16.11.2023

Entrevista con Albertina Carri — Parte I

Por Fernando Martín Peña

Fernando Martín Peña: Vos integraste la primera generación de la Universidad del Cine (FUC) ni bien se abrió en 1991. Contame cómo llegaste ahí.

Albertina Carri: Por error de cálculo. Llegué ahí porque quería escribir. En ese entonces yo vivía con Alcira Argumedo y ella me dijo: “Si querés escribir, estudiá cine”.

FMP: Desconcertante.

AC: [Se ríe] Ella creía que para aprender a escribir era importante aprender a hacerlo en un medio que no fuera la literatura. Así que me anoté en la Universidad del Cine para ser guionista.

FMP: ¿Y hasta ese momento tu relación con el cine cómo era?

AC: Escasa. De chica viví en el campo y no había cine en el pueblo y después en la adolescencia había sólo un cine en Lobos, que pasaba películas horrorosas, así que iba poco, con amigos. Después empecé a ir una vez por semana, pero como una cuestión de cultura general, como algo medio obligatorio impuesto por mi familia. No tenía un fanatismo por el cine y cuando llegué a la FUC fue muy fuerte porque todos eran súper cinéfilos y yo no tenía ninguna cultura cinéfila. No entendía nada. Pensaba: “Pero yo me pasé toda la vida leyendo, creí que ahí estaba la cosa…”. Y bueno, estudié un montón, me la pasé alquilando películas para ponerme al día. Alquilaba por directores. Así entendí que si quería estudiar cine tenía que ver cine…

FMP: Después empezaste a trabajar en la industria.

AC: Sí, en cámara. Hice hasta segundo año en la FUC pero no terminé la carrera. Me enamoré de la cámara y empecé a trabajar mucho, en el equipo de cámara del Chango Monti, gracias a una persona amiga que me recomendó. Trabajé muchísimo en el equipo del Chango, había rodajes todo el tiempo. Aprendí más ahí en tres años de rodajes sin pausa, que en la Universidad. Aprendías de todo, lo que había que hacer, lo que no, y mucho de técnica pura y dura, porque el cine también es eso. Fue muy intenso.

Y de carambola, a los diecinueve años, la primera película que hice como meritoria de ese equipo fue Un muro de silencio, de Lita Stantic. Yo no había leído el guion, no sabía ni quién era Lita. Y cuando empiezo a ver de qué se trataba me pareció increíble haber ido a parar justo ahí. Igual no me animé a decir nada. Recién a las tres semanas de rodaje, durante un almuerzo, se me acercó Lita y me dijo: “¿Vos sos la hija de Carri?” “Sí, y de Ana María”, aclaré, porque siempre en el trato con los demás parece que soy muy hija de mi padre y muy poco de mi madre. Y ahí Lita me abraza y me explica que en los 70 ella había producido una película sobre un libro de papá (Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia, 1968), que habían sido muy amigos, etcétera. Mis hermanas y yo sabíamos que el libro se había filmado y que lo filmado se había perdido, pero no sé por qué creíamos que el director había sido Néstor Paternostro. Ahí me enteré que no, que la había dirigido Pablo Szir. Pablo había sido pareja de Lita y luego fue desaparecido también. Y parte de la historia de Un muro de silencio se basa en la desaparición de Pablo. Así que mirá justo a dónde fui a parar.


Cuatreros, 2016.

FMP: En una parte de todos esos cruces está el origen de Cuatreros (2016).

AC: Sí, yo misma quise hacer una película con actores sobre el libro de papá, pero ese proyecto nunca fraguó. Escribí varias versiones y estuve un par de años con esa idea. En algún momento me llamaron para hacer una lectura performática en el San Martín y decidí hablar de este proyecto inconcluso, el proyecto imposible, que nunca iba a hacer. Era la manera de ponerle un moño al proyecto y cerrarlo para siempre. La cuestión es que hago la lectura y varios me piden que publique el texto y una editorial me ofrece ampliarlo y editarlo como libro. Pero dije que no, porque el texto era justamente para terminar con el asunto, no para seguirlo.

Más tarde me convocaron desde el Parque de la Memoria para hacer una videoinstalación con las cartas que nos escribió mi madre desde su cautiverio. Y mientras estaba trabajando en eso me ofrecen hacer una muestra en toda una galería, un monstruo de seiscientos metros cuadrados. Casi me da un infarto. Así que ahí empecé a pensar una muestra distinta, con seis obras. Para una de esas obras rescaté el texto sobre mi fracaso con Isidro Velázquez y empecé a buscar material de archivo para poder trabajar las líneas que hay alrededor de su historia. De lo que trataba la ficción inicial era de ese alrededor: ¿cómo hablar sólo de Isidro sin hablar de los intelectuales cercanos a su historia, como Pablo Szir y mi padre? También hubiera querido hacer sólo la historia de Isidro como una especie de western latino, pero la verdad es que no tiene un arco dramático capaz de sostener eso. Y además me fui dando cuenta de que lo que más me interesaba del tema no era el propio Isidro sino la pasión que había tenido mi padre sobre la historia de Isidro. Llegué a hacer un guion en tres tiempos, con la historia de Isidro, la de los intelectuales que lo habían investigado (Szir y mi padre) y finalmente la de los que buscábamos en Cuba la película perdida de Pablo Szir. Y en otro momento se me ocurrió que el guion había que escribirlo con el formato de un manifiesto, como los manifiestos políticos de esos años, que hubo un montón. Parecía lindo, pero bueno, tampoco funcionó. Por todo esto es que, cuando me preguntan cuánto tiempo tardé en hacer Cuatreros, no sé qué contestar. El montaje lo hice rapidísimo, pero todo el asunto me llevó más o menos media vida…

FMP: Claro, pero en algún momento, con todo ese material y todas esas ideas, decidiste la forma que finalmente tiene la película.

AC: La videoinstalación tenía cinco pantallas alineadas en una habitación de cuatro por cuatro, así que, cuando entrabas a la sala, las personas en pantalla aparecían en tamaño real. La había imaginado como las ventanillas de un vagón de tren: de cualquier forma que la mirases te llegaba información. Fue un trabajo monstruoso, por la cantidad de archivo que editamos (con Lautaro Colace) y por las relaciones que tuvimos que hacer entre las pantallas. El productor de la muestra, Diego Schipani, empezó a decir “Acá hay una película”. Y yo le contestaba que no, que para nada. Pero él insistió y al final se me ocurrió una idea, que era desordenar esas cinco pantallas, configurarlas de otra manera y pensarlas como signos de puntuación. Ahí me entusiasmé de nuevo y le dije: “Probemos”.

FMP: Ahí te ayudó lo literario.

AC: Sí, apareció una idea gramatical. Como ya teníamos el material muy estudiado, hacer la nueva edición para la película fue divertidísimo. Salimos a buscar más material y empezamos a explorar todas las conexiones posibles entre las imágenes, a ver cuándo tenía sentido usar una, dos, tres, cuatro o seis pantallas. Al final quedó todo conectado, todas las pantallas hablan entre sí. Y al terminarla me di cuenta de que ya no era sólo sobre Isidro, ni era sobre mi padre, ni era sobre mí o sobre mi maternidad o sobre el cine. Sino que era sobre todo eso como potencia vital. Quedó una especie de mamushka.

FMP: ¿Agregaste texto al original?

AC: Sí, sí. Al texto de la lectura performática le hice retoques y le agregué bastante. Diría que el proceso que cuenta la película misma es casi el verdadero. Y muta a partir de las cosas que van surgiendo en el propio relato y en la investigación. Creo que la película se va comiendo a sí misma.

FMP: ¿Cómo la recibieron en el exterior?

AC: No la entienden. No entienden nada.

FMP: Pero ¿les gusta?

AC: No tengo ni idea. Pero la pasan. En Francia por ejemplo se ha visto bastante. Quedan azorados. Acá también y creo que es porque contiene mucha información. Tendría que ponerle un cartel adelante que diga: “No intenten entenderlo todo”. Porque cuando la presento y digo eso, después la gente sale más tranquila: “¡Gracias por haberlo dicho!”. La lógica del relato convencional está muy metida en la cabeza de los espectadores y entonces Cuatreros los enloquece. Por un lado, la forma tiene que ver con el cine experimental, pero por otro tiene líneas narrativas muy precisas, tiene plot-points que generan estabilidad, para después volver a desestabilizarte con nueva información. Cada personaje está presente a lo largo de todo el film y tiene su seguimiento, pero no se los establece como en la ficción clásica o en el documental clásico. Están utilizados de otro modo y por momentos la película te pide que no prestes atención, que te pierdas en los detalles, que también vale.

FMP: Claro, tenés que elegir lo que ves, no podés asimilar todo sin verla un par de veces.


Las hijas del fuego, 2018.

FMP: No sé si puede pensarse como una reacción a las características de Cuatreros, pero Las hijas del fuego (2018) es una película totalmente opuesta: road-movie, actrices, linealidad…

AC: Creo que Las hijas del fuego la vengo pensando desde que hice Barbie también puede estar triste (2002). Pero bueno, en ese momento las chicas de Las hijas del fuego eran menores de edad, no era el tiempo para hacerla. Lo digo porque la película prácticamente “apareció” a partir de encontrar a esas chicas, la escribí rapidísimo.

FMP: ¿Y cómo las encontraste?

AC: Hicimos un casting. Hablando de la idea de hacer una película así. Rosario Castelli, que es antropóloga, lesbiana y militante, me dijo “Vos escribila que yo te hago el casting”. Ella no se dedica al casting, aclaremos.

FMP: Aclaremos también a qué te referís cuando decís “una película así”.

AC: Me refiero a la idea de hacer una película porno y lésbica pero corrida de los cánones sobre los que se hace el porno lésbico en general. Esa ideal original es lo que viene desde Barbie… Y parte de la motivación fue también la experiencia de hacer el festival Asterisco, que me obligó a ver todo el porno lésbico que se hace en el mundo, la mayor parte del cual me pareció malo y/o triste. Quería hacer una porno que fuera luminosa, que fuera de día, al rayo del sol. Después la estructura, el cuento, surge a partir de saber que existían las personas que podían acompañarme en ese viaje.

FMP: En lo que se parece al porno tradicional –o por lo menos al de los 70, que es el que mejor conozco– es en la estructura secuencial: cada escena de sexo tiene cierta autonomía, una locación precisa y una música determinada. Es más o menos como funcionan los musicales, también.

AC: Jamás pensé en un musical [se ríe]. Para mí se iba armando como una road-movie con paradas, en cada una de las cuales se sumaba una chica. Empieza en Ushuaia con una pareja, luego son tres, cuatro y así hasta no sé cuántas son en la última escena. Lo que tiene del porno tradicional es esa idea de que cada vez que paran en algún lado se abre una puerta y hay alguien disponible para cojer. Es un verosímil del porno que me parece fantástico. Sale una a correr, se cruza con otra que viene en bicicleta y terminan cojiendo: eso es del más clásico porno, no tenés que explicar nada.

FMP: Ring, soy el cartero…

AC: Claro. Siempre es así, ¿viste? Eso era divertido en el proceso de escribir la película. Pero también podríamos decir que no es porno, que es una película narrativa con mucho sexo explícito. Yo prefiero llamarla porno para discutir con ese género, que es históricamente patriarcal y todo lo que ya sabemos. De hecho, ni bien la terminé me pareció que había quedado tibia…

FMP: [Indignado] ¿Cómo tibia?

AC: [Se ríe mucho] Sí, siempre tengo ese miedo. Me dio la impresión de que me había acobardado y que por eso le agregué la voz en off con las reflexiones sobre lo porno, los cuerpos… No sé, una cierta pedagogía. Cuando la estábamos armando, con la montajista le decíamos “La Biblia” porque queríamos que estuvieran todos los temas de la militancia bien presentes. Ahora estoy más tranquila con la película, me parece que resulta sólida con esa multiplicidad discursiva.

FMP: Otra cosa que comparte con el porno histórico es su potencial subversivo o escandaloso, por meterse a representar lo que no se representa.

AC: Claro, el porno originalmente era clandestino. Yo quería hacer una película que no fuera nada complaciente, su destino tenía que ser el de ir a molestar, el de hacer aparecer imágenes que no estamos acostumbrados a ver.

FMP: Hay algo que me gusta mucho de la estructura, que lo proporciona la escena final. Porque si bien el límite entre el erotismo y el porno es difuso, existe. Y la última chica, sola, le recuerda al espectador la dimensión erótica del comienzo.

AC: Claro, pasa algo de eso. La película te va acostumbrando a ver porno en todas sus variantes y cuando se llega a la orgía ya nada te sorprende. De hecho, la película no terminaba así, el guion tenía una escena más, un rulo que estaba bien: las protagonistas le entregaban la Trafic en la que viajaron a otro grupo de chicas, una especie de paso de mando, una continuidad. Lo que pasó fue que yo no sabía que la actriz iba a dar todo lo que dio en ese final, no fue una indicación mía. El criterio siempre fue que hicieran las escenas de sexo como se sintieran cómodas y decirles sólo dónde iba a estar la cámara y aproximadamente lo que tenía que pasar. Así que en esa escena lo único que decía el guion era “Ella sale de la orgía, se queda sola y se masturba”. Punto. Armamos la puesta, empezamos a grabar y ella hizo tal cosa que dije: “La película termina acá”. No tenía sentido agregar la otra escena después de la potencia que apareció ahí. Por suerte lo vi en el momento y no me encapriché con lo que decía el guion.

FMP: Esto no es por sacarle mérito a las otras escenas, pero la de la iglesia aún no puedo creer que pudieras hacerla.

AC: Eso fue el primer día de rodaje. Estaba en el guion y todos me decían: “Esto es imposible”. Porque además es una película hecha sin plata.

FMP: Claro, no podías armar un decorado.

AC: No, averiguamos cuánto salía alquilar lo necesario y era inviable, nos iba a quedar re cutre. Y entonces con Rosario nos acordamos que en las estancias más viejas hay capillas privadas. Con el tiempo esas estancias pasaron por sucesivos herederos y muchas ahora se usan para hacer turismo rural. Y sus capillas se alquilan para eventos, en general casamientos heterosexuales. Bueno, nosotros la alquilamos para hacer porno lésbico.

FMP: La ausencia de presupuesto también es un rasgo del porno clásico.

AC: Sí, la hicimos como pudimos.

FMP: Por fuera del INCAA.

AC: Sí, yo no tenía ganas de ponerme a discutir con el INCAA. En algún momento las productoras me dijeron “Vos podés ir y dar la batalla”. Pero, la verdad, no tengo más ganas de dar batallas. Venía de la experiencia de Cuatreros, que la habían calificado mal, y a quince años de Los rubios, cuyos problemas con el INCAA fueron muy públicos. Basta. Si no les gusta lo que hago ya es un problema de ellos. Así que fuimos por fuera, con el costo que eso tiene, pero con la ventaja de una libertad casi total. Logramos viajar a Ushuaia haciendo unos canjes rarísimos y filmar allá, pero después casi todo el viaje está hecho en el gran Buenos Aires. Eso es algo que aprendí haciendo cámara en películas profesionales de bajo presupuesto, como las de Carlos Gallettini. Filmás para un lado y es Caleta Olivia, filmás para el otro y estamos entrando a Misiones. Eso te da el oficio, no deben haber sido más de diez días de rodaje. Y después salimos a filmar paisajes por separado, para abrirla un poco.

FMP: ¿Cómo fue la recepción fuera de la Argentina?

AC: Muy buena, se vio mucho. Al principio con la productora, Eugenia Campos Guevara, hablamos de estrenarla en el circuito porno. Después, como la película entró en el BAFICI y ganó, pasó naturalmente a otro circuito más tradicional. En San Sebastián por ejemplo hubo mucha gente que salió de la sala gritándonos. Pero en Brasil fue un éxito, se convirtió en una especie de película de culto.

[Ver la parte II de esta entrevista aquí]


03.11.2023

La realidad para Marcia

Por Roberto Amigo

La realidad para Marcia es cualidad de los fenómenos en los que no reconoce una existencia ajena a su propia vida y, además, hace partícipe al espectador del artificio, logrando que acepte su propuesta de realidad. Así, "El tren fantasma" es la unidad entre historia y biografía, la exteriorización de una voluntad. No es solo la creencia sobre la realidad, que es una construcción discursiva colectiva, sino la impronta biográfica que constituye el nexo sensible con ese pasado, tan difícil de asir desde la razón. Cuarenta años después este conjunto de grandes pinturas ensamblajes funciona como preludio a su obra del exilio en Barcelona. Es un relato visual de la historia biográfica desde una comprensión reflexiva del derrotero argentino condensado en la figura de Isabelita. Marcia se enfrenta no a ese pasado, sino a los restos acumulados del pasado en nuestra vida cotidiana. Por ello, el modo de representación logra, con su acumulación omnívora, dar cuenta de esa persistencia. En cierta forma, Marcia asume compositivamente el basurero de la historia. No ofrece una salida a la persistencia de ese momento como quiebre en nuestra cultura: solo convierte a las voces internas en una visión apocalíptica, en el ejercicio de plantarse antes del abismo, de condensarlo en la oscuridad privada de lo público. Logra una poética de un enorme peso, anclada en su gravedad, sin ninguna concesión ni benevolencia.

[…]

Marcia tiene la capacidad de hacer que la técnica pictórica tenga autoridad, frente al impacto de los nuevos medios, y logra hacerlo sin encerrarse dentro de un giro conservador, que esa posición puede llegar a plantear. No es la defensa de la pintura como lenguaje universal humanista, sino como un marco de acción material e ideológica que permite dar cuenta de la relación sensible con el otro, en términos de la historia común local. Es pensar un espectador que pueda reconocerse en ese imaginario, que se desplaza desde lo rural a lo urbano y, fundamentalmente, es pensar en el migrante de las grandes ciudades. Este interés se afirma a través de su persistencia en el trabajo con el modelo. El retrato y la figura humana en la obra de Marcia han tenido lecturas dispares, pero generalmente centradas en la obra del exilio en Barcelona y en la de los primeros años del retorno a la Argentina. Así, ha predominado la filiación a la figuración crítica, como tradición local, en especial de Antonio Berni, y su predilección por los habitantes de los márgenes o los tipos barriales

[…]

También se podría pensar la influencia de Aída Carballo (por ejemplo, litografías como Vecinas del Sur, las series Los locos y Los amantes): el expresionismo temprano de Marcia tiene una de sus raíces en extremar el tipo de figuración surrealista de esta gran grabadora. Tal vez, es posible señalar dos vertientes que surgen de la obra de Carballo, una se consolida en Marcia, la otra en Fermín Eguía. Ambas con empatía popular y diverso humor. Desde esta lectura se mitigan los vínculos con el grotesco, considerado el realismo autóctono de carácter literario, y la continuidad del realismo entendido como el humanismo trascendente de la figuración de Antonio Berni y Lino E. Spilimbergo.

[…]

En los retratos recientes de Marcia encuentro una expresión de orgullo en los sujetos. Aspecto que no observo en las etapas anteriores, donde domina el aire melancólico y de derrota, de soledad y desesperación en la lujuria. Marcia logra el tránsito de la observación de las figuras del barrio y de los márgenes a retratos de territorialidad, es decir, a sujetos que portan su identidad social y cultural como modo de enfrentamiento.

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Fragmentos extraídos del ensayo “El filo del hacha”, en Ojo. Marcia Schvartz. Cat. Exp. Colección Amalia Lacroze de Fortabat, 2016.

 

 

 


En 1963, el empresario Ernesto Vainer regresó de un viaje a Japón con un peculiar aparato que había captado su atención. El aparato era un encendedor piezoeléctrico que emitía una chispa al pulsar un botón. La visión de Vainer era transformar este descubrimiento en una herramienta doméstica, y de inmediato se lo mostró a Hugo Kogan, responsable del departamento de diseño de su empresa, Electrodomésticos Aurora. Kogan se puso a trabajar con entusiasmo en el diseño del proyecto. Inspirado por el sencillo pero ingenioso mecanismo de este aparato japonés, la determinación y el ingenio de Vainer sentaría las bases de un producto revolucionario que pronto se convertiría en un artículo de primera necesidad en los hogares.

A tres meses de su lanzamiento, Aurora ya había vendido 80 mil unidades de su flamante producto: el Magiclick. La creación fue finalmente patentada por su inventor, el propio Vainer en 1976. “Garantía de 104 años”, aseguraba su eslogan, en base a un cálculo de 25 chispas diarias. Aliado insoslayable de los hogares y emblema del diseño argentino, implicó una mejora radical en la relación entre los usuarios y los artefactos."


26.10.2023

Guillermo Kuitca, nadie olvida nada

Por Viviana Usubiaga


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Kuitca, sin ser un artista de militancia política –a instancia de amigos había frecuentado reuniones en el Partido Comunista y más tarde en el Movimiento al Socialismo– supo participar de algunas reuniones de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en 1979. Por entonces, algunas de sus obras hacían referencia a la represión y los desaparecidos como el dibujo donde inscribe la enumeración desde el 1 al 30.000 en 1980. No obstante, en Nadie olvida nada, la relación es más ambigua con aquello que representa, pero sin duda, se conjuga en ella un “reconocimiento de las víctimas”. Las camas, con sus sábanas semiabiertas, se muestran a la espera de cobijar un cuerpo ausente. Como símbolo primario del lugar del nacimiento, sueño, enfermedad, sexo y muerte, el lecho inscribe con su presencia un reclamo por su apremian- te vacío. Son varias las obras que componen el corpus llamado Nadie olvida nada. Su repertorio simbólico se repite y renueva su apariencia según los espacios en los cuales se inserte: cama vacía, figura femenina, figura masculina. Tal como mencioné, su imaginario quedó plasmado en soportes que no son telas montadas en bastidores tradicionales. Trabajaba en cambio con carbonillas para dibujos espontáneos sobre papeles precarios, cartones entelados o con acrílicos sobre tablas de maderas cuyas dimensiones son dispares y no convencionales. En su conjunto, la serie se percibe como variaciones sobre un mismo tema: el recuerdo. En tiempos de violencia social en la Argentina y guerra con una potencia extranjera, estas obras conectan con una ineludible invocación a la memoria. Por un lado, la incesante repetición de sus motivos y aspectos formales y, por el otro, la idéntica nominación de cada una de las piezas que componen la serie, construyen un recurso entrelazado de narración histórica. “Nadie olvida nada”, la doble negación es en idioma español, subvertida en contundente afirmación. Como un repiqueteo lingüístico, se vuelve una apelación al recuerdo, para que definitivamente, todos recuerden todo.

El espacio indefinido en estas obras es clave en la atmósfera inquietante donde se insertan las figuras en configuraciones inestables. Los cuerpos y las camas que aparecen en flotación acentúan las perspectivas falseadas. Las mujeres silueteadas funcionan como una fórmula expresiva recurrente de la serie, como almas en pena que vagan en la deriva espacial de un mundo empastado de tácita violencia. Cuando se insertan figurillas de hombres, estos no las acompañan serenamente; parecen escoltarlas, detenerlas o encaminarlas hacia la espesura de la pintura farragosa por la fuerza de sus brazos que contrasta con la debilidad mutilada de las mujeres. Una de sus composiciones muestra a ocho mujeres alineadas de espaldas al espectador sobre un fondo violáceo y sin espacio discernible. [1] Como en un pelotón de fusilamiento, las figuras se entregan vulnerables a la mirada externa que se vuelve tortuosa ante la indefensión.


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Frente a ciertas interpretaciones histórico-sociales de su obra, el pintor ha reflexionado en los siguientes términos,

¿Por qué negar, por ejemplo, que esas camas [...] están en un campo de concentración?, ¿por qué debería negar que allí se deposita la historia argentina? Tiendo a desalentar esa visión sobre mi obra porque sé que la fuerza, la invade, la sofoca. Pero por el otro lado, me siento ridículo cuando la niego categóricamente. En definitiva, no puedo negar que hay en mi obra una visión política del mundo, una visión de la historia, sólo que no la puedo formular más allá de cómo la formula mi propia obra. [2]

 

Notas

1. Esta obra fue tapa de la edición de La Nueva Imagen, de Arte al Día, Buenos Aires, Costa Peuser Editores, diciembre de 1983.
2. Guillermo Kuitca, Obras 1982-1998. Conversaciones con Graciela Speranza, Santa Fe de Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998, p. 94.

 

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Fragmentos extraídos del libro Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires. Buenos Aires: Edhasa, 2012.


18.10.2023

Arte y vida. Los años noventa en Buenos Aires

Por Francisco Lemus

Para mediados de la década de los noventa, el grupo de artistas de la Galería Rojas se vio atravesado por el vih. El escenario fue paradojal. A medida que los artistas lograban una mayor visibilidad, enfrentaban la proximidad de la muerte. En 1994, fallecieron de causas relacionadas al sida, Liliana Maresca y Omar Schiliro, dos años más tarde murió Feliciano Centurión. Junto a la muerte de amigos jóvenes, amantes y colegas se experimentaba incertidumbre, discriminación y desamparo institucional. Se generaron heridas colectivas y procesos de duelo que en la memoria se mezclan con las marcas de la represión de la última dictadura militar.

A diferencia de otras regiones donde el desarrollo crítico del virus se situó hacia finales de los años ochenta, en Argentina el crecimiento marcado de la enfermedad se presenta en el transcurso de los años noventa. Hacia 1996, este proceso comenzó a modificarse a través de la implementación de la terapia combinada y un acceso gratuito que llevó años de nuevas luchas. En un contexto condicionado por la racionalidad neoliberal, en el cual criterios como modernización, competencia, consumo y buena imagen se establecieron como una forma ideal de ciudadanía, la irrupción del virus puso un límite inmediato a la existencia. El día a día de los guarangos de Restany tenía que ver más con la supervivencia que con los beneficios directos de la convertibilidad económica.

A través de este panorama, se puede ver una cuestión clave que atraviesa al arte argentino de los años noventa: la micropolítica. Hay un doble movimiento, que no siempre es exacto, que caracteriza a las trayectorias de los artistas y sus obras, que entrelaza el arte y la vida sin las exigencias de la vanguardia. La subjetividad se proyectó en los temas, las operaciones, los materiales, los discursos y lo personal adquirió una jerarquía inédita en la representación. Esto no significó una retirada de la política con mayúsculas, tampoco la evasión total de lo público, sino el ingreso de la micropolítica como forma legítima de ordenar los signos de una época. Mientras estas transformaciones se afianzaron, el vih avanzó sobre los cuerpos. Se creaba de manera vertiginosa, pero también se vivía al día. Me interesa indagar en ese anudamiento entre el uso informal de la política, la amistad yel sentimiento de un grupo reducido. ¿Cómo trazar puntos de encuentro y acuerdos con una sociedad que estigmatiza? Incluso, ¿cómo hacer arte cuando la enfermedad deteriora la vida?

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Fragmentos extraídos del ensayo Arte y vida. Los años noventa en Buenos Aires, publicado en la revista Heterotopías del Área de Estudios críticos del Discurso de FFyH. Volumen 4, N° 7. Córdoba, junio de 2021. El texto completo puede leerse aquí


03.10.2023

Rito de paso

Por Florencia Qualina

La creación de nuevos lenguajes estuvo con frecuencia incitada por visiones de esferas intangibles; no es exagerado afirmar que resulta difícil escindir el devenir de las vanguardias artísticas en su relación a dos grandes asuntos: uno político, el otro espiritual –incluso a menudo ambos confluyeron, pensemos por ejemplo en Sobre lo espiritual en el arte de W. Kandinsky–. En el arché de las vanguardias en Argentina se da a ver el vínculo entre lo visionario y su materialización plástica, tangible a través de Xul Solar. Antes de volver a Buenos Aires en 1924, Xul se había iniciado con el miembro de la Orden Golden Dawn, Aleister Crowley en el método que le permitió “obtener de manera sistemática sus visiones” [1]. En el arte de Xul Solar las tradiciones orientales y americanas, el Tarot, los cultos ctónicos, la Jerusalem Celeste y los círculos angélicos se fusionan en simpatía con la indagaciones de su amigo Borges, a quien ni las revelaciones de Swedenborg, las artes de Paracelso, o los misterios de las Sefirot le resultaron indiferentes.

 


Ana Won. Pronuncia su nombre a la noche, 2023.

Si Xul Solar inaugura una vía inédita para la cultura visual de su tiempo, en lo sucesivo las conexiones entre tradiciones sagradas, saberes arcanos y artes visuales no dejaron de recrearse: Raquel Forner se nutrió de fuentes bíblicas –el Exodo, la Torre de Babel, La mujer de Lot– y de un sincrética cosmogonía espacial para dotar su obra de un profundo sentido trágico. Las grandes guerras del siglo XX son el escenario de muerte y desolación en los que habitan sus criaturas; la conquista del espacio durante la década del 60' inspirará en ella obras que supieron ser asimiladas a la cualidad visionaria de William Blake; no sería caprichoso equipararla al camino del héroe espacial que compuso con genio Stanley Kubrick en 2001: Odisea del Espacio. La contemplación estelar condujo también a Noemí Gerstein a crear esculturas de hierro de carácter lacerante a la vez cósmico. En ella las referencias zodiacales –Escorpio, Tauronave– conviven con las astronómicas –La Osa Mayor, Las Pléyades–, bíblicas –Goliath–, mitológicas –Pequeño Dragón, Icaro–, para dar forma a una poética que evoca arquetipos atávicos. De modo semejante, la tradición cristiana, la alquimia, el chamanismo o las enseñanzas de George Gurdjieff, se arraigan en la obra de Victor Grippo, Germaine Derbecq, Alfredo Portillos, Elda Cerrato, Santiago García Saenz, Nora Correas, Liliana Maresca; comprendiendo en estos nombres una genealogía tan arbitraria como insuficiente. La exhibición Luz y Fuerza curada por Lara Marmor traza un recorrido generacional –en gran medida artistas nacidos entre las décadas del 70' y 80'– para abordar este fructífero vínculo entre filosofías espirituales y creación. Los enfoques y percepciones son múltiples, caleidoscópicos: surgen las re-escrituras de las herencias familiares, los peregrinajes interiores, la ironía como respuesta al mandamiento del bienestar –pulgares para arriba, fármacos que sirven de yelmos–, los artefactos neo-paganos. Hay un yogui, es una escultura de Diego Bianchi realizada con cemento, plástico, madera, ropa deportiva, telgopor y poliuretano; se llama Vadaconasana y participó de su exposición individual Ejercicios espirituales en 2010, en el Centro Cultural Recoleta. Bianchi tomo en aquella oportunidad un concepto significativo para la filosofía griega que siglos después fue recuperado, resignificado por San Ignacio de Loyola. Los ejercicios espirituales del santo jesuita constituían un método, a través de la oración, la contemplación y ciertas prácticas corporales, para vivenciar la presencia de Dios. Es claro que la obra de Bianchi se encuentra eximida de todo canon religioso; sin embargo en muchos de sus trabajos hemos podido experimentar con intensidad el ingreso a un mundo –a falta de encontrar la palabra adecuada– consagrado. Para entrar en su exposición Imperialismo Minimalismo [2] había que trepar por una dificultosa rampa; ingresar en Under de sí [3] implicaba un dilema ético: pasar por encima de un puente humano o no… los performers que soportaban las tablas sobre sus pechos sintieron el peso de una tropilla de gente que lo hizo. No es esta la ocasión para rememorar las impresiones de lo que ocurría después de atravesar aquellas encrucijadas, sí para tener presente que consistía en experimentar –con sutil humillación, con algo de claridad sobre el propio lado oscuro– una iniciación. 

 

Notas

  1. Patricia Artundo, “El encuentro entre el Mago y el Pintor: Aleister Crowley y Xul Solar”, en Xul Solar Panactivista, MNBA, Buenos Aires, Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, 2017, p 69.
  2. Galería Alberto Sendrós, 2007.
  3. Co- creado junto a Luis Garay, Bienal de Performance Argentina, Centro de Arte Experimental UNSAM, 2015.

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Este ensayo fue comisionado especialmente para acompañar la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


03.10.2023

Luz y Fuerza

Por Noelia Billi

¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? El arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio.

Luz y Fuerza es un sintagma que, en Argentina, remite inmediatamente al sindicato de los trabajadores del gremio de la energía eléctrica. Sin dudas, la ocurrencia de aquellos tucumanos agremiados en 1919 es un hallazgo que sintetiza no solo la estructura económica de nuestra época sino también la anímica. Las sociedades modernas se lanzan con voracidad hacia la electricidad como fuente de esa particular forma de la energía que aúna la capacidad de alumbrar y de movilizar, encandiladas por una promesa de desarrollo que supone un crecimiento sin límites. Para los habitantes de las ciudades, la luz y la fuerza proviene de una tecla o un enchufe, conectados a un cable de extensión insondable, una especie de milagro pagano. Una confianza irreflexiva nos convence cada día de que nuestros esfuerzos se verán recompensados y ese salto de fe que nos impulsa a cruzar el abismo entre la cama y el mundo se cifra en el gesto mínimo de apretar un interruptor y que se haga la luz. ¿Pero qué sucede cuando este milagro cotidiano falla? Los días sin electricidad son temporadas de desesperación en las que el fin del mundo no es temido sino algo deseado, en las que el no future se hace palpable. Asistir estupefactos al desmoronamiento de las estructuras más simples de la vida puede resultar insoportable y no es otro el caldo de cultivo de toda revuelta. El tan temido corte de luz es una escena moderna que guarda el sedimento de terrores ancestrales, cuyo paradigma en todas las culturas es el eclipse total del sol. Al igual que la mayoría de las comunidades que conocemos, el pueblo de los modernos se sostiene en una mitología que idolatra al sol. Pero a diferencia de muchas otras sociedades, las occidentales han elegido el camino de la idealización de ese fuego abrasador que nos observa desde lejos, de allí que el sol se haya convertido tempranamente –en la antigua Grecia– en una imagen a partir del cual se moldearon los conceptos de lo que, animando el mundo material, lo trasciende: una divinidad meta-física.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Las pajilleras, 2016.

Hay quienes aseguran que es allí, en el inicio de la tradición occidental, donde la especial relación que las plantas tienen con el sol y la tierra sirvió de modelo para pensar eso que desde la modernidad llamamos naturaleza. La adoración de un Dios que permite la visión pero no puede ser visto sino de forma indirecta es la fuente real e imaginaria de la vida sobre esta tierra. Así lo enseñan las plantas, talismanes místicos que sacrifican su vista para acceder al secreto que permite atravesar el umbral entre lo viviente y lo inerte, sede alquímica de la transmutación de la luz inorgánica en fuerza formadora que pulsa en la materia organizada. Tomamos de las plantas su fascinación por el sol y esperamos transformarnos en heliotropos, las bellas flores giratorias de una naturaleza en la que queremos arraigarnos porque nos imaginamos separados. Aspiramos a ser plantas, a imagen del sol, nuestro dios, sobre la tierra; como si fuéramos pequeños destellos especulares que interiorizan su luz y la reproducen al infinito.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Ojos de gato, 2020.

Se repite a menudo, siguiendo a antropólogos como Philippe Descola, que Occidente se ha forjado un destino a fuerza de naturalismo, es decir, que todo lo que existe está hecho con los mismos materiales y su diferencia reside en lo que esa materialidad cobija, una interioridad. Como si cada viviente fuera un contenedor hueco que adquiere especificidad en la medida en que es animado, desde adentro, por una fuerza ígnea que le es exclusiva. Así lo señalaba Aristóteles cuando pensaba que el cuerpo, en los seres vivos, es un instrumento del cual el alma se sirve, y que es la suma de sus diferentes facultades lo que provee de una mejor y más sofisticada existencia (en una jerarquía natural que tiene por umbral inferior al alma nutritiva y en su cúspide la intelectiva). Es también la que decreta la Biblia (somos polvo a la espera del soplo divino) y la ciencia moderna (los átomos organizados en sistemas complejos vivientes se diferencian desde el interior). ¿Pero qué sucede ante la crisis de los grandes relatos que estructuran las sociedades contemporáneas (el progreso como fuerza motriz de un futuro mejor sobre la tierra, el iluminismo como confianza en la razón humana desprovista de raigambre divina)? En el ámbito de las prácticas artísticas, dominio de la imaginación y la búsqueda por reconfigurar los límites de lo sensible, una crisis es el caldo de cultivo para generar respuestas creativas ante el hartazgo por ese modo de ordenar el mundo, impulsando el abandono de la distribución naturalista que conforma nuestro sentido común. En este sentido, no debería sorprendernos encontrar entre estas búsquedas un sutil pero sostenido totemismo, es decir, una apuesta por agruparnos en grandes parentelas (que para nosotrxs son interespecies e interreinos) identificándonos física y anímicamente con otros seres según principios que nos son comunes. ¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? Algunxs artistas se han volcado así al plantismo, la observación, mímesis y alianza con el mundo de las plantas; se plantean un cultivo paciente de las relaciones con el mundo que reconocemos en el modo de existencia vegetal (modular, plástico, sésil, de una lentitud que nos desespera y una forma de emisión de signos e imágenes que no comprendemos del todo). Siguiendo, quizás sin saberlo, la lógica de los pueblos amerindios, el arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio manteniendo unidos a la tierra y al fuego; identificarnos, pues, con el alma vegetal, nutricia y generativa. Se vislumbra así una espiritualidad de un signo nuevo: una que no reniega de esta tierra para elevarse mejor, sino que mima el amor inmundo que las raíces de las plantas nos enseñan. Compostando mundo en la oscuridad de los suelos inaccesibles a nuestro ojo desnudo, las plantas (y como ellas, nosotrxs) hunden el sol en la tierra, y la transforman en amasijo de humus, raíz, aire, hongo, agua. Una espiritualidad que no es otra cosa, quizá, que la escansión tenaz del mundo donde luz y fuerza se anudan porque el sol no está por encima sino en ella, y a través de ella dentro de la tierra. El sol no es su Dios sino su aliado, una conexión singular y de singular poder y ferocidad.

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Este ensayo fue comisionado especialmente para acompañar la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


Podríamos afirmar que Wifredo Lam es el artista plástico cubano más conocido fuera de su país y un emblema nacional al interior de la isla. Sin embargo, su obra, y también su figura, se presentan como un intrincado asunto a abordar. Se han escrito numerosos artículos de investigación con distintas perspectivas desde su irrupción en la escena artística en la década del 1940 hasta el presente. Se ha publicado también gran cantidad de material de divulgación desde esa fecha temprana. Lam parece ofrecer una fuente inagotable de aristas para analizar su producción plástica.

Pero comencemos por el principio. De padre chino y madre afrocubana, nació en 1902, año de la independencia definitiva de Cuba (por lo menos en términos legales) y a pocos años de haberse abolido la esclavitud en la isla (1886). En esta presentación busco hacer foco en una de las perspectivas que se han abordado respecto de su obra, aquella relacionada con la diáspora africana [1]. En este sentido se vuelve necesario recordar que este concepto tiene en su base la esclavización de personas de ascendencia africana en el actual territorio de América Latina y el Caribe, en nuestro caso, específicamente en Cuba, con consecuencias posteriores como el racismo (ya no científico) y la discriminación racial, palpables en la vida cotidiana de las personas. Stuart Hall ha abordado la idea de diáspora africana en su relación con la identidad cultural, con base en la experiencia diaspórica no definida de manera esencialista sino heterogénea, que implica una concepción identitaria atravesada por la diferencia y la hibridez: “las identidades de la diáspora están constantemente produciéndose y reproduciéndose de nuevo a través de la transformación y la diferencia” [2].

La modernidad, otro de los ejes que atraviesan los estudios sobre la obra de Lam, ha sido puesta en discusión por Paul Gilroy quien propuso la utilización del concepto de Atlántico Negro [3] como una formación intercultural y transnacional que resquebraje la idea de modernidad eurocéntrica en la que subyacen relaciones asimétricas de poder. Una modernidad que coloca a las personas de la diáspora en la disyuntiva de una doble conciencia, por un lado tener ascendencia africana y a la vez haberse formado culturalmente en sociedades nacionales occidentales mayormente etnocéntricas. En especial en países latinoamericanos y caribeños, se vuelve necesario confrontar las construcciones de las naciones modernas basadas en la homogenización, ya sea a través de ideologías de blanqueamiento como de mestizaje, que en el primer caso borran y en el segundo caso, diluyen la diferencia racial y cultural dando lugar al mito de la “armonía racial”.

Con estos conceptos en mente me propongo dar cuenta, de manera breve, del recorrido de Wifredo Lam en la búsqueda de un lenguaje visual propio para honrar la cultura afrocubana desde “un espacio no occidental dentro de la tradición occidental, descentralizándola, transformándola, deseuropeizándola” [4]. Los inicios de Wifredo Lam en las artes parten de un aprendizaje académico primero en La Habana y luego en Madrid, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Dirá en distintas entrevistas que se sentía constreñido en ese ámbito de estudio y que asistir a la Academia Libre en el Pasaje de la Alhambra y sus visitas al Museo del Prado, admirando las obras de Goya, Velázquez o El Bosco, serán tal vez más importantes en su formación artística. Sus primeras pinturas estarán alejadas de las obras por las que es reconocido. En ellas (Fig. 1) podemos ver las primeras búsquedas de Lam de un lenguaje pictórico en géneros tradicionales como el retrato o el paisaje.

 


Fig. 1. Wifredo Lam, Retrato de Elalia Soliña, 1927. Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

La década de 1930 seguirá estando marcada por una experimentación con el lenguaje plástico (Fig. 2, Fig. 3). A comienzos de 1936 tiene la oportunidad de ver la exposición itinerante de Picasso la cual, según sus palabras, fue para él una “conmoción” [5]. Pocos meses después, el estallido de la Guerra Civil Española será un hito relevante tanto en sus obras como en su vida (se alineará en las tropas republicanas).

 


Fig. 2. Wifredo Lam. Autorretrato, 1938. The Rudman Trust.

Para 1938, ante la inminente avanzada de las tropas de Francisco Franco sobre Cataluña, se traslada a Paris. Conocer a Picasso (esta vez en persona) será fundamental; sus obras de este período estarán vinculadas con la producción del artista malagueño aunque, como señaló en alguna entrevista, su influencia no solo impactó en él sino que “todos la hemos experimentado porque Picasso era el maestro de nuestro tiempo” [6]. Este encuentro es un paso más en sus exploraciones en busca de un lenguaje plástico propio que se seguirá nutriendo luego de conocer a escritores y artistas del surrealismo. Suele señalarse que en este momento Lam se cruza por primera vez con piezas africanas, coleccionadas por los artistas residentes en Paris. No obstante, es necesario tener en cuenta que, de niño, en casa de su madrina Mantonica Wilson, sacerdotisa de la santería, había visto objetos cercanos a esa estética.

 


Fig. 3. Wifredo Lam. Dolor de España, 1938. Colección Privada.

En 1941 abandona Francia debido a la avanzada de las tropas nazis. Su destino era Cuba aunque su primera escala en el Caribe fue Martinica donde no solo conoció a Aimé Césaire, uno de los intelectuales de la Négritude [7], sino también se (re)encontró con la naturaleza tropical. Ambos encuentros, junto a las relaciones que establecerá con los antropólogos cubanos Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, impulsarán un giro a su producción pictórica de los años siguientes, que le dará reconocimiento internacional. Sus experimentaciones en torno al lenguaje visual a lo largo del tiempo finalmente le permitieron crear uno propio (Fig. 4, Fig. 5) en su reencuentro con el espacio-tiempo del Caribe, sus habitantes, sus historias y culturas, sus raíces afrocaribeñas. Por un lado, encontramos el empleo de un repertorio de símbolos de las religiones de matriz africana en Cuba [8] a pesar de no haber sido iniciado en ninguna de ellas. Por otro, en las amalgamas de formas humanas, animales y vegetales que caracterizan su producción, la caña de azúcar, cultivo estrechamente vinculado con la esclavización de africanos y africanas en América Latina y el Caribe, tiene un lugar relevante.

 


Fig. 4. Wifredo Lam. La mañana verde, 1943. Colección Malba.


Fig. 5. Wifredo Lam. Omi Obini, 1943. Colección Eduardo F. Costantini.

La dictadura de Fulgencio Batista instalada en Cuba en 1952 marca el exilio voluntario de Lam hacia Europa donde residirá aun luego del triunfo de la revolución cubana en 1959. A partir de la década de 1960, la noción de Tercer Mundo, y el desarrollo de las teorías de la dependencia, alimentadas por la revolución cubana y los procesos de descolonización de África, será abrazada por el artista (Fig. 6) y estará presente en las numerosas entrevistas que se le realizaron. Sin embargo, es un momento en el que las adversas condiciones socio-raciales de los negros en Cuba, preocupación que guió su obra de la década de 1940, hubieran sido saldadas a partir de la revolución.

 


Fig. 6. Wifredo Lam. El Tercer Mundo, 1965-66. Colección Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

En particular, respecto de su producción de la década de 1940, Lam parece haber sabido aprovechar la idea de doble conciencia, ese lugar liminar en el que se encuentran las personas de la diáspora africana en el Caribe aunque no para asimilarse en el vasto mar de la blanquitud y la explotación. Para ello se vale de recursos plásticos propios del corazón de las artes occidentales y de elementos de las artes africanas y de las religiones afrocubanas para celebrar la cultura negra de Cuba con la intención de subrayar las secuelas de la esclavización y socavar el racismo imperante en aquel momento, racismo que persiste perturbadoramente hasta la actualidad de manera global.

 

Notas

  1.  Respecto al tema resulta necesaria la lectura de los textos de Gerardo Mosquera sobre Wifredo Lam: “Jineteando el modernismo Los descentramientos de Wifredo Lam” en Mosquera, G., Caminar con el diablo, Madrid, Exit, 2010; “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam” en Mosquera, G. (ed.), Beyond the Fantastic. Contemporary Art Criticism from Latin America, MIT Press, 1996; “Modernidad y Africanía: Wifredo Lam in his Island”, Third Text, vol. 6, n° 20, pp. 43-68, 1992.
  2. Hall, Stuart, “Identidad cultural y diáspora” en Santiago Castro-Gómez, Óscar Guardiola-Rivera Carmen Millán de Benavidez (eds.), Pensar (en) los intersticios: teoría y práctica de la crítica poscolonial, Pontificia Universidad Javeriana, 1999.
  3. Gilroy, Paul, Atlántico negro. Modernidad y doble conciencia, Madrid, Akal, 2014.
  4. Mosquera, “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam”, p. 130.
  5. Fouchet, Max-Pol. Wifredo Lam, Barcelona, Ediciones Polígrafa, 1984, p. 21.
  6. Fouchet, op. cit., p. 23.
  7. Movimiento surgido en la década de 1930 como reacción a la opresión del sistema colonial francés, tiene como objetivo, por una parte rechazar el proyecto francés de asimilación cultural y por otra fomentar la cultura africana, desprestigiada por el racismo surgido de la ideología colonialista.
  8. Santería, Palo y Sociedad Secreta Abakuá.

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El lunes 2 de octubre, María de Lourdes Ghidoli brindará la clase Wifredo Lam y la diáspora africana en el Caribe, en el marco del Seminario anual Tercer ojo.

 


14.09.2023

Mareadas en la marea

Por Fernanda Laguna y Cecilia Palmeiro

La historiografía feminista depende de un tipo particular de memoria que es afectiva, íntima y colectiva a la vez. Es una memoria voluntaria e involuntaria y ancestral por su carácter colectivo. Escribir juntas es permitir que el pasado se nos revele y se nos resignifique como acto colectivo a partir de los distintos tipos de memoria: los sueños, la memoria del cuerpo (como en los casos de abuso y trauma). Se produce así la validación de otras memorias, como las que se hacen en las terapias de sanación: constelaciones, regresiones, registros akáshicos, hipnosis, memoria celular, baños de gong, tarot. En estas prácticas es más importante el pasado que el futuro y el conocimiento del presente es como un viaje en el tiempo. Ese es el modo mágico en que las brujas se relacionan con el tiempo. La historia feminista puede formularse entonces como práctica de sanación en vez de redención como proponía Benjamin. Lo que importa no es redimir el pasado sino sanarlo a través de prácticas en el presente, que se ve así recuperado. La memoria feminista, por su carácter afectivo e intuitivo, da lugar a lo incomprensible, lo indefinido, lo que no entra en la serie lineal causa-consecuencia.

La memoria feminista elabora subjetividad colectiva contra la individualidad privatizada propia de la subjetividad neoliberal. Se trata de una escritura del nosotras y no del yo. La literatura del yo, el “yolleo” como la llama Daniel Link (2009), aparece fuertemente en la década de 2000 en la Argentina en relación con la emergencia de las editoriales independientes (en particular Belleza y Felicidad) y la política queer, en un contexto de conservadurismo misógino editorial y de crisis general del neoliberalismo que afectaba particularmente el mercado de libros. Las lenguas de las locas [1] que surgían en ese cruce daban cuenta de procesos de singularización y devenires a tono con la retórica de la diferencia de lo queer, la cultura autogestiva y el comienzo “democratizante” de las redes sociales. Se trataba de establecer códigos de ruptura liberadores. Veinte años después, en un mundo totalmente fragmentado por décadas de neoliberalismo, desde los feminismos surge la necesidad de crear lo común, los territorios comunes: las calles, los textos, los murales, las huertas. En nuestro caso particular, este proceso empieza hace cinco años con el grito colectivo Ni Una Menos y la escritura de manifiestos reunidos en el libro Amistad política + inteligencia colectiva. Un ejemplo conmovedor es la fundación y el desarrollo de la Jineología, la ciencia de las mujeres kurdas, construida colectivamente y en proceso asambleario. Esos modos de construcción de una voz colectiva son formas de producir acuerpamiento.

Frente a los procesos de privatización de todos los aspectos de la vida del neoliberalismo y de “individuación como abstracción masculina universalizante”, oponemos el acuerpamiento, como señala nuestra compañera del colectivo Ni Una Menos, Verónica Gago, en su libro La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (2019). En palabras de la Red de Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario Territorial desde Iximulew, Guatemala: “Acuerparnos es decir, estar, sentir, accionar y juntarnos en la plena conciencia para defender de manera colectiva nuestros cuerpos y la tierra, por ancestralidad pero también por derechos”. Según la Red, el acuerpamiento puede hacerse de varias formas: desde el cuerpo, abrazando, estando cerca de quien ha sufrido; desde lo personal, escuchando para que esa persona pueda contar lo que ha vivido; con otros procesos de sanación como las ceremonias. [2]

El acuerpamiento también puede producirse a través de la escritura y la memoria colectiva en su capacidad de “combate [...] cuidado, sanación, defensa y fortalecimiento” (Gago, 2019: 111). El acuerpamiento no es una sumatoria de identidades individuales sino la creación de un cuerpo/inteligencia colectivo. Una de las características de esta inteligencia colectiva es que puede ser contradictoria y permitirse todo lo que está fuera de la razón instrumental occidental. Su pensamiento está en movimiento hacia todas las direcciones, no es lineal ni es progresivo, se despliega con forma de espiral.

La memoria afectiva es intuitiva, y la intuición (o el “saber- de-lo-vivo”, como lo llama Suely Rolnik en su libro Esferas de la insurrección. Notas para descolonizar el inconsciente [2019]) es una forma válida de saber porque aporta un tipo de información mnemónica sensorial por resonancia, que está en la base de nuestro criterio curatorial del archivo y del montaje de la muestra. [3] Se trata de liberar la percepción de su reducción a la razón utilitaria para expandir los sentidos.

La memoria se produce en la elección de los artefactos y en el armado de constelaciones entre objetos, que disparan vectores de fuerza entre sí y hacia nuestros cuerpos. La memoria se compone en los espacios entre los objetos, integrados en un campo de fuerzas. De ese “entre” los artefactos surge la experiencia perceptiva de la constelación y el relato. Encontramos allí una tensión entre la memoria pura (la sensación que asalta a la conciencia, fragmentaria) y el relato que construye la conciencia alrededor de eso. En ello consisten las dos instancias del proyecto: lo sensorial-sinestésico y lo verbal/sonoro (narrativo), con el propósito de compartir intensidades. Queremos que la gente que ve la muestra o lee este libro pueda reverberar con esas emociones vitales; queremos afectar sus cuerpos para generar nuevos acuerpamientos. En palabras de Suely Rolnik:

En este plano no existe distinción entre sujeto cognoscente y objeto exterior: [...] el mundo vive efectivamente en nuestro cuerpo y produce en este gérmenes de otros mundos en estado virtual. La pulsación de esos mundos larvarios en nuestro cuerpo nos lanza a un estado de extrañeza (2019: 47).

En la selección de objetos de la muestra pusimos lo que menos intención histórica tenía (objetos menores, objetos que no tenían un claro interés documental: la foto de una rodilla lastimada, cuando no importaba el dolor porque lo que sentíamos era mucho más fuerte). La intensidad se hace perceptible en la tensión entre el acontecimiento de la megamarcha y el detalle de la rodilla lastimada.

 

Notas

1. Véase Mariano López Seoane y Cecilia Palmeiro (junio de 2015), “Las lenguas de las locas”, en Mancilla Nº5, reeditado en revistas.untref.edu.ar/index.php/ ellugar/article/view/1034.
2. Disponible en pbi-guatemala.org/es/.
3. La muestra itinerante Mareadas en la marea: diario íntimo de una revolución feminista se realizó por primera vez en la galería Nora Fisch entre mayo y junio de 2017. Luego se exhibió en la Universidad Nacional de General Sarmiento entre marzo y mayo de 2018. En junio de ese año se expuso en la galería Campoli-Presti de Londres en su versión en inglés High on the Tide: Diary of a Feminist Revolution, y parte del archivo se incorporó a la muestra itinerante Still I Rise: Feminisms, Gender, Resistance. En marzo de 2020 la muestra se realizó en el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional Argentina, donde permaneció hasta 2022 por la pandemia. Entre octubre de 2020 y enero de 2021, la versión anglo de la muestra se expuso en el Institute for Contemporary Art de Virginia Commonwealth University. Entre marzo y mayo de 2022, el archivo se exhibió en el Drawing Center de Nueva York, como parte de la muestra The Path of the Heart de Fernanda Laguna. Entre septiembre de 2022 y enero de 2023, el archivo formó parte de la muestra El Corazón Aúlla (Heart Howls): Latin American Feminist Performance in Revolt en la galería 8th Floor en Nueva York. 

 

—Fragmentos extraídos del libro Mareadas en la marea. Diario íntimo y alocado de una revolución feminista. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2023. El miércoles 4 de octubre, en el marco del ciclo Aula Abierta, Cecilia Palmeiro brindará la conferencia Transformar el cuerpo




12.09.2023

Rosana Paulino y el arte afro brasileño

Por Andrea Giunta


Rosana Paulino. Obras de la serie Sin título, 1997.

No podemos, ante ciertas imágenes, permanecer imparciales. Nos confrontan y nos conmueven, no solo por lo que representan, sino por cómo lo hacen. En 1997, la artista brasileña Rosana Paulino realiza una serie de retratos que parten de fotografías de mujeres y sus familias, incluida la suya, transferidos en xerografías a la tela, bordados con hilo negro, tensados en un bastidor. [1]

Sobre el gris de la impresión —que al disminuir las tensiones entre el blanco y el negro vuelve sutiles los contornos de los rostros y de los cabellos—, contrasta una costura intensa, de hilos negros superpuestos que obturan los ojos, la boca, la garganta. [2]

Cada puntada recorre varios centímetros desplazándose en horizontales, verticales y diagonales que se suman y encabalgan hasta lograr cubrir una forma que casi alcanza el negro compacto. Las puntadas denotan violencia, tanto que, aunque tensada por el bastidor, la tela se ondula como consecuencia del trabajo de compresión que la puntada realiza. El contraste entre el negro y los grises vuelve más evidente la tensión entre lo que estaba (un rostro impreso a partir de una fotografía) y lo que ahora se ve (un rostro cubierto por una violenta costura). Las consecuencias de esta intervención en la imagen son estremecedoras. Las suturas que cubren zonas del rostro remiten a la obliteración del derecho a ver, a hablar, a respirar, a tragar, a pensar.

Son retratos de mujeres afrobrasileñas. Las marcas oscuras nos llevan inmediatamente a pensar en la esclavitud, en los cuerpos marcados, clasificados. No podemos apartarnos de la idea de que un castigo les ha sido impuesto. La violencia ejercida sobre el cuerpo inmediatamente remite a la que se instrumentó en la esclavitud, abolida en Brasil a fines del siglo XIX, el 13 de mayo de 1888 cuando se aprueba la Ley Áurea.

Pero existe, junto a este, otro archivo, el de la violencia hacia las mujeres negras. La propia artista relaciona esta obra con la experiencia que le transmite su hermana, una socióloga destacada, especialista en relaciones familiares y en violencia doméstica. Una violencia que se expresa por el uso de elementos cotidianos como instrumentos de poder: tenedores, agujas, cigarrillos. Los bastidores se originan en las conversaciones con su hermana. La violencia doméstica se imprime sobre la violencia social del racismo. Valen ejemplos citados por autoras como Djamila Ribeiro, [3] cuando analiza que en la televisión brasileña la mujer negra se encasilla en dos roles, la empleada doméstica o la mulata exuberante y sexual. Paulino confirma la percepción de los estereotipos de la televisión y recuerda experiencias de su infancia, cuando tenía que jugar con muñecas blancas porque no había negras.

La serie de los bastidores refiere a la mujer afrobrasileña. Son las mujeres que no son vistas, entre bastidores, en la estructura de la sociedad. La mujer negra que está en la base de la pirámide social. La mujer negra gana menos que el hombre negro, gana menos que la mujer blanca, gana menos que el hombre blanco. En la serie de los bastidores, Paulino superpone la memoria familiar y la condición socio histórica de la mujer afrobrasileña.

Como veremos, Rosana Paulino trabaja sobre archivos personales y sobre archivos que la ciencia occidental, blanca, elaboró cuando fotografió esclavos y mestizos, imágenes centrales en las teorías del racismo científico. Una ciencia cuyos postulados universalizantes contribuyeron a reforzar los presupuestos racistas de la sociedad. En esta elaboración de los archivos se explora la construcción de la subjetividad de la mujer negra: cómo se forjan, se refuerzan y se sostienen las prácticas de la sumisión.

La condensación de experiencias colectivas y personales, de raza y de género, permite abordar su obra desde las perspectivas del feminismo interseccional, en el que opresiones de género, de clase y de raza configuran tramas de tensiones coexistentes. Cuando se centra en la clase y la raza para abordar el género, Paulino desarticula los presupuestos universalizantes en torno a la experiencia femenina. Genera zonas alternativas en la construcción de conocimientos que parten de una experiencia social en primera persona cuyos fundamentos investiga. Su obra propone una política de la imagen desde la que se descalzan saberes naturalizados interceptados desde estrategias que el arte ha investigado intensamente: el collage, el montaje de imágenes preexistentes que, puestas en contacto, friccionadas, encienden el campo semántico en el que se inscriben y provocan una mirada, una interpretación, una afectividad intelectual y emocional, distintas.


Rosana Paulino. O Amor Pela Ciência, 2018.

Notas

1. Rosana Paulino trabajó sobre las imágenes en Xerox, las amplió y las transfirió al tejido de algodón con una emulsión que diluye el tóner de la fotocopia. Comunicación por correo electrónico con la autora, 22 de julio de 2019.

2. La formación de Rosana Paulino es como grabadora, graduada en grabado en la Universidad de São Paulo en artes visuales, con una especialización en London Print Studio, en Londres, y un doctorado obtenido también en la Universidad de São Paulo. Aprobó el proceso de selección para estudiar biología en Unicamp y Artes en USP, optó por el arte: en Brasil no se permite cursar en dos universidades públicas al mismo tiempo. Su madre le proporciono conocimientos que se asocian a lo femenino, como coser, bordar, o hacer figuras con el barro del río. También creció en contacto con los saberes de la religión Umbanda. Rosana Paulino fue la primera persona negra en recibir un doctorado en artes visuales.

3. Djamila Ribeiro, “Feminismo negro para un nuevo marco civilizatorio”, Trad. Sebastián Porrua. Revista Sur, São Paulo, v. 13, n. 24, p. 99-104, diciembre 2016. Disponible en: https://sur.conectas.org/es/feminismo-negro-para-um-nuevo-marco-civilizatorio/. Acceso: 31/06/2019.

 

—Fragmentos extraídos del artículo “El arte negro es Brasil”, publicado por la revista Transas en 2019


11.09.2023

Arte en Colombia: Miradas sobre la violencia

Por Juan Ricardo Rey-Márquez


Beatriz González. Decoración de interiores, 1981. [Detalle].

La llamada “Violencia” en Colombia tiene la presencia ominosa de una condena. Aunque el período histórico así denominado va de mediados de la década de 1940 hasta finales de los años cincuenta –algunos incluyen también la década del sesenta–, la historia colombiana suele interpretarse en relación con los conflictos políticos que la han signado desde la Independencia. Durante el siglo XIX las múltiples confrontaciones entre los partidos Liberal y Conservador, marcaron una atmósfera belicista en alza. En el paso al siglo XX se dio el mayor de todos los enfrentamientos en la memoria nacional, la Guerra de los mil días (1899-1902) tras la cual la provincia de Panamá declaró su Independencia dejando una herida que tardaría décadas en curarse. Dos testimonios memorables de tal periodo son la caricatura El escudo de la regeneración (1890) del grabador Alfredo Greñas (1857-1949) y el álbum de dibujos Recuerdos de Campaña de Peregrino Rivera Arce (1877-1940). Si pensamos en las representaciones que desde las artes se han propuesto sobre un proceso tan complejo y doloroso, resultan elocuentes la caricaturización del emblema nacional y los apuntes de un artista comprometido que fue a la guerra con sus instrumentos de trabajo. La sátira del escudo no es otra cosa que la deslegitimación del proyecto de nación que en él se representa, mientras que los testimonios del dolor y la guerra son las formas externas de una conflictividad profunda. Bernardo Salcedo (1939-2007) retomó la lógica de impugnación del símbolo de la república ochenta años después en su Primera lección (1973), donde el escudo desaparece por la ausencia del contenido de sus símbolos (entre ellos el canal de Panamá).

El antagonismo político en las primeras décadas del siglo XX tuvo en el comunismo un nuevo protagonista. Durante los días 5 y 6 de diciembre de 1928, en el Caribe Colombiano, una huelga de obreros de la United Fruit Company terminó cuando el ejército le disparó a los manifestantes y sus familias. La acción inescrupulosa se conoció porque el mismo comandante del ejército se jactó de que los “bolcheviques” se habían equivocado al pensar que los militares no abrirían fuego sobre mujeres y niños. La masacre se volvió mítica, pues las trescientas víctimas pasaron a ser miles en la imaginación popular. En Cien años de soledad (1967) Gabriel García Márquez (1927-2014) nos lleva de la mano de José Arcadio Segundo para atestiguar el horror: “Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. Con la masacre de las bananeras en la plaza de Ciénaga, Magdalena, el ejército dio cumplimiento a la ley 69 de 30 de octubre de 1928 que protegía el derecho a la propiedad frente a la amenaza de los sindicatos, pes entonces era ilegal movilizarse o protestar. La masacre de las bananeras relatada por José Arcadio Segundo fue pintada por Débora Arango 20 años después en el “tren de la muerte”. Sus ecos están detrás de la instalación Musa Paradisiaca realizada por José Alejandro Restrepo en 1996.


Óscar Muñoz. Editor solitario, 2011.

Al atender a las intersecciones entre la guerra y la política para comprender la violencia (Sánchez, 2003: 21-36), emerge la elaboración artística de la violencia. Sus operaciones simbólicas, sean estas la caricatura, la crónica, el testimonio o la alegoría demuestran una relación conflictiva con la memoria y la historia. Pensemos en Violencia (1962) de Alejandro Obregón. El cuerpo yacente de una mujer embarazada, como un paisaje yermo, no es otra cosa que la Nación muerta antes de dar a luz. Esta alegoría del impedimento de dar vida aparece también en 9 de abril de Alipio Jaramillo (1948), La República (1957-58) de Débora Arango y Piel al sol de Luis Ángel Rengifo (1964). La masa anónima del conflicto social -amenazante y enardecida- es víctima y testigo mudo. Aquí no cabe el arte (1972) como declaró Antonio Caro (1950-2021) en una pancarta de la década del setenta. Los espectros de las victimas emergen en Aliento (1996) de Oscar Muñoz, como lo hicieran en las denuncias del Taller 4 Rojo. Estas obras no son resultado de una cultura de la violencia, sino de la elaboración sensible de una amenaza recurrente, nominada de manera singular como un período histórico (La Violencia), o como fenómenos de “orden público” en plural (Las violencias). La reflexión de Beatriz González (1932) o Doris Salcedo (1958), la de los grabadores Augusto Rendón (1933-2020), Alfonso Quijano (Bogotá, 1927) dan cuerpo a miradas diversas y voz a dolores inefables.

 

Referencias bibliográficas

Rubiano Caballero, Germán. “El arte de la violencia: nunca la imaginación supera su crudelísima realidad.” Arte en Colombia: Internacional (Bogotá, Colombia), no. 25 (1984): 25–33.
Sánchez, Gonzalo. "Las huellas de la guerra." en Guerra, memoria e historia, Bogotá: Instituto colombiano de Antropología e historia, 2003.



Pedro Figari. Candombe, 1921.

Las producciones artísticas no son inocentes. Los contextos de producción hacen a la eficacia de los mensajes que las obras quieren transmitir, y entran en el juego social disputando lugares de enunciación, producción de referencialidad, creación de mundo. Mi interés por la obra de Pedro Figari no fue estrictamente estético; aunque sí, en algún punto. En todo caso, me preocupó su estética en los términos de la eficacia performativa que tuvieron las imágenes que él construyó sobre los negros, buscando comprender la manera en que incidieron en la elaboración de un imaginario racial profundamente sensual, sensitivo. Qué cuerpos negros representó, y cómo se articula este imaginario con un cuerpo legítimo no-negro. Pedro Figari, abogado, hijo de inmigrantes italianos comerciantes con aspiraciones de escalar en la pirámide social, disputaba también, como dice Williams (2010), su misma blanquitud al interior de la elite criolla de la época. En cierta manera, plantea esta autora, su creación de los negros uruguayos fue una estrategia también para darse un lugar, para legitimarse, no sólo como abogado y político, sino como artista criollo en un Uruguay en formación. En un contexto sociopolítico signado por la heterogeneidad cultural y racial, y de profunda segregación social anclada en la diferencia, los cuerpos negros jugaron, y juegan aún hoy, un lugar especial en esa disputa por pertenecer al cuerpo de la nación, por hacerse de un propio cuerpo legítimo. Este juego es necesario comprenderlo para analizar las relaciones raciales pos-coloniales en nuestros contextos, y el lugar que le cupo a cada quién en estas negociaciones de fuerte carácter biopolítico.

En el proceso de elaboración de las normativas que regularon los cuerpos legítimos e ilegítimos de la Nación, el discurso del arte se ensambló con aquellos letrados que, desde sus lugares de enunciación como saberes expertos, instituyeron verdades y memorias. En este contexto que estamos analizando, el de las primeras décadas del siglo XX hasta el fin de la primera guerra mundial, la búsqueda de una identidad americana por parte de un sector social acomodado, se produce desde la fascinación y el rechazo hacia aquellos sectores relegados y racializados (indios, negros y mestizos), pensando en ellos como cosa antigua, primitiva, del pasado, lo que deja entrever una profunda incapacidad para actuar más allá del colonialismo, impuesto no sólo en términos económicos, sino fundamentalmente epistémicos y ontológicos. En el caso de Figari, entiendo que hay un efecto de normalización de los cuerpos que sus cuadros producen, delineando el tipo de cuerpo y el tipo de cultura que los negros pueden tener en esta zona. De allí la necesidad de pensarlo como parte del engranaje institucional, a la manera de un dispositivo de la maquinaria biopolítica, que alimentó el imaginario racial local.

Figari continúa ocupando el lugar del “pintor que representó la cultura afrouruguaya”, hasta la actualidad. Ante esta aseveración, me pregunto: ¿qué cuerpo negro es posible de ser representado en el Río de la plata, ayer y hoy? ¿Cuánto ha cambiado esa representación que asocia: negros-candombe colonial-bailes-desenfreno-barbarie? ¿Hay forma de representar, de performativizar y así legitimar, otro tipo de cuerpo negro? ¿O de cuerpo no-blanco? ¿Cómo es posible que ese legado de Figari no haya sido retomado por ningún otro pintor de la zona, ese interés por lo negro? En parte, esta ausencia podría ser producto de lo que Geler (2016) denominó, para Argentina, como el pasaje de la negritud racial, a la negritud popular. Los negros de Berni, por ejemplo, son los negros populares, los así llamados “cabecitas negras”. Ya no hay referencia a la raza. Se ha perdido la capacidad de representar la diferencia racial, incluso en forma estereotipada, pues lo racial ha dejado de pertenecer a estas tierras. Sin embargo, en Uruguay, esa presencia es abrumadora, aunque también negada. Y tampoco es fácil encontrar quién cuestione la asociación negro-candombe, menos aún luego de la patrimonialización del Candombe. ¿Cómo se produce esa asociación? En parte es el resultado de este proceso de racialización que he intentado señalar aquí, que opera fijando archivos, mientras disciplina y niega repertorios (Taylor 2003). [1] Es el resultado de una tensión entre el archivo como la fijación de un imaginario sobre los negros vs. un repertorio estigmatizado, que fue obligado a desaparecer, a esconder, a pulir, a normalizar y a civilizar porque performativamente expresaba rasgos "anti-nacionales”: incivilizados, sexualizados, esotéricos, articulando raza, sexo, religión y nación. [2]

¿Cómo afecta este archivo hoy? En el engranaje de la racialización, producto de esta biopolítica sobre los cuerpos, sigue funcionando como “lo verdadero” de los negros, como fuente de lo que era su cultura, como un código que se pone en acto en nuevas performances, afectando nuevos repertorios. Un archivo que se reorganiza en las performances actuales, por ejemplo, cuando es preciso visibilizar una identidad o una cultura afroargentina, a la manera de un capital simbólico, y me arriesgaría a decir, un capital performativo que, puesto en acto, produce cuerpos e identidades actuales. Lo que intento decir es que pareciera que es preciso reproducir, citar este archivo para “ser negro” en estas tierras, para legitimarse ante la mirada ajena; algo que encuentro frecuentemente en las etnografías sobre prácticas “afros” (de afrodescendientes y de no-afrodescendientes). Sin dejar de reconocer la reflexividad corporizada (Rodriguez 2009) que puede producir poner en acto este capital performativo (en la elaboración de nuevos vínculos, ocupando espacios vedados, reconociéndose en la diferencia) me pregunto también por la posibilidad de subvertirlo, construyendo otros registros que fisuren los imaginarios raciales vigentes, aumentando ese capital, cuestionándolo, dándole otros matices, otras formas y otros contenidos que puedan ser legítimos en nuestros contextos regionales y que puedan ser utilizados para proyectar otros cuerpos e identidades no-blancas.

 

Notas

1. Retomo aquí la distinción de Taylor sobre los diversos modos de “producir, almacenar y transmitir conocimiento” (en tanto “información, memoria, identidad y emoción”): de manera directa, mediante “repertorios” de performances que se transmiten de generación en generación y que “ponen en escena la memoria incorporada”; y mediante “archivos” materiales -que existen en “documentos, mapas, textos literarios, cartas, restos arqueológicos, huesos, videos, películas, discos compactos”- que resisten el paso del tiempo y producen una distancia entre el momento de producción y el de recepción. Cf. Taylor, Diana. (2003). The Archive and the Repertoire. Performing Cultural Memory in the Americas. Duke University Press: Durham, p. 19-20.

2. Trabajé esta articulación para el caso de la estigmatización de las religiones afrobrasileñas en la ciudad de Rosario en "Re-conocimiento de las religiones afrobrasileñas en Rosario: racconto de un proceso de segregación social”. Revista de la Escuela de Antropología XXII, p. 99-128.

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Este texto fue extraído del artículo "Imágenes performativas y racialización en la obra de Pedro Figari. Apuntes sobre la normalización de los cuerpos negros en el Río de la Plata". Saga. Revista de Letras, (11), 120–163.