antes de que el mensaje del Voyager llegue a destino el último cristiano sobre la Tierra cenará por última vez (¿qué comerá, en qué lengua hablará?). Nada sabemos de quienes celebraron la última ceremonia a Zeus la noche antes de que el Monte Olimpo regresara a la geología. Tampoco podemos responder algunas preguntas fundamentales: ¿qué soñaron los doce apóstoles cuando Cristo les pidió que pasaran la noche en vela junto a él? ¿Qué hizo la Virgen María con los regalos de los reyes magos? Más que en la altisonancia de ciertas escenas es en lo nimio donde lo verdadero -algo tan distinto de la Verdad- abre sus puertas.

Y el abuelo señala una pequeña lucecita en la noche y le dice al nieto: hay un planeta orbitando alrededor de esa estrella. Y en este momento, continúa, en ese planeta, un abuelo señala a nuestro sol, que es apenas una chispa para ellos, y le dice a su nieto: hay un planeta orbitando alrededor de esa estrella y en ese momento….

En Starman David Bowie imaginó a un extraterrestre que tenía intención de visitarnos pero no se animaba a descender. Eso sí, enviaba un mensaje muy claro: dejen que los niños bailen. Hay algo mas para decir?

 

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Laura Fernández y Jazmina Barrera, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Remedios Varo. Ícono, 1945. Colección Malba.


29.09.2022

9 sobrevivientes

Por Jazmina Barrera

No quería escribir sobre 9 sobrevivientes. Me mandaron la fotografía de la obra y la del texto de sala, y confundí el texto de sala con la cédula de la obra y a raíz de esa confusión deduje que se trataba de una especie de pieza colectiva rarísima, con un contexto para mí incomprensible y me ofusqué. Además no me gusta escribir sobre obras visuales que nunca he visto en persona. Mi madre es pintora y una de las ideas fijas que me repitió hasta el cansancio es que la pintura es materia. Ninguna reproducción fotográfica puede imitar la textura, el relieve, los matices de color, transparencia y opacidad que se revelan con nuestros movimientos o con los cambios de luz cuando observamos una pintura. De la presencia del lienzo a su fotografía se pierden demasiados datos. Lo mismo es válido para una obra como esta en que se reúnen diferentes técnicas como el collage, el dibujo y el estampado, sobre un soporte que se plisa. La fotografía oculta o disimula detalles que parecen superfluos pero son cruciales. Por ejemplo: el tamaño. Cuando me enviaron la fotografía de 9 sobrevivientes quise saber sus dimensiones. Las imágenes parecían estar estampadas (o impresas) en tinta azul, sobre una especie de papel café y ese papel, según se apreciaba en otra imagen, había estado doblado y metido en un sobre. Así que quizás medía lo que un sobre tamaño carta. Eventualmente deduje mi confusión y di con la verdadera cédula, que no decía nada sobre las medidas. Internet me arrojó la obra mil veces y en una de esas encontré una foto de la obra expuesta, que me daba una idea de su proporción, porque estaba frente a una persona. Era una pieza enorme. Es una pieza enorme, pero en ese momento lo dudé, porque parecía haber varias reproducciones de la misma pintura en diversos sitios y quizá tenían tamaños diferentes. En el MoMa, por ejemplo, se llama 8 sobrevivientes, y no 9, una pieza casi idéntica a esta.

No quería, pero decidí escribir sobre esta obra que no conozco —que estoy conociendo en este instante— sin más remedio que escribir —como siempre, en realidad— un poco a ciegas, pero con algunos datos.
El primer dato es que tengo razón. En esta obra la materia importa. Para Eugenio Dittborn era relevante, fundamental incluso, que el papel reflejara el maltrato que padeció durante su viaje. Dittborn llamó a esta serie suya “Envíos”, un conjunto de sobres vivientes que exponen en sus marcas y en sus cicatrices su historia. Y su historia es una de sobrevivencia, porque sobrevivieron a la dictadura chilena. Ese era uno de los motivos de Dittborn para hacer bien portátiles estas pinturas, que pudieran escapar a la vigilancia y la censura del régimen de Pinochet. Los dobleces, las rasgaduras, todas las imperfecciones del papel son heridas, llagas y costras que simbolizan el daño que sufrieron las personas representadas en esta pintura y tantas otras en las mismas circunstancias. La violencia de la dictadura sobre las vidas y sobre el arte.
Estas marcas son un símbolo, pero también son la intervención del azar sobre la obra: si hay más de una pintura igual en esta serie, los distintos sobres con las direcciones de envío y las huellas particulares de cada viaje son como las cicatrices y las marcas de sol que cuentan historias distintas en los cuerpos de un par de gemelos.

Otro dato que encuentro en internet: el papel, es papel de carnicería: papel hecho para doblarse, para envolver la carne, así como este papel envuelve a estas mujeres que fueron tratadas como carne, así como este papel envuelve la carne de la memoria.

Los datos más evidentes: en tinta azul, de arriba abajo están las fotografías de dos mujeres selknam, del sur de Chile; dos dibujos de mujeres; dos fotografías de identificación de mujeres posiblemente presas. Dos fotografías de cráneos que conservan todavía largas cabelleras y tocados. Abajo a la izquierda, el fragmento de un artículo de El Mercurio donde una mujer relata lo que pasaba por su mente mientras era torturada. Y la traducción de ese fragmento al inglés, arriba a la derecha.

¿Qué tantas cosas significa sobrevivir? Aunque es siempre sabio desconfiar de los diccionarios, busco el dato en uno, que dice: vivir después de la muerte de otra persona o de un determinado suceso, vivir con escasos medios o en condiciones adversas, permanecer en el tiempo, perdurar. Las mujeres selknam aquí retratadas quizás sobrevivieron a la matanza de su pueblo a manos de los estancieros ingleses o de otras colonias, podrían haber sobrevivido también a las pestes o a la evangelización de los misioneros de cualquier denominación cristiana. Las ladronas, sobreviven quizás así, robando, a la miseria y al hambre. Y las fotografías de todas ellas sobreviven a la violencia misma de la foto, que, dice Enrique Lihn, las estereotipa y las degrada una vez más “a condición de cosa”. La mujer del Mercurio sobrevivió a una tortura brutal, seguramente de la dictadura, y las cabelleras en los cráneos sobreviven, es decir perduran, más allá de la vida de esas mujeres que solían peinarlas. Los dibujos quién sabe. Ese dato me falta. Me imagino que serán retratos, que, como tantas veces pasa, sobrevivieron a las mujeres que retrataban.

9 sobrevivientes: Perséfones que bajaron al inframundo y luego surgieron, con el recuerdo de una serpiente, la soledad más absoluta, un chiste y una risa que las mantuvo con vida. O que se quedaron abajo, o adentro, y nos dejaron su imagen o la imagen por lo menos de su cráneo y su cabello.

Dato curioso: El relato de la mujer torturada es de Cauquenes, un lugar del Maule Chileno donde viven los cauquenes, aves majestuosas que migran (penúltimo dato) hasta 2700 kilómetros todos los años, de sur a norte y de norte a sur, de este a oeste y de oeste a este, cruzando la frontera entre Chile y Argentina, como la cruzó este sobre sobreviviente, para contar en otros territorios la vida y la muerte de estas mujeres.

No quería escribir sobre 9 sobrevivientes porque apenas las conozco, porque no soy de Chile y estoy segura de que me faltan muchos datos y tenía muy poco tiempo para buscarlos. Pero decidí sí hacerlo. ¿Y cómo no hacerlo?, si vivo en un país con más de 100,000 personas desaparecidas y muchísimos, aunque pocos al fin, sobrevivientes de una historia de violencia interminable. Algo tenía que decir en este hermoso país al que me invitan, en este país que por desgracia entiende demasiado bien de lo que estoy hablando. Algo debería poder decir de la sobrevivencia, los sobrevivientes, viniendo de donde vengo, y sin embargo encuentro que no, porque ese dato, esa cifra rotunda e inexacta, esos 100,000 me dejan siempre sin palabras.

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Texto leído en el recorrido literario Una colección en texto, del que también participaron Andrés Barba, Laura Fernández y Luis Sagasti, realizado en el marco del Filba 2022. Cada uno de los autores que participaron leyó un relato inspirado en las obras de la exposición Tercer Ojo. Colección Costantini en Malba

Obra: Eugenio Dittborn. Nueve sobrevivientes, 1986-2007. Colección Eduardo F. Costantini


07.05.2022

Los feos

Por Miguel Alberto Koleff

En la conferencia «La estatua y la piedra» pronunciada en Turín cuando corría el año 1997, José Saramago reflexionaba sobre su actividad literaria y –en relación con los personajes construidos en su ficción– advertía:

El autor prefiere dar tres o cuatro pinceladas como tres o cuatro puntos cardinales, pero nada de describir metódica y minuciosamente rostros, alturas, figuras, gestos… el autor prefiere que sea el lector quien asuma esa tarea y esa responsabilidad.

Esta frase, reproducida en estilo indirecto como si de otra persona se tratara, lo involucra de cuerpo entero y no puede ponerse en duda porque el conjunto novelesco del que es responsable lo atestigua con creces. Los lectores del Nobel vamos haciéndonos una idea de los diferentes personajes con los que interactuamos a partir de la mínima información que el narrador nos proporciona. Y, si bien no conviene obviar datos relevantes, como la mano izquierda que le falta a Baltasar Siete Soles o los ojos azules de Juan Maltiempo, podemos no ponernos de acuerdo acerca de la imagen mental que nos hacemos de todos ellos en nuestras asociaciones íntimas. De allí que no exista un acuerdo tácito respecto del porte o la figura de los más conocidos.

Ahora bien, si esta afirmación del autor vale de manera general para todas sus novelas, hay una que la desmiente rotundamente y esa es Claraboya, la narrativa de 1953 publicada póstumamente en 2011. Y esto, porque suscita un cimbronazo en la familia literaria en la que se inserta debido al procedimiento diferencial con el que opera. En lugar de esas tres o cuatro pinceladas de las que habla el autor en la conferencia, hay un número significativo de párrafos dedicados a descripciones físicas y comportamentales que nos ponen de relieve los tipos portugueses de la época, desde los más nobles y comedidos hasta los tacaños, especuladores y viciosos.

Podríamos realizar un listado exhaustivo de cada uno de los habitantes de ese edificio en el que se apoya la trama ya que el argumento se ciñe a la vida privada y la actividad pública de los vecinos que interactúan en el condominio. Sin embargo, lejos de ayudarnos, ese cuadro de doble entrada nos desvirtuaría del objetivo último que es mostrar como Saramago estaba todavía apegado al discurso naturalista decimonónico cuando enveredó por los caminos de la ficción a los veinte y pocos años. En esta novela se observa un registro exhaustivo de caracteres que más que mostrar su dinámica, su permeabilidad y su alternancia en relación con las experiencias vividas, acaba transformándose en una red de estereotipos casi irredentos. Tomemos por caso a Lidia, una de las inquilinas. El hecho de que ejerza la «fina» prostitución la estandariza en un lugar predefinido que no le da amplitud para moverse por fuera de las convenciones sociales asumidas y los prejuicios concomitantes.

Algo importante a considerar en torno de lo que venimos señalando tiene que ver con la autonomía del estilo. No por el hecho de estar influenciado por la vertiente más radical del realismo, el joven escritor se limita a reproducirlo a ciegas. Hay algunas indicaciones muy precisas que nos muestran que los elementos descriptivos introducidos juegan un papel destacado en el trazado de las personalidades. Es el caso de la repetición de ciertos rasgos, como los ojos mortecinos de Justina o la gordura de Caetano, que atraviesan los diferentes capítulos con igual insistencia y que reemplazan otros más notorios o novedosos que se podrían incluir. Es como si el narrador quisiera que no nos olvidáramos de esos aspectos anatómicos o fisiológicos antes de seguir adelante en la lectura.

El recurso se vuelve evidente y contrastable cuando además de enfatizar un detalle físico con ciertas particularidades, estas le sirven también para otras puntualizaciones. El color de cabello de Emílio Fonseca, por ejemplo, que es «rubio, de un rubio pálido y distante» se contagia a sus ojos que se muestran también «pálidos y distantes» sobre el final del mismo capítulo. El tópico sobre el que nos estamos extendiendo sería solo singular e idiosincrático si no trajera aparejado una impronta que no puede pasarse por alto y que se destina a realzar la fealdad de ciertos y determinados cuerpos. El adjetivo «feo» -en este contexto- alude a aquellos que no gozan de atributos físicos de armonía y perfección conforme los códigos sociales y culturales de belleza admitidos como legítimos y valiosos. Este dato sorprende claramente en un escritor como Saramago tan preocupado por cuestiones éticas y políticas de relevancia, de allí que sólo pueda explicarse por la difusión y vigencia de cierta literatura, aun de la vertiente más erudita, que circulaba entre los años 30 y 40 de ese país europeo y que iba definiendo el gusto y la tendencia de sus lectores.

Hay que decir que esta referencia a la fealdad no es inocua ya que atraviesa el libro de cabo a rabo. Fuera de un único personaje femenino, el de Maria Claudia, que está dotado de cualidades que la enaltecen: cuerpo delicado y bien formado, ojos azules, cintura fina y esbelta etc., los otros personajes de la obra son siempre presentados como poco agraciados pero nunca de manera tan ostensiva como Justina y Caetano, en cuya semblanza desaparece la apacibilidad de los caracteres. Los párrafos que transcribo a continuación tienen que ver con la percepción que tienen el uno respecto del otro y que es menos generosa que la que le prodigan los externos:

Justina era [para Caetano] un ser asexuado, sin necesidad ni deseos. Cuando ella, en la cama, en la casualidad de los movimientos, le tocaba, se apartaba con repugnancia, incómodo por su delgadez, por sus huesos agudos, por la piel excesivamente seca, casi apergaminada. «Esto no es una mujer, es una momia» pensaba.

[Justina] vio al marido. Su rostro aterraba. Los ojos saltones, el labio inferior más caído que de costumbre, el rostro enrojecido y sudado, un rictus animal torciéndole la boca… era el rostro de un hombre arrancado a la animalidad prehistórica, de una bestia salvaje encarnada en un cuerpo humano.

Estas y otras expresiones que se suman a la larga lista: pies grandes y deformados, vientre hundido, pechos blandos y caídos etc. nos muestran a estos sujetos ficcionales de manera casi mostruosa ligados entre sí por el espanto o por la piedad más que por el amor genuino, lo que torna inexplicable la convivencia que los reúne en la misma casa como una pareja consolidada. Y, sin embargo, no pasan de ser vecinos comunes y corrientes que llevan su vida como todos los demás. Más que de un estigma, se trata de una exageración que bordea el expresionismo naturalista que le era tan caro al escritor primerizo.

Claraboya da muestras acabadas de arcaísmo estilístico y demuestra que la literatura de José Saramago en los años 50 estaba desfasada de las tendencias neo-realistas que habrían de imponerse en un Portugal que empezaba a criticar a la dictadura. Saramago le había entregado los originales a una editorial que la cajoneó durante cuarenta y siete años, y que quiso hacerla pública en 1989 aprovechándose de su furor en el mercado. El escritor recuperó el material y se negó a concretar la empresa, asegurando que saldría a la luz después de su muerte porque no correspondía a sus expectativas. Para sus fieles lectores, la edición póstuma es un importante guiño sobre su genealogía.

 

Fuentes Consultadas
Saramago, J. (2013). A estátua e a pedra. Lisboa: Fundação José Saramago.
Saramago, J. (2011). Clarabóia. Alfagride: Caminho. Traducción al español de Alfaguara.

El curso Introducción a la narrativa de José Saramago, a cargo de Miguel Alberto Koleff, comienza el lunes 9 de mayo. 


10.12.2020

Me acuerdo de la década de los 90

Ejercicio de escritura colectiva el taller de escritura oulipiana de Eduardo Berti

Me acuerdo de que me casé en diciembre y a los quince días me descubrieron un melanoma.

Me acuerdo acuerdo de un juguete que se parecía mucho a un resorte que se usaba en las escaleras. Después fue motivo de un personaje de una pelicula de Pixar.

Me acuerdo del discurso de Menem diciendo que atravesaríamos la estratósfera y llegaríamos a Japon en una hora, justo cuando llegaba de la facultad luego de viajar apretada durante horas en colectivo.

Me acuerdo que Britney Spears.

Me acuerdo que mi papá se pasaba los domingos arreglando los autos de los otros.

Me acuerdo del gol de maradona a grecia y su grito salvaje mientras estaba filmando en el viejo hotel correntoso.

Me acuerdo esto que está pasando ahora como si hubiera estado haciéndolo toda mi vida.

Me acuerdo de los tostados de jamón y queso que me hacía mi abuela.

Me acuerdo del maní crocante del alfajor Blanco/N.

Me acuerdo que cuando cayo el muro Berlín, estaba almorzando.

Me acuerdo de que el dólar valía un peso y que llegué a pagar mezclando las dos monedas.

Me acuerdo que el spot decía que la alegría venía.

Me acuerdo de la voz grave y rasposa de Alfio Basile cuando era el técnico de la selección argentina de fútbol.

Me acuerdo de la cagada de Higuita.

Me acuerdo de la Cicciolina.

Me acuerdo que saltó el dopping.

Me acuerdo del RAP de los 90.

Me acuerdo poder viajar sin pensar en lo que gastabamos.

Recuerdo la cantidad de golosinas que podíamos comer.

Recuerdo como no nos importaba que todo entre en llamas.

Me acuerdo de recibir 1995 con un recital de Todos tus muertos en Cemento.

Me acuerdo que íbamos al súper y con $200 llenábamos changuito.

Me acuerdo del sabor de los chicles de fruta importados.

Me acuerdo de ver a Charly entrar en una limusina rosa con toda su banda en Ferro en la navidad de 1982.

Me acuerdo el aroma de la piel de mi abuela.

Me acuerdo que Maradona es D10s.

Me acuerdo de la pizza con champan.

Me acuerdo a la salida de la escuela, pedir con mis amigos un peso a la gente para comprar una pizza Uggis.

Me acuerdo cuando cerraron el Italpark y lo mucho que lloré.

Me acuerdo cuando Paul McCartney salió al escenario de River y no pude creerlo. Aún no lo creo.

Recuerdo el día en el que mamá perdió la paciencia, era un día bastante frío.

Recuerdo aquel agosto cuando mataron a Jaime Garzón, María apenas aprendía a leer y aunque no lo conocía, lloró por él.

Recuerdo a papá en el campo alejándose de la casa y de los autos para buscar la señal del movicom.

Recuerdo estar sentada junto a mi hermana en Cancún.

Me acuerdo que mi tío me regalaba un dólar y yo me iba a la heladería Roma a comprar un helado.

Me acuerdo de la mudanza a la actual casa de mi madre.

Me recuerdo a mí misma yendo a la universidad.

Me acuerdo del pijama celeste con ositos que llevaba puesto cuando cayeron las torres gemelas.

Recuerdo una olla humeante junto a mi cama que olía a eucalipto.

Me acuerdo que me rompieron el corazón en muchos pedazos,no por primera vez.

Me auerdo del todo por dos pesos y la campera que le compró ahí.

Me acuerdo cuando en el bajo de san isidro caminabamos por la via muerta.

Me acuerdo cuando cada tanto nos hacian dejar el colegio porque habia amenaza de bomba.

Me acuerdo de las galletitas champagne que comíamos en el recreo del colegio.

Me acuerdo cuando a la salida del colegio comprábamos una tira de fizz.

Me acuerdo cuando el combo de Mc Donald’s salía $4,50.

Me acuerdo de la final del mundial de estados unidos, fue un día antes del atentado a la AMIA.

Me acuerdo cuando teníamos que acordarnos los números de teléfono.

Me acuerdo de cuando hacía pogo en recitales de música Hardcore.

Me acuerdo que escuchaba música en el discman cuando iba en colectivo a la facultad.

Me acuerdo del Buenos Aires no Duerme, vi a Joaquín Levinton de cerca, es petiso.

Me acuerdo del recital de Nirvana en Velez, el malhumor de Covain.

Me acuerdo de ver los escombros de la AMIA en la pantalla de un televisor en un bar del microcentro un día del amigo, en vacaciones de invierno.

Me acuerdo que abrieron muchas discotecas en Buenos Aires y la cocaina empezo a correr en las clases populares.

Me acuerdo que David Byrne dio los conciertos mas personales de su trayectoria con un cuarteto en Buenos Aires.

Me acuerdo de doña Rosa que me queria convencer que las empresas privadas eran la solucion a nuestro drama.

Me acuerdo de que me casé en diciembre y a los quince días me descubrieron un melanoma.

Me acuerdo del gol de maradona a grecia y su grito salvaje mientras estaba filmando en el viejo hotel correntoso

Me acuerdo que mi tío me regalaba un dólar y yo me iba a la heladería Roma a comprar un helado.

Me acuerdo de la mudanza a la actual casa de mi madre.

Me recuerdo a mí misma yendo a la universidad.

Me acuerdo del pijama celeste con ositos que llevaba puesto cuando cayeron las torres gemelas.

Recuerdo una olla humeante junto a mi cama que olía a eucalipto.

Me acuerdo del todo por dos pesos y la campera que le compró ahí.

Me acuerdo cuando en el bajo de san isidro caminabamos por la via muerta.

Me acuerdo que ví, de parado, en los bares de Retiro, casi todos los partidos de la selección en el Mundial de Italia.

Me acuerdo que hice 20 horas de fila para sacar entradas para la primer show de los Rolling Stones en Argentina.

Me acuerdo que todavía quedaban los sonidos de la caída del muro de Berlín, y no sé por qué yo seguía escuchando a John Lennon , sonando en mi walkwoman diríamos ahora) en el colectivo que iba por avenida 1.

Me acuerdo que estábamos de fiesta en la playa y de la nada llegó alguien, con un celular en la mano, y dijo: Se murió Fidel.

Me acuerdo cuando vi el primer anuncio sobre la nueva manera de ver películas en DVD. Estudié toda la tarde el significado de las letras DVD para contarle a mis amigos.

Me acuerdo estar de vacaciones en el sur y enterarme por el diario de la muerte de Tato Bores, me puse triste mientras miraba las montañas.

Me acuerdo cuando Morpheo dijo "Bienvenido al desierto de lo real" en Matrix. Salí del cine dudando de todo que hasta dejé de ir a la iglesia.

Me acuerdo del miedo colectivo al fin del mundo con la llegada del Y2K. Todos respiramos en casa a las 12:05 am del 01/01/2000 cuando vimos que no pasó nada.

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(Fiesta de la lectura de primavera, 2020) inspirado en la fórmula creada por Joe Brainard, (I remember, 1970) y popularizada por Georges Perec (Je me souviens, 1978)