Edgardo Antonio Vigo. Sembrar la memoria para que no crezca el olvido, 1996.

Las polifacéticas intervenciones que Edgardo Antonio Vigo desplegó en su prolífica trayectoria artística activaron la construcción de la imagen de un artista provocativo, lúdico, experimental y a la vez profundamente comprometido con la intervención social. A lo largo de toda su producción, Vigo mantuvo algunas inquietudes que articularon su labor creativa individual con la esfera de lo social: la voluntad de expandir el acceso al arte, la posibilidad del intercambio y de la participación, el gusto por lo marginal o contracultural junto con el interés por las vanguardias, su atracción por el hecho artesanal, la aspiración a una circulación artística extendida. En particular, su voluntad de propugnar un acceso amplio y desacralizado a la obra de arte fue vehiculizado en gran medida a través de distintos proyectos gráficos.

A partir de las prácticas que Vigo desarrolló dentro de lo que podría considerarse un universo gráfico en sentido amplio, puede destacarse su renovación del centenario grabado en madera, su edición de revistas artesanales, su rol pionero del arte correo, su impulso del «sellado a mano», su obra como autor de poemas matemáticos y de poesía visual. Pero su actuación no se acotó al extenso ámbito de lo impreso: también fue realizador de «señalamientos urbanos» y creador de «máquinas inútiles». Asimismo, tuvo actuación como conferencista, como docente –durante años, fue profesor de dibujo e historia del arte en el Colegio Nacional de La Plata–, como gestor de exposiciones, como cronista de arte en diversos medios gráficos. [1] También cabe señalar que, durante toda su vida, se desempeñó como empleado judicial en los Tribunales Civiles del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires.

[...]

Considerando la diversidad de poéticas, dispositivos y soportes que puso en juego, es posible considerar que existe una noción clave que articuló los múltiples proyectos de Vigo: la idea de intercambio o de participación dinámica y creativa. Ya en 1954 expuso en La Plata una serie de objetos móviles de madera que podían ser manipulados por los espectadores, apuntando en este conjunto inicial a la idea de familiaridad y conexión directa del público con la obra de arte (Centro de Arte Experimental Vigo, 2008). Si este criterio de interacción constituyó uno de los principales ejes de la obra de Vigo, la edición de revistas y la difusión del grabado en madera tuvieron un rol ideológico y material significativo: para el artista, la xilografía posibilitaba un acercamiento «desacralizado» a la obra de arte frente a las limitaciones de otro tipo de producciones como la pintura o la escultura tradicionales. El grabado en madera fue, en efecto, una producción clave para Vigo tanto en lo que refiere a su propio trabajo artístico como en relación con los intercambios que estableció y los circuitos en los que intervino a lo largo de su trayectoria (Davis, 2004; Dolinko, 2008). La puesta en juego de esta antigua modalidad de impresión de origen popular le posibilitaba la multiplicación y amplia circulación de imágenes; así, la multiplicidad de la xilografía le permitía poner en cuestión –tanto en términos conceptuales como materiales– las limitaciones de la producción artística de ejemplar único.

Ya en sus primeras publicaciones –WC (1958) y DRKW (1960)– Vigo había incluido xilografías, las cuales constituyeron una de las marcas diferenciales de su siguiente revista, Diagonal Cero (1962-1968), ocupando el espacio de presentación de la mayoría de las tapas y también impresas en sus páginas internas, ilustrando poesías, como imágenes autónomas o publicaciones anexas (Dolinko, 2012). También se destacó dentro de esta revista su edición de una serie de ocho cuadernillos de grabados en madera de distintos artistas publicados entre 1964 y 1966. Tiempo después, los cuadernillos tomaron forma independiente a través de la edición de la serie «Xilógrafos de hoy» que Vigo continuó hasta 1969.


Edgardo Antonio Vigo. Libro internacional número 2, 1977.

La producción gráfica de Vigo circulaba entonces por vías paralelas: tanto a través de estos cuadernillos y en las páginas de las revistas, como también en exposiciones de sus grabados en instituciones culturales. Así, el 21 de octubre de 1966 inauguró una muestra en la Biblioteca Benito Lynch de La Plata donde presentó «mono-xilografías a la témpera» –material que le otorgaba a la estampa una cualidad opaca y «empastada»– y «xilografías con resina». Como señaló contemporáneamente su colega Luis Pazos

la renovación en las artes plásticas adquiere en la actualidad un doble sentido: por un lado aparecen nuevas formas de expresión y por otro viejas técnicas cambian adaptándose a los nuevos conceptos. El segundo es el caso de los grabados expuestos. Vigo utiliza la tinta de imprenta, una prensa copiativa diseñada por él mismo, tacos de madera y trata a los grabados con un proceso especial de resina plastificando las figuras. [...] [la técnica de la estampa Los pájaros] insinúa la posibilidad de utilizar la tercera dimensión. [2]

Las preocupaciones de Vigo se desplegaban en esos tiempos en múltiples frentes de actuación, entre su producción de obras, la edición de estampas xilográficas propias y ajenas, la organización de exposiciones y la reflexión sobre la inscripción y circulación de esta producción en las instituciones culturales. Los alcances, complejidades y limitaciones del museo se presentaban, en este sentido, como uno de los focos de sus preocupaciones. Ya en 1964 había sostenido la necesidad de

un Museo que se presente delante de nosotros constantemente. Unas galerías que perdieran el carácter de tales, que funcionaran más a la vista de ese dinámico andar del hombre por nuestras calles. [...] creo que no es necesario caer en la anti–dinámica de encerrar esos productos. En cuanto al interés popular, es un problema de educación visual. Cursos en bibliotecas populares, exposiciones [...] podrían dar una apertura interesantísima para abrir los grifos de ese interés popular. [3]

Este planteo anticipaba en forma implícita un programa de museo heterodoxo que iniciaría a fines de esa década.

En efecto, si la voluntad de posibilitar una difusión artística extendida y generar de ese modo una noción de comunidad tuvo un sentido fundamental dentro de los proyectos del artista –y si, como ya se ha señalado, estas aspiraciones se basaron en gran medida en el grabado en madera como recurso técnico–, entre las estrategias y acciones puestas en juego por Vigo cobró una dimensión particular su Museo de la Xilografía de La Plata, gestado a partir de un intercambio de ideas con el también artista platense Carlos Pacheco.

En 1968, las instituciones del campo cultural eran objeto de fuertes cuestionamientos por parte de grupos de artistas de la vanguardia local (Longoni y Mestman, 2000); Vigo era consciente de lo complejo de esta situación, y así explicitaba a fines de ese año que:

Fundar un Museo en nuestros días es contradictorio. Cuando el arte en su eterna rebusca clama la calle, la cotidianidad, la comunicación directa, es una acción gratuita hablar del «encierro» característico que el «MUSEO–Muselina» nos da.
Pero cobijar para no permitir las disgregaciones de obras, cuidar un «acervo» siempre será constante tarea.
La realidad que nos marca una línea, los acontecimientos que nos ubican, y las acciones que nos exigen, han hecho variar el concepto de Museo. Si éste abarca la suficiente dinámica, creo que popularizar es abrir las posibilidades de contacto [...]
EL MUSEO DE LA XILOGRAFÍA de LA PLATA, pretende captar esa DINÁMICA DE ACCIÓN CONTEMPORÁNEA y bregará como Institución actual, ser la cabeza de una nueva toma de posición para el enfrentamiento OBRA–COMUNIDAD.

Vigo suscribió esas palabras en ocasión de la presentación del Museo de la Xilografía en la Galería de arte del Cine Teatro Ópera de La Plata, con auspicio de la Biblioteca Max Nordau (un año antes, con el museo aún «en formación», había concretado la exposición Grabadores de La Plata en el Museo del Grabado, en Buenos Aires). [4] Para ese momento, en su acervo se incluían obras de algunos artistas de Brasil, Uruguay, Chile, Suiza, Paraguay y Francia junto a la de argen- tinos como Pompeyo Audivert, Víctor Rebuffo, José Rueda, Abel Versacci y del propio Vigo. En la selección de nombres de artistas argentinos puede evidenciarse la fluida relación que Vigo mantuvo con otro emprendimiento contemporáneo y autogestivo basado en la circulación de xilografías: el Club de la Estampa de Buenos Aires; en efecto, la mayoría de esos artistas eran socios centrales de ese proyecto porteño liderado por Albino Fernández (Dolinko, 2012).


Edgardo Antonio Vigo. Portada de la revista Diagonal Cero, número 23, La Plata, septiembre de 1967.

El Museo de la Xilografía fue, de todos los proyectos de Vigo, aquél que tuvo mayor continuidad en el tiempo. El patrimonio inicial se fue acrecentando progresivamente a partir de donaciones y canjes de obras entre artistas argentinos

y extranjeros, hasta llegar a incluir más de dos mil estampas que, además de las mayoritarias xilografías, también incluye monocopias, aguafuertes y técnicas mixtas, como así también matrices de madera legadas por algunos grabadores. Vigo prolongó la estrategia del canje hasta entrados los años noventa, cuando seguía solicitando o proponiendo intercambios de obras para el museo, excusándose porque «mi pasión por el grabado en madera rebasa a veces lo aconsejable». [5]

Aunque su denominación apuntara a indicar lo contrario, el Museo de la Xilografía no era una institución formal ni contaba con una sede física fija ni convencional. Se trataba, en verdad, de «cajas-móviles»: maletines de madera con manija y sujetadas por correas de tela o de cuero, con «paquetes» de estampas; a partir de esta condición de ubicuidad, el museo podía prestarse para ser exhibido en espacios culturales, instalarse en escuelas, clubes u otros ámbitos de sociabilidad comunitaria, como así también en casas particulares. El artista presentaba a estas intervenciones como “pequeñas exposiciones de rápido montaje. Con un simple elemento de sustentación (un atril, un pizarrón, un saliente donde colgar) se instala la muestra ambulante con idéntica sencillez a la de un puesto de feria”. En muchas ocasiones, Vigo sumaba a la exposición de estampas una charla en la que divulgaba aspectos de la historia y la técnica xilográfica, poniendo así en acto la función pedagógica y de comunicación también fundante de este proyecto. Junto a la conformación de esta colección –y retomando estrategias iniciadas en los años sesenta–, Vigo emprendió la publicación de dos series de carpetas con grabados impresos con tacos originales, firmados y numerados, presentados como Ediciones del Museo de la Xilografía de La Plata. Entre 1973 y 1974, en paralelo a la edición de su revista Hexágono ‘71 (Bugnone 2017); concretó la colección «Xilógrafos de La Plata» (editada junto con «El león herbívoro», librería El Patio y la galería Libraco) que incluyó carpetas de Lidia Kalibatas, Sixto González, Adriana Grimaux y Graciela Gutiérrez Marx. Otra serie fue editada entre 1980 y 1989, con obras de Vigo, Hipólito Vieytes, Hebe Redoano, Enrique Arau, Carlos Pamparana, Hilda Paz, Laico Bou, Ludovico Pérez y Gustavo Larsen.

Como sostuviera su fundador, la labor cultural de difusión comunitaria de este museo «nacido bajo la necesidad de abrir nuevos canales» tenía como propósitos principales «llegar» y «mostrar», a la vez que «escapar a los encierros clásicos de las instituciones que atomizan el arte». Desarrollado por Vigo en forma ininterrumpida lo largo de tres décadas, el Museo de la Xilografía de La Plata fue reactivado luego del fallecimiento del artista en diversas instancias: por ejemplo, en diciembre de 2013, en el marco del evento Presión organizado por una formación de grabadores activos en La Plata.

Si se considera que las nociones de edición, circulación e intercambio fueron los ejes del programa del Museo de la Xilografía de La Plata, institución circulante albergada en cajas–valija de ecos duchampianos, el patrimonio de ese museo móvil que transportaba estampas originales y múltiples resulta un buen ejemplo de lo que, por esos tiempos, Vigo auguró como un «arte tocable». [6]


Edgardo Antonio Vigo. El Hemafrodita (de la carpeta Personajes sin ton ni son), 1966.
Colección Centro de Arte Experimental Vigo.


Edgardo Antonio Vigo. Composición 5, 1967. Colección Centro de Arte Experimental Vigo.

 

Notas

  1. Es destacable, por ejemplo, su lectura de las Experiencias 69 llevadas a cabo en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, en septiembre de 1969. Edgardo A. Vigo, «Exp.69–I/Di Tella», Ritmo, La Plata, 1969, p. 4 (recogido en Amigo, Dolinko y Rossi 2010).
  2. Luis Pazos, «Vigo: la rebelión sin esperanza», El Día, La Plata, 28 de octubre de 1966. Efectivamente, Vigo pondría en juego el factor de la tridimensión en algunas de sus obras xilográficas de fines de esa década, como en Homenaje a Fontana.
  3. Mecanografiado, texto Vigo, Caja Biopsia, 1964, s/d. Archivo Vigo– Centro de Arte Experimental Vigo, La Plata (CEAV).
  4. La relación de Vigo con Oscar Pécora, fundador del Museo del Grabado, databa de varios años atrás. Vigo participó del programa de difusión del grabado impulsado por Pécora en octubre de 1963, a la vez que en algunas ocasiones se incluyó en Diagonal Cero publicidad de la Galería Plástica, propiedad de Pécora.
  5. Carta a Michael y Anette Groschopp, La Plata, 4 de marzo de 1986. Archivo CEAV.
  6. «Un arte tocable que se aleja de la posibilidad de abastecer a una “elite” que el artista ha ido formando a su pesar, un arte tocable que pueda ser ubicado en cualquier “hábitat” y no encerrado en Museos y Galerías. Un arte con errores que produzca el alejamiento del exquisito». «Hacia un arte tocable», La Plata, 1968-1969.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El grabado en madera como arte tocable. Edgardo Antonio Vigo y el Museo de la Xilografía de La Plata". El hilo de la fábula 18, 2018.


Los estudios sobre la espiritualidad contemporánea muestran una gran heterogeneidad en años recientes. Si tuviésemos que agruparlos en diferentes abordajes, podríamos señalar al menos tres corrientes.

Un primer grupo plantea una descripción sociológica e histórica más o menos general, subsumida a la narrativa moderna de la individualización, que supone una pérdida de un horizonte heteronormativo de la religión y la emergencia –por vía de los movimientos espirituales– de un modelo autónomo o individualista (14, 15, 16). Si bien estos trabajos tienen el mérito de una lectura de largo plazo, se han mantenido en un nivel muy ideacional y, como consecuencia, muchas veces se han centrado excesivamente en la tensión entre un orden cohesivo, propio de una religiosidad eclesial, y una concepción del individualismo, propio de la espiritualidad, que supondría una subjetividad infrasocial. Este tipo de análisis posee algunas dificultades para detectar la capilaridad de las experiencias autopercibidas como espirituales en los más diversos ámbitos y particularmente para entender su presencia y difusión pública contemporánea.

Un segundo grupo ha desarrollado una crítica a esos trabajos pioneros, mostrando cómo el foco en la vida cotidiana permite reconstruir relaciones sociales y cuestionar el excesivo énfasis que esos trabajos le dieron a la autonomía individual. En ese sentido, Wood (17) y Wood y Bunn (18) se preocupan por el problema de la autoridad, a partir de una relectura de la teoría de la práctica social de autores como Pierre Bourdieu y Michel Foucault. Estos autores señalan que es necesario repensar la dicotomía entre autonomía individual y autoridad externa y subrayan que existen autoridades múltiples en las prácticas espirituales estilo Nueva Era, como líderes, especialistas y fuerzas no naturales, que influyen sobre los grupos e individuos de manera profunda y con un fuerte nivel de estabilidad.

Además, muestran cómo esas prácticas y esas autoridades múltiples se vinculan con procesos de producción y reproducción de las clases sociales, particularmente, los grupos identificados como sectores medios. Esos autores priorizan las redes y las prácticas cotidianas, describiendo las tramas relacionales, con su productividad social y cosmológica, en un movimiento que matiza algunos dualismos implícitos en la sociología de la modernización religiosa: social/individual, sagrado/profano y alma/cuerpo.

En último lugar, desde una perspectiva más radicalmente pragmática, Bender y McRoberts (19) han insistido en una crítica semejante a los estudios más clásicos que entienden la espiritualidad como un fenómeno independiente de lo religioso y caracterizado exclusivamente por la individualización y la privatización. Por el contrario, estos autores muestran hasta qué punto la espiritualidad posee una génesis histórica y una fuerte dimensión relacional –no solo un énfasis en la “interioridad”– y de qué manera es un recurso performativo con consecuencias públicas. Este último aspecto resulta crucial porque, contra la idea de la privatización de la religión, muestra cómo la espiritualidad moviliza formas diversas de acción pública y de adhesiones políticas en las sociedades contemporáneas de la mano de los modos de mediación novedosos que implican los recursos de la comunicación de masas y la industria cultural.


Daniel Leber. Serpiente, 2022.

Estos trabajos sobre la espiritualidad contemporánea son un recurso útil para repensar las distinciones entre lo estrictamente religioso y lo terapéutico, en la medida en que dejan parcialmente de lado las distinciones más estrictas entre esferas o campos independientes, o incluso su redefinición contemporánea, para centrarse en la vida cotidiana. Asimismo, descentran el foco de los especialistas y las intervenciones públicas y dan un nuevo estatuto epistemológico a los espacios más “banales” e “impuros”. Por último, permiten también suspender los recortes más convencionales entre grupos religiosos o terapias, como si fueran una realidad en sí misma.

Ese movimiento reciente posee en América Latina desarrollos propios que sería muy extenso reconstruir aquí. Al menos en Argentina, el análisis de lo que aquí estamos denominando y recortando analíticamente como bienestar espiritual encuentra una serie de trabajos y reflexiones que han crecido en las últimas décadas, de la mano de una problemática que ha adquirido cada vez más visibilidad pública. Aunque priorizaron la lógica institucional, tanto los trabajos centrados en movimientos o grupos religiosos y/o espirituales mostraron una tendencia a la articulación (4, 5, 9, 20). Estos trabajos han abordado el problema de la articulación entre lo médico-psicológico y lo espiritual, y han tenido un particular desarrollo, sobre todo, bajo el concepto de “terapias alternativas”. Tanto desde el punto de vista de la construcción y negociación de las identidades profesionales de la medicina y la psicología (21) como desde el punto de vista más englobante de especialistas y frecuentadores de prácticas “alternativas” como la reflexología, el yoga y la medicina ayurveda, que suponen diferentes grados de articulación con algunos principios no naturalistas en el horizonte de un “pluralismo terapéutico” que se caracteriza por la “elección” entre opciones diversas (9, 22, 23, 24, 25).

Si los primeros se centran en un análisis de la incorporación de lo espiritual en lo médico-psicológico, con foco en la oferta, los segundos se concentran en la adaptación de prácticas –que, en principio, pertenecían a un horizonte cosmológico– a los regímenes seculares de gestión de la salud, no sin tensiones, resignificaciones y persistencias. Aun manteniéndose en la “esfera” de las denominadas terapias alternativas, estos trabajos poseen un enorme valor y han ampliado el conocimiento de una serie de prácticas que manifiestan regímenes de causalidad y de eficacia no naturalista, llegando incluso a cuestionarse los límites o las fronteras de lo estrictamente “terapéutico” y mostrando diferentes grados de vínculos con esas tecnologías y saberes que van desde el uso estratégico hasta la adhesión a sus principios básicos.

Si desde un punto de vista esa separación puede ser socialmente eficaz, desde otro no posee una relevancia tan sustantiva. Es, en parte, el lenguaje del que disponemos el que queda atrapado en la tensión entre lo religioso-espiritual y lo médico-terapéutico. Y, como es bien sabido su capacidad performativa, recorta nuestros objetos de estudio, nuestros temas y nuestros problemas de un modo singular. Desde esa premisa, señalo tres focos de separación que pueden ser repensados desde un análisis sobre la vida cotidiana y los diferentes agenciamientos plurales del bienestar espiritual.

En primer lugar, el recorte que realizamos entre “terapias alternativas” y “grupos religiosos o espirituales”. Mientras el primero tiende a un diálogo en el horizonte de los estudios sobre salud, el segundo es incorporado a las ciencias sociales de la religión. El trabajo de María Julia Carozzi (26), desde el título que alerta sobre la posibilidad de leer esos procesos en su simultaneidad y la descripción de la red como lógica morfológica y señalamiento de algunos principios básicos como la cosmización, la autonomía y la desjerarquización, se preocupó por no separar esos ámbitos en esferas independientes; y, aunque algunos de sus principios o su morfología no hayan servido para todos los casos particulares –sobre todo cuando se puso el énfasis en los discursos públicos y los principios totalizantes de grupos espirituales o terapéuticos– creemos que su descripción todavía es útil al priorizar el orden cotidiano y la circularidad de los frecuentadores.

Particularmente, cuando analizamos los discursos y las prácticas públicas surge un segundo punto de distanciamiento. Sobre todo, cuando el foco está puesto en los especialistas y las intervenciones de colectivos específicos, los analistas tendemos a concentrarnos en los modos de legitimación, de diferenciación, de heterodoxia y/o de resistencia, porque muchas veces esto es lo que aparece en la interacción con sus líderes, referentes o expertos. De ese modo, la articulación entre esos términos aparece como un “híbrido”, en el sentido que Bruno Latour (12) entiende el término, como una combinación de dos elementos que se enuncian separados pero se viven como unidos. Asimismo, a partir de ellos, accedemos habitualmente a perspectivas sistematizadas y relativamente coherentes y creemos constatar algún tipo de sistema con principios, valores y prácticas organizados como si fueran exclusivas de los grupos que analizamos y no parte de una gramática que se construye en un proceso más amplio.

En tercer y último lugar, incluso cuando nos centramos en los discursos menos públicos, sobre todo cuando damos por sentado un sujeto individual como interlocutor válido y locus único de la interacción, tendemos a reconstruir sus “representaciones” y sus trayectorias (terapéuticas y/o religioso-espirituales) de modo aislado, dando por sentada una concepción de la persona que aparece como universal pero que se asemeja bastante al modelo del individualismo moderno, que supone un agente que “selecciona” y “elige” en un mercado o un escenario “plural” de bienes de salvación o bienestar. El foco puesto en la elección individual corre el riesgo de dar por sentada una concepción de la persona estrictamente individualista, sin indagar en el modo de subjetividad que allí se produce y que creemos supone elementos diferenciados con el modelo clásico del individuo (27). Buena parte de la bibliografía de las ciencias sociales se ha centrado en la imagen del “buscador”, dando por sentado un tipo de individuo demasiado asociado con el individualismo moderno, borrando en muchos casos las tramas de relaciones sociales que producen esas “elecciones” o las propias teorías que esos agentes tienen sobre su propia persona, las que muchas veces no se corresponden con un agente que actúa en el mundo de modo tan libre. Un enfoque muchas veces sobredimensionado por el propio carácter de nuestros abordajes teórico-metodológicos como, por ejemplo, el uso exclusivo de la entrevista en profundidad que puede centrarse unilateralmente en la “experiencia individual” (8).

Retomando algunos de los planteos de un enfoque relacional de lo que hace a la subjetividad en el horizonte de la espiritualidad contemporánea, queremos argumentar que una mirada sobre lo cotidiano que asuma seriamente algunos aspectos vividos como reales por sus frecuentadores puede ayudarnos a recomponer un cuadro algo más complejo de este proceso. En cierto sentido, nos interesa restituir el análisis relacional descripto por los primeros trabajos que, en la región, describieron la Nueva Era y las terapias alternativas como parte de una misma red, y extenderlo más allá hacia una trama más amplia que incorpore lo cotidiano y los regímenes de subjetivación.


Daniel Leber. Estructura, 2022.

Entendemos la espiritualidad como una categoría que evidentemente no es novedosa, pero que ha adquirido una renovada presencia contemporánea, que existe como puesta en acto, es decir que existe en la medida en que es actuada, con gran capacidad de circulación y performatividad en los más diversos ámbitos (19, 28, 29). Al mismo tiempo, entendemos que esa pragmática de la espiritualidad supone una gramática heterogénea, pero no por ello infinita y sin especificidad, que incorpora una concepción no naturalista de la causa y la eficacia, un orden cosmológico relacional y un trabajo sobre uno mismo y que se manifiesta en intensidades diversas que se basan en mediadores materiales y discursivos de diferentes linajes: esoterismos varios con una presencia consolidada durante el siglo XX, la cultura self-help y tecnologías de la subjetividad de origen oriental, incluso algunas prácticas amerindias, adaptadas a la vida cotidiana de colectivos urbanos de las sociedades euroamericanas contemporáneas (30, 31).

Desde el punto de vista de la circulación cotidiana de esos saberes y prácticas, es posible que la tensión entre lo terapéutico y lo religioso/espiritual, e incluso sus disputas por la legitimidad en un campo o las perspectivas sistémicas que emergen cuando el foco está puesto en los discursos públicos, adquiera otro matiz. No solo es mucho más difícil recortar las esferas autónomas de lo terapéutico y lo espiritual, sino que incluso la propia espiritualidad supone una trama de circuitos, de sentidos y de prácticas diferenciadas. Si bien desde el discurso público se insiste en las ventajas físicas, médicas e incluso psicológicas de la meditación, sobrevalorando su función en el bienestar entendido como un proceso biológico y psicoemocional, desde la vida cotidiana, las causas de ese bienestar exceden por mucho una definición biológica y sociopsicológica de la subjetividad, incorporando una dimensión no humana como la energía que supone una fuerza vital transformadora que puede producir malestar cuando no circula correctamente y bienestar cuando se logra canalizar y equilibrar.

La vida cotidiana de los actores en acción y la complejidad de lo que Law (13) ha denominado “formas no convencionales”, supone procesos de circulación y ensamblajes que pueden ayudarnos a repensar los puentes y articulaciones diversas entre el mundo médico-psicológico, las terapias alternativas y la espiritualidad Nueva Era. En ese sentido, nos parece importante el análisis de Law sobre los “ensamblajes” en contextos religiosos donde resulta significativo dar una perspectiva realista que permita ampliar la realidad de las personas que la viven y, en ese proceso, indagar incluso la noción misma de la persona que está en juego. Tal abordaje podría leer también críticamente la perspectiva del individualismo metodológico que se concentra en los usuarios o frecuentadores de prácticas de ese tipo y sus “elecciones terapéuticas” o sus “elecciones espirituales” como “campos” o “esferas” de acción diferenciadas.

 

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  34. Callon M, Law J. “After the individual in society: lessons on collectivity from science, tech- nology and society”. Canadian Journal of Sociology. 1997, 22(2):165-182.
  35. Mol A. The body multiple: ontology in medical practice. Durham: Duke University Press, 2003.

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Nicolás Viotti es Doctor en Antropología Social y participará de la mesa redonda El entramado filosófico de las creencias: transformaciones espirituales en la nueva era, organizada en el marco de la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


15.08.2023

Ocultismo para chicas

Por Mariel Giménez

Existe un tipo de práctica espiritual que se ha corrido del ordenamiento de las prácticas religiosas institucionalizadas a prácticas custom made, hechas a medida. Me refiero a la propuesta que circula, sobre todo en redes sociales, en la que una no entra a un culto, religión o práctica que ya está reglada a través de sus autoridades o mediante de una liturgia específica, sino que va creando la propia praxis espiritual a la par del ritmo de la vida diaria, armando rituales a conveniencia; una práctica espiritual doméstica y con fines nobles.

La práctica espiritual en este sentido fue tomando una forma específica muy en línea con los discursos de autoayuda femeninos cuyos objetivos últimos son el bienestar, el cuidado del mundo interior; con algo que una no hace en términos de trascendencia sino en función de vivir mejor, de ser mejor aquí y ahora, de ser “la mejor versión de una misma”. En esta trama, la inmediatez del alivio se impone por sobre la salvación eterna. Este tipo de prácticas incluso pueden incluir objetivos de mejor rendimiento físico a través de la alimentación y el entrenamiento para complementar la optimización del ser.

La espiritualidad así presentada toma la forma de un consumo o de un estado productivo. No solo es un tiempo y un espacio de la conciencia dedicado a la dimensión de las creencias, sino que también es un sector del mercado bastante masivo. Y, como sabemos, el mercado está generizado, es decir, contiene procesos sociales que producen y reproducen distinciones en las identidades de género. Como bien lo explica mi camarada la Dra. Suárez Tomé, la categoría de género nos ayuda a entender cuáles son los roles, conductas, costumbres y actividades que se imponen culturalmente a las personas por el sexo asignado al nacer. En resumidas cuentas, los estereotipos de lo masculino y lo femenino responden más o menos a que lo masculino es objetivo, racional, mental, individualista y lo femenino es subjetivo, particular, sintiente, sensible y social.

Encontramos entonces un conjunto de bienes de consumo y productos (cursos, kits para rituales, merchandising) que habilitan un tipo de práctica espiritual orientada a las feminidades. A las encargadas del mundo interno y lo sensible nos llega la oferta de ciertas propuestas como la astrología, el tarot, terapias alternativas, sanaciones ancestrales que se alejan de lo esotérico, lo oculto o lo inasible, para materializarse en un manual, una guía paso a paso del bienestar y de la auto-ayuda.

Insisto en el punto de la oferta generizada sobre la espiritualidad porque en general no hay ofertas masivas para que los varones hagan rituales de sanación de sus genitales, se junten a leer sus cartas natales o se tiren las cartas del tarot; tal vez la oferta dirigida a masculinidades está más orientada a las finanzas y criptomonedas, temas más relacionados con el dinero, la materialidad, la economía.


Roberta Di Paolo. Dos gotas (primera aparición de ojos de agua), 2021.

Me pregunto si estas prácticas espirituales son una de las dimensiones del bienestar o si se fusionan prácticas espirituales y bienestar psicológico; mantras sobre el pensamiento positivo en los que el pensamiento mágico tiene la fuerza para modificar la realidad y remover eso que causa malestar, sufrimiento, angustia. Este mercado espiritual toma la forma de determinadas prácticas esotéricas y ocultistas digeridas por las redes sociales para que tengan una presentación estética, acorde a la imagen que es posible traficar en redes. Ahí, la práctica espiritual esotérica, ocultista y el bienestar no se distinguen claramente. Practicar, consumir y ser.

En este tren de alejarme del pensamiento científico, me animo en este punto a intuir que la mayoría de las personas de clase media con estudios universitarios que practica la astrología o el tarot no estarían del todo cómodas con que se clasifiquen sus prácticas/ritos/ejercicios y consumos como ocultistas. Creo que aún, en esos imaginarios, el ocultismo puede estar relacionado con la macumba, los gualichos y las curanderas, y tal vez no les quede cómoda la estética oscura, un poco sucia, un poco pobre, para definir el intercambio lúdico de esos intereses por parte de mujeres y diversidades de la Ciudad de Buenos Aires. El contrapunto entre el gualicho del barrio y el ocultismo de las redes a nivel imagen es notorio: velas negras y rojas por un lado; influencers prendiendo un incienso por otro.

Me inquieta cómo lo oculto y lo espiritual en esta versión ha borrado la dimensión de la sombra y la oscuridad; se aleja del lecho inquieto de pulsiones amorales, rituales sacrificiales sucios e incómodos, pruebas de fe y penitencias, para ser lindo, pastel, brillante y sin esfuerzo. Cualquier gurú que vemos en las redes tiene más o menos el mismo discurso: “lo hacés si querés”, “si vos creés que te va a hacer bien, te hace bien”, “si te sentís incómoda, no lo hacés más”, lo que desliza otro consejo: buscás otro producto más conveniente. La dimensión del cuerpo aparece más inclinada al hedonismo que a la transmutación dolente. La estética masiva de las nuevas espiritualidades es pura luz. Luz, elevación y una consagración sin cicatrices.

En estas prácticas esotéricas, espirituales, ocultistas, ganan los discursos que nos dicen cómo ser. Más que nunca, se nos dan instrucciones para vivir y cómo vivir, aunque no sepamos cuál es la vida que merece ser vivida por nosotras. Luchamos para sacarnos mandatos y etiquetas de encima; parece que no funcionó.

Estas nuevas prácticas espirituales, que son bastante viejas, vienen montadas en los rieles del discurso auto-ayudista. Entonces la dimensión lúdica o la esotérica son sobrepasadas por prácticas para estar mejor, para ser mejor, para alcanzar la mejor versión de una misma. La espiritualidad encuentra un fin, un propósito, y con ello se borra lo enigmático, lo imprevisto, lo fuera de cálculo; se mezcla con los discursos sobre la optimización de las personas. Lo oscuro se llena de luz: no hay profundidades sino encandilamiento. Además, la espiritualidad alcanza el dominio de lo público, corriéndose de la intimidad de las prácticas secretas o los rituales personales. ¿Por qué será esto, no? ¿Qué recompensa trae mostrar el ritual íntimo? La validación del like se adhiere al yo, al yo espiritual, que se expande, se generaliza para pasar a ser una identidad en sí misma. No muestro una parte de mí, sino que me muestro como un ser totalmente espiritual. Es lo que me define.

¿Qué emparenta a este discurso de la optimización del ser con el nuevo ocultismo masivo orientado a las feminidades de cierta clase social? Su práctica no está tan orientada a la creencia o la religión, sino a sentirse bien a través de una fórmula que indica cómo sentirse bien, cómo sanar. Me resuena muy fuerte que siempre hubo una fórmula para la optimización de las mujeres. Más flacas, más jóvenes, más espirituales.


Roberta Di Paolo. La vibración del color, 2021.

Atravesadas por nuestra forma de habitar el mundo a partir de la popularidad del feminismo en 2018, ahora, pasados 5 años, nos llegan nuevas ofertas. Paquetitos pinkwasheados para consumir. Se instala una vigilancia constante sobre los consumos, porque en muchos casos es lo que nos define. Una vigilancia que proviene del mercado pero también entre pares. En un mundo amenazante en el que el camino de la meditación es solitario y aislado, la práctica hacia la autoconciencia puede dar lugar a la autovigilancia.

Liliana Maresca decía que, eventualmente, el mercado inocula todo. Lo contracultural y emergente, en una o dos maniobras, se vuelve parte del mismo sistema que antes lo había expulsado.

Uno de los nexos posibles entre espiritualidad y bienestar es la promesa de la felicidad. Una práctica constante, cada vez más compleja y rica en accesorios, te va a llevar a la felicidad. Ahí se actualiza el problema de la felicidad: la felicidad como commodity. Es algo para tener. Toda esta dimensión de la felicidad —o de la creencia en la felicidad— es bastante doméstica, solitaria, es fácil y hecha a tu medida. O al menos eso es lo que nos ofertan en un slogan viejo y repetido: la posibilidad de cambiar el mundo exterior si tan solo cambiás tu mundo interior. Y aunque es cierto que virar la posición subjetiva hace que miremos las cosas de otro modo y que el mundo se transforme, la dimensión material de un mundo injusto y cruel no cambia allá afuera si no operamos en comunidad.

Pero, ¿qué pasa si practico y practico y no soy feliz? Tal vez aparezca una sensación de inadecuación, de que soy yo quien está haciendo algo mal. En estas épocas de ansiedad y depresión, ¿qué pasa con la tramitación del sufrimiento cuando el mantra es aceptarse, amarse, evitar la angustia a toda costa? El dolor como indicador de todo aquello que se debe evitar termina labrando umbrales de tolerancia muy sensibles, muy bajos para el lema “no tiene que doler”. Porque hay cosas que duelen.

El mantra auto-ayudista se impone: sé feliz, tené una actitud positiva, intencioná. El Universo te va a dar lo que le pidas. El pensamiento mágico acorta las distancias en el Cosmos y nos permite rellenar el vacío de la incertidumbre. Se han agregado objetivos de máximo rendimiento: para convertirte en vos mismo, tenés que ser mejor, y para ser mejor, tenés que alcanzar tus metas. Autoexploración y autodescubrimiento se transforman en autorrealización y automejora: la optimización del ser.

Creo que la oferta generizada del ocultismo nos vende cosas perfectas para ser perfectas. Somos la audiencia cautiva de las recetas de la felicidad, de las recetas hacia lo perfectible. Toda una industria para mantenernos tras esa idea, ya que nunca seremos perfectas. Agradezco la posibilidad de sumergirme en el arte que me invita a otra cosa. No me subestima, me da la bienvenida, sintiente, rota, imperfecta, con dudas. No me resuelve nada, no cierra.

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Mariel Giménez es psicóloga y participará de la mesa redonda El entramado filosófico de las creencias: transformaciones espirituales en la nueva era, organizada en el marco de la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


27.07.2023

¿Afinidades pop?

Por Ana Longoni

Una hilera de gigantescos girasoles iluminados desde su interior, construidos con acrílico y poximix: así era la obra presentada por la artista argentina Susana Salgado al Premio Nacional Di Tella en 1966. Recibió el primer premio por parte de un jurado integrado por Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, y dos entusiastas del pop, Otto Hahn y Lawrence Alloway. Este último, en ocasión del dictamen, declara: “Buenos Aires es ahora uno de los más vigorosos centros ‘pop’ del mundo”. Salgado, según el rumor, no asistió a recibir el galardón porque era parte del elenco que representaba en ese momento la obra teatral Drácula, de Alfredo Rodríguez Arias.

La prensa ubica a la ganadora dentro de lo que denominaba grupo pop, junto a Dalila (también Delia) Puzzovio, Carlos Squirru, Edgardo Giménez, Juan Stoppani, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Alfredo Rodríguez Arias y Roberto Plate, varios de los cuales compartían desde 1963 la vivienda-taller ubicada en la calle Pacheco de Melo 2952. En ese “alocado villorrio indio”, [1] según la definición de Alloway, montan sus propias muestras y espectáculos. Sin duda, sus producciones sintonizan con cierta sensibilidad asociada al pop (desparpajo y hedonismo, quiebre de las convenciones del “buen gusto”, citas y recursos de la industria cultural y la publicidad, empleo de materiales “bajos” y efímeros, expansión del arte hacia el terreno de la moda, el diseño, etcétera). Sin embargo, el teórico y animador de la vanguardia Oscar Masotta no parece coincidir con la optimista evaluación de Alloway. En lo que describe como “la pluralidad de proposiciones de los argentinos” no encuentra paralelos ni versiones del pop, sino diversos caminos que empiezan a delimitar lo que nombra –citando quizás a Pierre Restany– un “folklore” propio de la cultura de Buenos Aires. [2] Masotta elude designar como pop a nadie dentro del vasto conjunto de jóvenes creadores que sacudían como un sismo la escena artística local, y opta por nombrarlos como “los imagineros argentinos”.


Susana Salgado. Girasoles, 1966.

Un overol de trabajo, de pie, rígido y vacío –o mejor lleno de la ausencia de su habitual portador– en medio de una sala de exposiciones. Forma parte de la serie de mamelucos “pegoteados” que desde 1965 produjo el chileno Francisco Brugnoli, a partir de ropa de trabajo impregnada en pintura y plastificada. Des-habitados por asalariados fantasmales, los pegoteados devenían en signos metonímicos del anonimato de la clase trabajadora en la sociedad de masas. Para fabricar lo que llama “hechos de arte”, Brugnoli junto a Virginia Errázuriz reúnen desechos urbanos, plásticos, fragmentos de automóviles y máquinas. Reclaman al arte, en los intensos años previos al golpe de Estado de 1973, un “encuentro con un imaginario popular”; y toman como materia elementos de la iconografía popular, de sus juguetes y su vestimenta, así como productos de la sociedad de masas (gráfica, afiches e historietas). En un tránsito acelerado de la representación a la presentación de situaciones, se sitúan en tanto observadores y recolectores de situaciones cotidianas, sobre las que llaman la atención al recortarlas y resignificarlas, al colocarlas en otro contexto. Pretenden interpelar a un público más vasto y popular, al proyectarse fuera de los espacios de exhibición cerrados, y proponer instalaciones en espacios públicos, ferias, parques o calles. En su tiempo, reciben el mote de Brigada Mondrián, como contrapunto estético (y, a la vez, equiparación política) con brigadas muralistas como la Ramona Parra o la Inti Peredo, que pintan contemporáneamente los muros de la ciudad. Si la crítica periodística elige descalificar como pop estos y otros trabajos experimentales, Miguel Rojas Mix –Director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad popular– toma distancia de esta inclusión y habla de un nuevo “movimiento escultórico neofigurativo”.


Francisco Brugnoli. No se confíe, 1965 [Detalle].

Un globo de historieta parte de la boca de un campesino andino, con su chullo y su poncho, y un enorme dedo índice en primer plano que señala directamente al espectador mientras reclama enfático la adhesión a la causa revolucionaria porque “la reforma agraria te está devolviendo las tierras que te quitaron los gamonales”. Concluye con el imperativo en idioma quechua “¡Jatariy!” [¡Levántate!]. El tratamiento de la imagen es claramente deudor del sistema de puntos de los cuadros de Lichtenstein, quien a su vez reproduce la técnica de las historietas populares. Incluso parece citar la conocida imagen de Tío Sam convocando a los jóvenes a enrolarse imprecándolos con un “I want you”, con el mismo gesto imperativo de señalar al espectador para convocarlo a la acción, aunque por cierto se trate de una cruzada ideológica de signo contrario.

Es uno de los afiches en apoyo a la reforma agraria impulsada por el gobierno de Velasco Alvarado, que el artista peruano Jesús Ruiz Durand realiza a fines de los 60 para contribuir a la propaganda oficial de las medidas tomadas entre sectores campesinos. Así relata la experiencia Ruiz Durand:

“Algunos periodistas y artistas conformamos un pequeño equipo de comunicación que trataba de romper con el esquema tradicional de la rutinaria labor de una clásica oficina de relaciones públicas. [...] El denominador común de este grupo de comunicación fue más la amistad y el entusiasmo que una ideología política o concepción cultural compartida. [...] Se produjo no obstante un paquete de material de difusión y divulgación de los aspectos más relevantes de la Reforma Agraria, incluyendo un grupo de afiches”.

El historiador del arte Gustavo Buntinx considera que esta producción “radicaliza las premisas iconográficas del pop, reemplazando la imagen comercial por la de raigambre política”, [3] dando lugar a lo que el mismo Ruiz Durand denominó “una especie de pop achorado” (calificativo que –en la jerga coloquial peruana– significa desfachatado, insolente): una cruza inesperada entre la cultura masiva cosmopolita y el proceso social que atravesaba el mundo andino, sus imaginarios, sus urgencias.


Jesús Ruiz Durand. Afiches de la serie Reforma agraria, 1968-1973.

Hasta aquí, la alusión a tres casos que coexisten epocalmente, en tanto ocurren en la segunda mitad de los años 60 en distintos contextos de conmoción social y política en América Latina. En los tres –como en muchas otras producciones contemporáneas o posteriores– podrían señalarse fácilmente recursos técnicos, procedimientos, repertorios iconográficos, imaginarios vinculados a la cultura de masas que a todas luces establecen una relación inequívoca e inocultable con el pop norteamericano. A la vez, en los tres casos se evidencia el esfuerzo por renombrar lo que hacen, inventando una denominación que se despegue de la automática adscripción al pop. Sin embargo, sus citas evidentes a las multiplicaciones de imágenes de Warhol o a las máscaras de Segal o a la reelaboración de historietas en Lichtenstein, por mencionar afinidades precisas, podrían dar lugar a una lectura interpretativa en clave “derivativa”: apenas constataciones de la influencia pop en América Latina, meras repercusiones o apropiaciones de una corriente artística originada en un escenario central que deja sus secuelas tardías en la periferia. Aun cuando se piense como desvío o reelaboración, incluso como deglución antropofágica para producir otra cosa con lo asimilado, la reiteración del esquema binario centro-periferia para entender las producciones culturales en América Latina corre el riesgo de insistir en la unidireccionalidad de ese esquema, al rastrear las repercusiones del centro en la periferia bajo el signo de lo derivativo, la irradiación o la difusión hacia los márgenes de las tendencias artísticas internacionales (y a lo sumo, da cuenta de su distancia o diferencia en términos de exotismo o distorsión).

Quisiera ensayar aquí otra clave de lectura que se distancia radicalmente de esa matriz, que es la que suele signar la mayor parte de las narrativas acerca de las producciones artísticas ocurridas en el sur: pasar a asumir una posición “descentrada”, que afecte desde dónde pensamos nuestra propia condición desigual a la vez que indague qué porta el mismo centro de periférico. Trastornar nuestra mirada sobre el propio centro, incluso entendiéndolo no exclusivamente como posición geopolítica sino –como propone Nelly Richard– como “función-centro” en tanto “instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, [4] quebrando los parámetros y escalafones que constituyen su legalidad y administran sus relatos. Esto es, erosionar el orden binario sobre el que se funda y articula la diferenciación centro/periferia, dejando de asumirla como una dinámica estable y fatal.

Con el término descentrado quiero aludir, entonces, no solo a aquella posición desplazada del centro sino también a un centro que ya no se reconoce como tal, extrañado, turbado, que está fuera de su eje, que ha perdido sus certezas. O sea, observar la metrópoli desde un adentro que queda fuera de su relato (cuyos usos definen justamente qué queda adentro y qué afuera, qué es centro y qué periferia).

Es desde estos desplazamientos que formularé la pregunta sobre la presencia de afinidades pop en el arte producido en distintos países de América Latina, desde la década del 60 en adelante. El punto de partida no es, entonces, evidenciar las repercusiones del pop norteamericano en el resto del continente, ni tampoco demostrar las diferencias que con ese legado produjeron los latinoamericanos, sino lanzarnos a repensar los presupuestos más o menos estables que sobre el arte pop tenemos, desde la extrañeza que puede provocar la consideración de esos otros episodios.

Este argumento no intenta minimizar o pasar por alto las relaciones o los ecos que puedan establecerse entre escenas artísticas, que además muchas veces van más allá de la influencia y se aproximan, si se quiere, al saqueo vandálico. Pero limitarnos a señalar esas derivas dice poco no solo de lo que efectivamente está aconteciendo en una escena o en la otra, sino que limita la complejidad de nuestro análisis.

No se trata, creo, de abordar una experiencia para verificar una influencia o señalar su corrimiento respecto del canon, sino de considerar, al menos como hipótesis, las condiciones históricas específicas de su irrupción así como la potencia poética y política que desata y que puede afectar los modos en que indagamos, pensamos e historiamos el pop (a secas).

 

Notas

1. Lawrence Alloway, entrevista, en King, John. El Di Tella, Buenos Aires: Gaglianone, 1985, p. 114.
2. Masotta, Oscar. El pop art, Buenos Aires: Columba, 1967.
3. Buntinx, Gustavo. “Modernidades cosmopolita y andina en la vanguardia peruana”, en AA.VV., Cultura y política en los años ’60, Buenos Aires: Oficina de Publicaciones del CBC, 1997.
4. “La jerarquía del Centro no solo depende de que concentra las riquezas eco- nómicas y regula su distribución. Depende también de ciertas investiduras de autoridad que lo convierten en un polo de acumulación de la información y de transmutación del sentido, según pautas fijadas unilateralmente [...]. El ‘centro’ se recrea como función-centro en cualquiera de las instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, señala Nelly Richard. Cfr. “La puesta en esce- na internacional del arte latinoamericano: montaje, representación”, en AA. VV., Arte, historia e identidad en América Latina. Visiones comparativas, tomo III, México DF: Instituto de Investigaciones Estéticas - UNAM, 1994, pp. 1015-1016.

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Fragmentos del ensayo "¿Afinidades pop?", publicado originalmente en el catálogo de la exposición Andy Warhol. Mr. America, Buenos Aires: Malba, 2009.  


En la segunda mitad de los años 60, Rogelio Polesello expandió el campo de su práctica artística más allá de la pintura. La idea de una cultura visual abarcadora y múltiple estaba en la atmósfera de aquellos días; y su carácter curioso y desprejuiciado lo llevó a experimentar con el borramiento de los límites entre técnicas y disciplinas. Así exploró el diseño textil y gráfico, y en 1966, a partir de la exposición Plástica con plásticos, organizada por el Museo Nacional de Bellas Artes, conoció el polimetacrilato –el acrílico corriente–, un material con el que varios artistas comenzaron a trabajar en simultáneo. 

Plástica con plásticos presentó la obra de 37 artistas –entre otros, algunas figuras fundamentales como el propio Polesello, David Lamelas, Roberto Jacoby y Margarita Paksa–, junto a tres invitados: Antonio Berni, Franco Di Segni y Gyula Kosice. Durante el proceso de producción, los artistas contaron con asesoramiento técnico, herramientas e insumos de las principales empresas del sector. La propuesta buscaba destacar las posibilidades que ofrecía el plástico, sus diversas aplicaciones domésticas e industriales, y asociarlo a la innovación técnica. En este sentido se lo definía como “el material del futuro”. 

Las obras en acrílico de Polesello constituyen una larga serie que ocupa un lugar protagónico tanto en su producción como en el desarrollo del arte argentino de la época. Consisten fundamentalmente en grandes placas –rectangulares, cuadradas o circulares– con lupas que descomponen las formas y los colores del espacio circundante, pero también toman la forma de columnas, objetos pequeños y accesorios de moda. Al contrario de lo que se podría pensar, esas placas de acrílico no eran producidas industrialmente ni en serie, sino que tanto el pulido como el tallado se efectuaban en el taller del artista. Aunque estas obras en acrílico fueron inicialmente traslúcidas, poco después fueron adquiriendo distintos colores vibrantes. 

Referencias bibliográficas
Polesello joven (catálogo de la exposición). Buenos Aires: Malba, 2015.
Del cielo a casa. Conexiones e intermitencias en la cultura material argentina. Buenos Aires: Malba, 2023. 


Rogelio Polesello ca. 1966.


Rogelio Polesello. Sin título, 1969.


Rogelio Polesello. Cero, 1967.


Rogelio Polesello. Sin título, 1970.


Vista de la exposicion Polesello joven. Malba, 2015.


Vista de la exposicion Polesello joven. Malba, 2015.


Vista de la exposición Del cielo a casa. Piezas de Polesello, Laura Rey,
Margarita Paksa y Osmar Cairola junto al catálogo de la exposición Plástica con plásticos. Malba, 2023.


Afiche exposición Rogelio Polesello, 1969.


  

Alejandro Bustillo y el Hotel Llao Llao

El hotel Llao Llao, uno de los enclaves turísticos más exquisitos de la Argentina, fue diseñado por el arquitecto Alejandro Bustillo por encargo de su hermano mayor Exequiel, primer Director de Parques Nacionales entre 1934 y 1944. El proyecto, ganado por concurso en 1936, sufrió un severo revés cuando un incendio arrasó la estructura sólo un año después de su inauguración en 1938. Sin embargo, el compromiso de Bustillo lo llevó a construirlo nuevamente en 1940.

Bustillo sustituyó muchos de los elementos originales de madera por materiales más resistentes, como la mampostería de piedra y el hormigón armado. Esta decisión no sólo mejoró la estructura del edificio, sino que también añadió un aire moderno a la composición general. En efecto, la visión arquitectónica de Bustillo para el Hotel Llao-Llao plasmó un delicado equilibrio entre los principios clásicos y el aprecio por el entorno natural, en consonancia con su creencia en que la arquitectura debía dar cuenta de “la pertenencia a un lugar determinado, a un paisaje, a su cielo, a su sustancia”. 

Este planteamiento da sustento a la creación de este inmenso chalet. Situado en lo alto de una frondosa colina, rodeado de lagos y sobre un telón de fondo montañoso, el Hotel Llao-Llao logra una notable integración con su contexto natural. Su forma geométrica, semejante a una "H", con una sección central elevada, permite a los huéspedes disfrutar de impresionantes vistas panorámicas en armonía con el paisaje patagónico. 

El diseño de muebles para el predio fue realizado por el francés Jean-Michel Frank, uno de los pioneros del minimalismo contemporáneo. Artífice de un lenguaje que cautivaba a las élites de uno y otro lado del Atlántico, Frank desplegó junto a Bustillo una serie que fundó el “estilo Bariloche”, basada en una ecuación perfecta de racionalismo y rusticidad. Este estilo llegó a contadas viviendas particulares, notablemente, al palier del Edificio Kavanagh, pero impactó especialmente en los jóvenes de la Organización de Arquitectura Moderna –entre los que se encontraban Horacio Baliero, Juan Manuel Borthagaray, Alicia Cazzaniga, Gerardo Clusellas y Carmen Córdova–, ya que algunos de ellos aprendieron con el propio Frank a dibujar muebles en el altillo de Comte, la firma responsable de la construcción del equipamiento del Llao Llao. 


El hotel Llao Llao en construcción.

 

Itala Fulvia Villa y el Grupo Austral 

En junio de 1939, el Grupo Austral publicó su manifiesto “Voluntad y Acción”, en una separata de la revista Nuestra Arquitectura, el principal medio de discusión arquitectónica del país. En la introducción que abre el texto, los arquitectos argentinos Jorge Ferrari Hardoy y Juan Kurchan, y el catalán Antonio Bonet –fundadores del grupo que venían de trabajar con Le Corbusier en París– propusieron “estudiar los problemas de nuestro incipiente urbanismo y sugerir soluciones para grandes problemas nacionales”.

A través de sus once puntos programáticos, “Voluntad y Acción” expresa la necesidad de refundar el sentido mismo de la arquitectura moderna según el contexto local. En los años posteriores, el Grupo buscó materializar una síntesis entre los métodos artísticos del surrealismo –como el montaje y la yuxtaposición– y el funcionalismo arquitectónico, con el objetivo de construir una arquitectura que no sea un mero estilo desprovisto de contenido sino una disciplina que pone al individuo en el centro de escena. De esta manera, proclamó la imposibilidad de separar urbanismo, arquitectura y arquitectura de interiores, realizando desde planes urbanos a piezas de mobiliario, como la internacionalmente reconocida Silla BKF.  

Ítala Fulvia Villa fue parte central del grupo desde sus comienzos. Compañera de estudios de Ferrari Hardoy y Kurchan en la Facultad de Arquitectura, realizó tareas de documentación para el Plan Director de Buenos Aires cuando sus colegas todavía se encontraban en París. Pero sobre todo, fue una extraordinaria arquitecta que también se desempeñó como coordinadora de la Dirección General de Arquitectura y Urbanismo de la Municipalidad de Buenos Aires. Destaca su propuesta para una subdivisión del territorio nacional en regiones relacionadas a los datos del clima y el diseño de viviendas prefabricadas según ese criterio ecológico. Entre otros proyectos, en 1945 también realizó junto a Horacio Nazar una propuesta de urbanización del Bajo Flores por la que obtuvo el Primer Premio del VI Salón de Arquitectura y, entre 1950 y 1958, el célebre Sexto Panteón del cementerio de Chacarita, con la colaboración de Clorindo Testa.

 


Esquema del Plan Director de Buenos Aires.


Itala Fulvia Villa.


Sexto Panteón del cementerio de Chacarita. Fotografía de Javier Agustín Rojas.


Sexto Panteón del cementerio de Chacarita. Fotografía de Javier Agustín Rojas.

 

Arquitectura heroica 

La Casa sobre el Arroyo, de Amancio Williams y Delfina Gálvez Bunge; la Biblioteca Nacional, de Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga; y el Planetario Galileo Galilei, de Enrique Jan, son obras fundamentales de la arquitectura moderna argentina. En estos tres edificios que se erigen sobre grandes patas, la ingeniería y la estructura se ponen al servicio de una creatividad radical. Sus creadores promovían distintas líneas estilísticas, pero todos compartieron un espíritu innovador vinculado al sueño colectivo de transformar la sociedad desde sus cimientos. 

Amancio Williams y Delfina Gálvez entendían la arquitectura como parte de la naturaleza. Así planearon una casa sobre el arroyo Las Chacras para que el compositor Alberto Williams –padre de Amancio– trabajara en sintonía con el paisaje: un arco de concreto que sostiene la residencia racionalista en medio de un bosque marplatense. Poesía estructural. También para Alberto fue diseñado el sillón Safari: un mueble de vanguardia con materiales locales, que se configura desde la tensión y se arma sin herramientas. 

Gema de la arquitectura brutalista internacional, el edificio de la Biblioteca Nacional destaca por su innovador programa organizativo, en el que los elementos tradicionales de la biblioteca se deconstruyen y reconfiguran con una nueva sintaxis. La separación del depósito de libros de la zona de lectura libera a los muros y despeja los grandes ventanales invitando a los lectores a conectar con el mundo exterior. El diseño de Clorindo Testa no sólo reimagina el concepto tradicional de biblioteca, sino que también fomenta una integración armoniosa entre arquitectura, cultura y naturaleza. 

El planetario, a su vez, está construido a partir de la estructura de un triángulo equilátero, figura simbólica, primaria y cósmica, que en el proyecto de Jan funciona como marco para  destacar la centralidad del ser humano en su vínculo con el universo. “El eje central del planetario es un ascensor hidráulico que une y conecta lo más profundo con lo más elevado, al igual que la columna vertebral del ser humano une el sacro (un hueso triangular curiosamente llamado ‘sagrado’) y la bóveda craneal, en cuyo interior tienen lugar las representaciones virtuales del mundo perceptivo que nos rodea”, escribió el propio arquitecto.


La Casa sobre el Arroyo. Fotografía de Grete Stern.


El Planetario Galileo Galilei en construcción.


Corte técnico de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.


En 1966 Julio Le Parc representó a la Argentina en la 33ª Bienal de Venecia con más de cuarenta obras cinéticas y objetos manipulables. Según indican las reseñas de la prensa internacional, entre los 220 artistas de 37 países que conformaban la exhibición, la sala del argentino fue de las más visitadas, junto con la Tactile Chamber del japonés Ay-O. Contra las predicciones, que señalaban a Roy Lichtenstein como el favorito, Le Parc recibió el Gran Premio Internacional de Pintura, el mismo que Robert Rauschenberg había obtenido en la edición anterior de la bienal veneciana y que había desatado una oleada de antiamericanismo en la crítica europea en general y en la francesa en particular.

Una de las tantas notas periodísticas publicadas en los medios locales sobre este acontecimiento cultural se titulaba “Le Parc: un arte sin fronteras”. Para el articulista, las obras de Le Parc merecían ser pensadas por fuera de las fronteras de las naciones e incluso de los bordes de las Bellas Artes por diversas razones: en tanto "luz, color, movimiento e imágenes des-significadas” [1] que activaban la participación de un público amplio y difuminaban las diferencias entre creador y espectador; en tanto exponente de un lenguaje considerado universal; y puesto que el artista argentino trabajaba desde hacía ocho años en París y que formaba parte de un movimiento internacional. Sin embargo, como indicó Osiris Chierico en Confirmado, el inesperado premio se encabalgó en el mapa internacional de las artes visuales, delineado por la tensión entre París y Nueva York. La consagración del “arte sin fronteras” de Le Parc estuvo atravesada por divisiones políticas, líneas imaginarias pero no por eso menos intensas.

[...] El Gran Premio obtenido en la Bienal de Venecia de 1966 tensó al máximo, por un lado, las interpretaciones del cinetismo en términos de producción nacional y arte universal. Por otro lado, este reconocimiento individual también puso en tensión su consagración artística con su pertenencia colectiva tanto al conglomerado de artistas cinéticos, como a aquél de los artistas sudamericanos de París.

Si la pérdida de supremacía cultural de la capital francesa frente a Nueva York era un tema de discusión (y lamentos) desde la inmediata posguerra, la Bienal había sido una suerte de reducto (de gran visibilidad internacional) en donde la École de Paris mantenía su preeminencia: los premios de pintura a artistas no italianos de las ediciones de 1948 a 1962 habían sido asignados a Braque, Matisse, Dufy, Ernst, Villon, Tobey, Fautrier, Hartung y Mennesier. De allí que el Gran Premio de la Bienal de Venecia de 1964 otorgado a Rauschenberg señalara un punto cúlmine del reconocimiento internacional para el arte norteamericano y dejara a la vista las resistencias que esta avanzada despertaba en el viejo continente. [2] En este contexto, el premio a un “argentino de París” en la edición siguiente de la bienal trajo aparejada una serie de reposicionamientos.

Para algunos críticos franceses significó recuperar un espacio de visibilidad internacional (y el honor). Para la crítica estadounidense fue casi ofensivo: un ignoto artista argentino le robaba el premio al artista estrella de la galería neoyorkina Leo Castelli. Para los actores culturales locales, constituyó la coronación de los esfuerzos realizados en pos de la proyección internacional de un arte argentino que, en muchos casos, se desarrollaba en la diáspora. Luego de haber logrado el Gran Premio en escultura para Alicia Peñalba en la Bienal de San Pablo de 1961, y el Premio de Grabado y Dibujo para Antonio Berni en la Bienal de Venecia de 1962, el Gran Premio de Pintura de 1966, el reconocimiento de mayor prestigio internacional para las artes visuales, parecía indicar que la apuesta por el arte argentino se redoblaba. Y así como Berni tuvo una exposición antológica en el ITDT en 1965, Le Parc tuvo la suya en 1967, que resultó la más visitada en la historia del Centro de Artes Visuales.

El envío de Le Parc a la Bienal compendiaba sus investigaciones visuales y aquellas concernientes a la participación del espectador. El hecho de que se otorgara el Gran Premio de Pintura a un artista que no pintaba constituyó para Pierre Restany un signo de continuidad de la apertura que la Bienal había mostrado en la edición anterior al premiar a un pintor joven y renovador como Rauschenberg. Este episodio disparó discusiones con relación al sistema de premios que terminaron con la abolición de los mismos algunos años más tarde. En este sentido, 1966 aparece como un momento clave en que las autoridades de la Bienal se volcaron a revisar las categorías tradicionales con las que el certamen aún se manejaba. [3]

Al mismo tiempo, para Le Parc el premio veneciano tuvo ribetes problemáticos. El reconocimiento individual dejaba en segundo plano al trabajo colectivo en el contexto del GRAV y a la crítica institucional que, en términos de desmitificación del arte, pretendía plantear este arte participativo de formas inestables y de autor no siempre identificable. El premio de Le Parc contribuyó a motorizar la producción seriada de objetos de arte que tuvo su mayor auge alrededor de 1966. Los múltiples y el trabajo artístico colectivo estaban en el corazón del proyecto cinetista y la crítica institucional que pretendía montar: abandonar la idea de artista con mayúscula pero también el aura del objeto único. Así, no parece casual que el sociólogo francés Pierre Bourdieu definiera la noción de “campo artístico” ese mismo año. Nuestro análisis de la premiación veneciana incorpora, entonces, la figura del múltiple cinético y repone el contrapunto entre la experiencia callejera de Une Journée dans la rue (1966) y la convocatoria multitudinaria de la exposición de Le Parc organizada en 1967 en las salas porteñas del ITDT.

 

Notas

1. "Julio Le Parc: un arte sin fronteras", media sin identificar, 3 de julio de 1966. Archivo MNBA.
2. Véase Laurie J. Monahan, "Cultural cartography: American designs at the 1964 Venice Biennale", en Serge Guilbaut, Reconstructing Modernism: Art in New York, Paris, Montreal 1945-1964, Cambridge, MIT Press , 1992, pp. 369-416.
3. Francesca Franco, "Art and Democracy at the Venice Biennale 1966-2001", en Association of Art Historians Annual Conference, Tate Britain and Tate Modern, Londres, 2008, mimeo. 

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Fragmentos extraídos del capítulo 3 del libro Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta. Buenos Aires: Edhasa, 2013. Imagen: Julio Le Parc. Cercle en contorsion sur trame rouge, 1969.


La década del noventa, [1] para las artes visuales, tal vez comience hacia fines de los 80, con la confluencia y desarrollo de diversos factores que produjeron la emergencia y configuración de un momento artístico con problemáticas y características propias; un momento que lo separa y diferencia de otros dentro del campo artístico de Buenos Aires. Entre dichos factores se cuentan el surgimiento del sistema de clínica como modalidad de enseñanza artística; la emergencia de un “nuevo coleccionismo”; [2] la multiplicación de premios y/o salones para artistas jóvenes ligados a la aparición de fundaciones y la creación de espacios de exhibición.

En la implementación en la Argentina del sistema de clínica, la Beca Kuitca fue inaugural. [3] La primera edición se llevó a cabo entre 1991 y 1993 a partir de la selección de dieciséis becarios, entre ellos Magdalena Jitrik, Sergio Bazán, Fabián Burgos, Manuel Esnoz, Daniel García, Graciela Hasper, Agustín Inchausti, Alfredo Londaibere y Tulio de Sagastizábal. Estos mantenían encuentros periódicos con Guillermo Kuitca en el espacio-taller ubicado en Irala 1505 –barrio de La Boca–, donde conversaban sobre el desarrollo del trabajo que iban realizando.


Feliciano Centurión, Sin título, 1993.

Esta modalidad de enseñanza se distanciaba del tradicional sistema de taller, habitual tanto en las instituciones de enseñanza oficial –como la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, actual Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA)– como en los estudios privados de los “maestros” –artistas de trayectoria y renombre. En líneas generales, el sistema de taller se caracteriza por la presencia y supervisión constante del maestro durante el proceso de elaboración de la obra por parte de sus discípulos, con quienes se relaciona individualmente. Asimismo, los discípulos asisten al taller de uno u otro maestro considerando, además de sus méritos artísticos, la especialización técnica que éstos posean: pintura, escultura, grabado o fotografía. En este sentido, mientras que aquí el concepto de producción artística y de obra de arte se encuentra ligado a priori a la destreza de un determinado procedimiento artístico, en el sistema de clínica éste se articula conjuntamente con el asunto de la obra en su proceso de elaboración. También adoptó esta forma de enseñanza novedosa en nuestro país el Taller de Barracas. [4] A diferencia de la Beca Kuitca, que en un primer momento estaba dirigida sólo a pintores, el Taller apuntaba a la experimentación de materiales para la realización de esculturas, objetos e instalaciones, y se encontraba bajo la dirección docente de Pablo Suárez, Luis Benedit y Ricardo Longhini.

Ambos emprendimientos, patrocinados por la Fundación Antorchas, [5] colocaron los modos de formación local en correspondencia con los internacionales al combinar en su dinámica de funcionamiento el trabajo práctico con el intercambio teórico brindado tanto por los docentes a cargo como por artistas, críticos y curadores locales e internacionales invitados. De esta manera, facilitaron en algunos casos el acceso de los artistas a los centros de formación y exhibición del sistema del arte global: workshops o talleres internacionales de trabajo itinerantes, posgrados en universidades extranjeras, bienales, eventos site-specifcs, entre otros. Asimismo, comportaron para sus participantes una importante plataforma de visibilidad dentro del campo del arte nacional.

Las formas y modos de consumo del coleccionismo también se vieron modificados por estos años, volcándose, tal vez de manera inédita, al arte joven y emergente. [6] Ligado a su desarrollo cabe considerarse la realización anual desde 1991 de la que luego pasó a llamarse Feria de Arte Contemporáneo de Buenos Aires arteBA, llevada a cabo por la Fundación arteBA. Asimismo, nuevos premios se incorporaron durante la década, como el Premio Telecom, Premio Fundación Telefónica, Premio Fundación Federico Jorge Klemm y Premio Fundación Constantini.

En relación con los espacios de exhibición, tuvieron un papel relevante en la configuración de una nueva escena artística la Galería del Rojas, las salas de exposición del Casal de Catalunya, el Espacio Giesso, el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) y la Fundación Banco Patricios. Los mismos contribuyeron a instalar poéticas y artistas que, hacia la segunda mitad de la década, fortalecerían otros nuevos espacios. Una de las características que compartieron es que eran salas específicamente destinadas a exposiciones, o que disponían dentro de su estructura institucional de espacios exclusivos para la exhibición y promoción de las artes visuales. En este sentido, la escena artística de la década del 90 se diferenciaba de la de los 80, en la cual las producciones visuales de los artistas emergentes o de escasa trayectoria se mostraban en bares y discotecas de la cultura underground, en donde también se desarrollaban espectáculos teatrales y/o musicales, entre otros eventos. [7]

Entre los espacios mencionados, la Galería del Rojas ocupó un lugar destacado. [8] La misma desarrolló una identidad y un carácter como ningún otro logró hacerlo, y hegemonizó sin dudas el campo artístico de la década del 90. Un hecho sintomático de este fenómeno fue, por un lado, la rapidez con que la literatura crítica de arte identificó y diferenció “el Rojas” –como se lo denominó– del resto de los espacios de exhibición de la ciudad; por otro lado, la perdurabilidad y consolidación de dicha diferenciación en la historiografía argentina e internacional. [9]


Marcelo Pombo, Sin título, 1994.

El Rojas era una sala que hacía de vestíbulo del auditorio del Centro Cultural Ricardo Rojas, dependiente de la Universidad de Buenos Aires, que se inauguró como Galería del Rojas el 13 de julio de 1989 con una performance de Batato Barea y una instalación de Liliana Maresca. [10] Si bien con anterioridad se habían realizado algunas exposiciones en aquel recinto, las mismas no habían tenido regularidad ni continuidad, ni se hallaron dentro de la esfera de un programa artístico-curatorial como el que desarrollaría el artista Jorge Gumier Maier a lo largo de su gestión como director-curador entre 1989 y 1997.

Al momento de tomar el cargo, Gumier Maier ya había estipulado las exhibiciones hasta fines de aquél año, a la vez que las había antecedido con la publicación de un texto programático o manifiesto en la Hoja del Rojas [11] del mes de junio. El mismo, titulado “Avatares del arte”, presentaba como horizonte de lectura un imaginario cristalizado sobre algunos de los rasgos sobresalientes del arte de los años 80: las influencias de tendencias foráneas como la transvanguardia o el neoexpresionismo, y el compromiso sociopolítico. El escrito enunciaba el hartazgo respecto de ciertas características visuales que para el autor presentaban las obras de esa década anterior, como la carga matérica o la gestualidad de la pincelada, las cuales se vinculaban a ciertas “demandas” que el arte debía satisfacer según los diversos agentes que por entonces hegemonizaban la escena artística, demandas vinculadas a un arte que trabajara sobre el contexto inmediato; también afirmaba la completa ineficacia de lo que este tipo de arte pretendía: “perturbar y modificar al otro”. En contrapartida, proponía un arte ligado a la idea de “disfrute” y de “espectáculo”, y señalaba como ejemplo los desfiles de moda que habían tenido lugar en la Primera Bienal de Arte Joven [12] y un certamen organizado por Roberto Jacoby en la discoteca Palladium. Si bien Gumier Maier no especificaba sobre qué asuntos debía ocuparse el arte, bajo qué procedimientos, o qué función debía cumplir, sí señalaba con ahínco que debía mostrar “otras” características a las consideradas dominantes por entonces. Un nuevo concepto de lo artístico y de artista comenzaba a ensayarse en principio, en este texto, ligado al arte joven y marginal de la vida nocturna porteña.

Tras la exhibición de Maresca, los jóvenes artistas que mostraron en la galería en 1989 fueron Alfredo Londaibere (julio-agosto); [13] Esp [Esteban Pagés] y Emiliano Miliyo (agosto-septiembre); Marcelo Pombo (octubre); Carlos Subosky y Máximo Lutz (octubre-noviembre); Diego Fontanet, Gastón Vandam, Sergio Vila y Miguel Harte (octubre) y Sebastián Gordín (noviembre-diciembre). La excepción a la antelación con que el director-curador había pensado las muestras fue la que cerró el año: Harte-Pombo-Suárez [I]. [14] Ésta surgió como deseo y propuesta de Pablo Suárez –quien ya mantenía una relación de amistad con Harte– tras ver la exposición de Pombo del mes de octubre. Un artista de larga y reconocida trayectoria, protagonista de la vanguardia de los años 60, quería mostrar su obra junto a dos jóvenes que recién estaban comenzando su carrera. Esto significaba un respaldo no sólo para ellos sino también para la Galería.


Liliana Maresca, Ella y yo, 1994.

Si bien estaba previsto que la muestra se llevase a cabo entre el 11 y 30 de diciembre, a los pocos días de su inauguración debió levantarse tras daños sufridos por las obras. El lamentable hecho fue causado por algunos empleados de ordenanza del Centro Cultural, aparentemente, ante el disgusto que les causó, por un lado, que los artistas y el curador hubieran sorteado su autoridad al pintar sin previo aviso las paredes tricolor de la sala de un uniforme blanco; [15] por otro lado, por las connotaciones sexuales de algunas obras, como por ejemplo un collage de Pombo compuesto por preservativos colgantes rellenos con perlas. Es posible también que otro de los elementos que provocaran una actitud de sorna y desconsideración haya sido la homosexualidad declarada de Pombo, Suárez, Gumier Maier y amigos y/o expositores asiduos a la galería. Ante lo sucedido, éste último presentó su renuncia, la cual fue rechazada por las autoridades del Centro, de manera que continuó colaborando en la programación durante 1990 pero de forma distante y sin visibilidad pública. A comienzos de 1991 se reincorporó explícitamente a sus funciones acompañado por Magdalena Jitrik como co-directora, artista que había exhibido en la galería el año anterior.

En 1991, además de la sucesión de muestras, en su mayoría individuales, como la de Benito Laren (abril), Nuna Mangiante (julio), Ariadna Pastorini (septiembre) y la de los fotógrafos Horacio Devitt (agosto-septiembre) y Alberto Goldenstein (octubre-noviembre), se llevaron a cabo dos grandes exposiciones colectivas: Bienvenida Primavera (septiembre-octubre) y Summertime (diciembre, 1991-febrero, 1992). En la primera participaron Andrés Baño, Oscar Bony, Karen Berestovoy, Graciela Cores, Feliciano Centurión, Gumier Maier, Roberto Jacoby, Fabián Hofman, Alejandro Kuropatwa, Laren, Jitrik, Alfredo Larrosa, Londaibere, Miliyo, Pagés, Margarita Paksa, Fernando Pont, Andrea Sandlien, Marcia Schvartz, Carlos Trilnik y Omar Schiliro. En la segunda, Juan José Cambre, De Sagastizábal, Guadalupe Fernández, José Garófalo, Gordín, Gumier Maier, Jitrik, Maggie de Koeningsberg, Maresca, Enrique Mármora, Osvaldo Monzo, Pablo Páez, Duilio Pierri, Juan Pablo Renzi, Schiliro y Schvartz.

Los títulos de las exhibiciones, inspirados o tomados de las famosas canciones populares Bienvenido amor de Palito Ortega y Summertime de George Gershwin, prometían un “festejo”, un espacio de encuentro y diversión ante la llegada de la estación estival. De este modo fueron invitados numerosos artistas entre amigos y allegados –veintidós en la primera muestra y dieciséis en la segunda– referentes de diversas generaciones y con obras de diferente carácter. Asimismo, fueron acontecimientos legitimadores para los jóvenes y la misma galería, respaldados por figuras instaladas y de trayectoria.

Sin embargo, a pesar de comenzar a ser conocida y nombrada en el ambiente artístico, la sala no constituía aún un escenario de visibilidad más allá de un pequeño círculo. De este modo, Gumier Maier y Jitrik organizaron en el Centro Cultural Recoleta –espacio de cierto prestigio, concurrido y con mayor difusión– la exhibición El Rojas Presenta: Algunos artistas (26 de agosto-6 de septiembre de 1992). Estos eran Centurión, Gumier Maier, Jitrik, Mangiante, Mármora, Schiliro, Gordín, Pombo, Pastorini, Elisabet Sánchez, Martín Di Girolamo, Vila, Harte, Laren y Londaibere. Si bien figuraban en el catálogo, Pagés y Miliyo finalmente no participaron debido a diferencias con los curadores. Se trató de una exposición de carácter antológico. Por una parte, venía a subrayar y explicitar que había sido la Galería del Rojas la que había “presentado” –dado a conocer o “descubierto”– a estos jóvenes, algunos de los cuales comenzaban a circular por galería comerciales de incidencia en el mercado local; por otra parte, tenía el cometido de mostrar el trabajo realizado desde 1989 hasta este momento en un espacio más favorable para su apreciación. En su conjunto, la exposición mostró una gran variedad de asuntos y procedimientos. A modo de ejemplo, se pueden mencionar las instalaciones de Sánchez y Pastorini –la primera ligada al minimalismo, y la segunda a la escultura blanda–, las frazadas de motivos geométricos o regulares de Centurión sobre las que estampó animales marinos, las pinturas-objeto de Gumier Maier –de motivos geométricos y colores pastel sobre hardboard, de “marcos recortados” [16] curvilíneos, ondulantes, con pequeñas volutas sucedidas a intervalos–, las reelaboraciones de la escultura de Schiliro a partir de palanganas y diversos accesorios plásticos decorativos, la pintura abstracta de colores brillantes y claros de Mármora, la pintura de carácter metafísico de Jitrik y el hiperrealismo de las chicas desnudas en posiciones sexys de Di Girolamo.


Fernanda Laguna, Abstracción abundante: Perro, 2000.

Al año siguiente se instaló la discusión sobre un “arte light” (liviano, descomprometido) vs. un “arte político y social”. El primer término había comenzado a circular como un denominador de los artistas vinculados a la Galería del Rojas a partir de la reseña que hiciera Jorge López Anaya sobre la exposición realizada por Gumier Maier, Schiliro, Laren y Londaibere, entre julio y agosto de 1992 en el Espacio Giesso. En ella, el crítico relacionaba las producciones de los artistas con las formas y el espíritu light de la época. Además, veía en éstas una intención crítica, una reflexión acaso mordaz sobre aquella liviandad que indicaba como característica de aquel fin de siglo. Sin embargo, pronto el término se extendió como arte light y se transformó en una definición peyorativa. Es de esta forma como llegó a la mesa-debate organizada por los artistas Schvartz, Felipe Pino y Duilio Perri dentro del ciclo de encuentros ¿Al margen de toda duda? llevado a cabo entre el 14 de mayo y el 2 de junio de 1993 en el Centro Cultural Rojas. La reunión, por momentos acalorada, como describió un cronista de la revista La Maga, contó con Pombo, Schiliro, Cambre y Garófalo como expositores y Maresca en calidad de coordinadora. Con posterioridad, el término volvió a extenderse como “arte rosa light” (arte “maricón”). [17]

Esta última acepción, en mayo de 2003, formó parte del título de una mesa-debate llevada a cabo en el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba): “Arte rosa light y arte Rosa Luxemburgo”. [18] La mesa estuvo coordinada por Gustavo Bruzzone y los expositores fueron Andrea Giunta, Ana Longoni, Ernesto Montequin, Jacoby y Jitrik. Desde un título paródico, humorístico, la intención era explicitar el binomio de opuestos que había dominado las lecturas y discusiones –y que aún lo continuaba haciendo– de la escena del arte argentino de la década inmediatamente anterior: un arte formalista vs. un arte de contenido; un arte autónomo vs. un arte comprometido con su contexto sociopolítico. Pero asimismo, si bien en esta oportunidad no fue asunto de las presentaciones de los expositores ni apareció en las discusiones que tras ellas se abrieron, la oferta de “rosas” que proponía el encuentro señalaba la cuestión gay como asunto inherente, o al menos cercano, a la discusión propuesta.

En efecto, la particularidad que en los años 90 presentó aquella tradicional y reiterada controversia dentro de la historia del arte fue que se articuló con problemas relativos a cuestiones de género y de orientación sexual, problemas que la Galería del Rojas explicitó de diversos modos y que en gran parte definieron su identidad.

 

Notas

1. Considero la “década del 90” como un término operativo y por ello mismo no limitado en estricto sentido cronológico.
2. Marcelo Pacheco, “Introducción”, en AA.VV ., Museo de arte latinoamericano de Buenos Aires-Colección Constantini, Buenos Aires, Malba-Colección Constantini, 2001.
3. Sobre la Beca Kuitca véase Inés Katzenstein, “Algunas consideraciones sobre Guillermo Kuitca en Buenos Aires”, en Guillermo Kuitca. Obras 1982-2002, Buenos Aires, Malba-Fundación Eduardo Constantini, 2003. En la segunda edición de la Beca Kuitca (1994-1995) participaron, entre otros, Martín Di Girolamo, Jane Brodie, Fernanda Laguna y Sergio Avello y, en la tercera edición (1997-1999) Dino Bruzzone, Marina De Caro, Silvia Gai, Nuna Mangiante, Ariadna Pastorini y Román Vitali.
4. El Taller de Barracas tuvo sólo dos ediciones: 1994-1995 y 1996-1997. Algunos de los artistas que integraron la primera edición fueron Carlota Beltrame, Nicola Costantino, Beto de Volder, Leandro Erlich, Claudia Fontes, Mónica Girón y Patricia Landen; en la segunda, Alicia Herrero, Martín Di Girolamo y Karina El Azem.
5. La Fundación Antorchas sólo patrocinó la primera edición de la Beca Kuitca (1991 y 1993). Las ediciones posteriores fueron auspiciadas por la Fundación Proa (1994-1995), y por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el Centro Cultural Borges y el Instituto de Cooperación Iberoamericana (1997). Sobre los diversos emprendimientos artísticos financiados por la Fundación Antorchas véase Andrea Giunta, “Air de Buenos Aires”, Buenos Aires, Galería Daniel Abate, 2008.
6. Sobre este tema véase Marcelo Pacheco, “Introducción”, en AA.VV., Museo de arte latinoamericano de Buenos Aires-Colección Constantini, op. cit.
7. Viviana Usubiaga señala cómo algunos artistas ya reconocidos –como Marcia Schvartz o Juan José Cambre– circulaban tanto en el circuito de las galerías comerciales, premios y salones como en el del underground. Véase Viviana Usubiaga, Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2012.
8. No se trató de una galería comercial sino de una sala de exhibición.
9. Algunos ejemplos lo constituyen Carlos Basualdo, “Arte contemporáneo en Argentina. Entre la mímesis y el cadáver”, en David Elliott (ed.), Argentina. 1920-1994, Buenos Aires, Fundación para las Artes-Centro Borges, 1995; Pierre Restany, “Arte argentino de los 90. Arte guarango para la argentina de Menem”, en Lapiz, a. XIII, no 116, noviembre de 1995; Ursula Davila-Villa (ed.), Recovering Beauty. The 1990s in Buenos Aires, Austin, The Blanton Museum of Art at The University of Texas at Austin, 2011.
10. Con motivo del 20º aniversario de apertura de la sala, en 2009 se llevó a cabo en el mismo Centro Cultural una exhibición sobre la Galería del Rojas, curada por Máximo Jacoby y Valeria González, autores también de Como el amor. Polarizaciones y aperturas del campo artístico en la Argentina 1989-2009, Buenos Aires, Libros del Rojas, 2009.
11. Boletín mensual en el que el Centro Cultural informaba sobre sus actividades y demás asuntos referidos a la institución.
12. La Primera Bienal de Arte Joven, organizada por la Secretaría de la Juventud de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, se realizó en el Centro Cultural de la Ciudad de Buenos Aires (CCCBA), en el Palais de Glace y los jardines aledaños en marzo de 1989.
13. En la hoja que oficiaba de catálogo el artista aún se presenta con su apellido originario: Londaitzbeher.
14. La reiteración de este grupo de artistas en el Centro Cultural Recoleta en agosto-septiembre de 1990, como Harte-Pombo-Suárez II hizo que, con posterioridad, la exhibición en el Rojas adquiriera el título de Harte-Pombo-Suárez I. El trío continuó en la Fundación Banco Patricios en noviembre de 1992 y en 2001 en la Galería Ruth Benzacar.
15. Por entonces las paredes eran de color gris desde el zócalo hasta la mitad, en donde una franja bordó hacía de nexo con el blanco que continuaba hasta el cielorraso.
16. El marco recortado fue una de las características de las obras del arte concreto argentino de la década del 40 y 50, pero éstos eran de contorno recto. La obra de Gumier Maier reelaboraba de este modo esta tradición artística local.
17. Jorge Gumier Maier refiere a la relación entre el “rosa” y lo “maricón” en el texto “El Tao del arte”, perteneciente al catálogo de la exposición homónima llevada a cabo en el Centro Cultural Recoleta en 1987.

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Fragmentos del ensayo “Espacios de exhibición durante los años noventa en Buenos Aires y la formación de una nueva escena artística”, publicado originalmente en María Isabel Baldasarre y Silvia Dolinko (eds.), Travesías de la imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina, Volumen II, Archivos CAIA IV, Buenos Aires, EDUNTREF-CAIA, 2012, pp. 607-635.


La sustitución de la forma por la energía en el arte es uno de los acontecimientos más importantes de principios de la década del sesenta. De repente, es como si toda la literatura crítica y las prácticas artísticas que habían dominado la escena de los años cincuenta se desmoronaran. No se trata de un hecho catastrófico ni de un cambio repentino y absoluto, pero si se observan con detenimiento esos años se verá que el arte de mediados de los sesenta ya no se parece en nada al de la década anterior.

Es que si en los años cincuenta los discursos giraban alrededor de la forma, con el tiempo el concepto de energía fue ocupando toda la escena. La supremacía del criterio de energía se manifiesta tanto en el exceso de materialidad que disuelve o amenaza la forma como en la caída de ciertas restricciones que definían el campo del arte. El retorno de la figuración es tal vez uno de los ejemplos más poderosos no sólo porque su exclusión había sido una de las consignas más fuertes del modernismo sino también porque hasta los propios artistas que venían del concretismo, como Hélio Oiticica o Waldemar Cordeiro, comenzaron a trabajar con figuras humanas.


Hélio Oiticica.

El poder de la energía trajo un cambio en el arte y, concomitantemente, en el papel del artista. El artista ya no se colocaba en una posición exterior a la obra guiado por los procesos de construcción sino que se involucraba y se convertía o en una extensión de la obra o en su soporte (como también sucede con el espectador). La energía, antes que con la forma, está vinculada con los organismos vivos, con las conexiones, las fuerzas del afuera y es conducida de un cuerpo a otro de manera tal que la acción del artista está involucrada (de ahí también que lo háptico desplace a lo óptico, lo táctil a lo visual). Mário Pedrosa lo sintetizó con una fórmula genial: el artista es “una máquina sensorial”.

En cuanto al arte, éste ya deja de vincular sus prácticas con el pasado específico para operar con el entorno: al ser despojado de los criterios que lo sostenían como un dominio autónomo, no es casual que el arte se haya convertido en una máquina conceptual. Si los rasgos distintivos carecen de relevancia y ya no hay atributos esenciales, el arte deviene un concepto que artistas, instituciones y espectadores pueden manipular en una perpetuo estado de vacilación e indeterminación (y, obviamente, de disputa institucional). Marcel Duchamp es el referente fundamental en este giro conceptual (la materia gris), aunque también hay que considerarlo un nexo con el artista como máquina sensorial (la materia rosa). [1]

La energía vincula a las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este desplazamiento, los años sesenta se caracterizan por el uso inventivo del espacio (la situación) como lugar en el que se testea la potencia del arte. Si bien al principio de la década el rasgo principal de este uso fue la incorporación de nuevos materiales (cosas encontradas en la calle o dispositivos no convencionales) y de nuevas experiencias sensoriales (en particular las aportadas por los medios masivos), pocos después la cuestión fundamental consistió en la relación conflictiva entre la práctica artística y el espacio de exhibición, tanto en su dimensión pública como política. El uso de la esplanada del Museo de Arte Moderna de Rio de Janeiro fue sintomático de este uso intensivo de las energías que venían de todos los ámbitos, sobre todo de la calle como lugar de manifestación. [2] En ese espacio la energía era reconducida a la potencia de la historia que sostenía la promesa de un futuro emancipado. Sin embargo, la relación entre energía, arte y espacio público sufre un cortocircuito de grandes dimensiones con el Acto Institucional Nº5. Este acontecimiento (“la noche negra” como la llamó Oiticica) hace que los artistas se pregunten sobre cómo usar o reconducir la energía. La respuesta de Hélio Oiticica es su experiencia en Londres y, posteriormente, el exilio en Nueva York donde inauguró la posibilidad de nuevas conexiones.

El cambio que implicó su radicación en la ciudad norteamericana podía observarse en varias instancias: en los cuerpos elegidos para los parangolês, en el retiro de los espacios públicos de exhibición (deja de exhibir después de la experiencia de Information en el MoMA), [3] en la incorporación de nuevos materiales (como la cocaína, el fílmico, las ambientaciones) y en un viraje en el uso de los colores. Los naranjas comienzan a ser desplazados por los azules oscuros (como en algunas cosmococas) o por los blancos. También en esos años Oiticica construye una red afectiva que incluye a amigos más jóvenes que lo visitan en Nueva York (como Wally Salomão, Ivan Cardoso), otros que conoce en la ciudad como Silviano Santiago y los poetas de Noigandres (Décio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos) que también lo visitan en la Big Apple. Con Haroldo entabla una relación particularmente intensa: poco antes de morir y cuando ya estaba internado, Haroldo escribe un guión fílmico para Ivan Cardoso sobre su amigo Hélio Oiticica. [4]


Un performer portando uno de los parangones de Hélio Oiticica.

 

Notas

[1] La cuestión de la materia rosa en Duchamp es trabajada por Georges Didi-Huberman en La Ressemblance par contact, París, Minuit, 2008.

[2] En los volantes que publicitaban el evento Domingos no Aterro (dentro del cual se realizó “Apocalipopótese”) se lee: “A arte deve ser levada à rua (no Aterro) ou ali ser realizada”. Y en un suelto periodístico se dice: “A partir da proposta de Lygia Pape, “arte e vida são a mesma coisa”, o grupo de alunos do DAP (Departamento de Artes Plásticas), do Museu de Arte Moderna, auxiliados pelos profesores Frederico Morais, Alfredo Brito, Sérgio Lemos, Lígia Pape, Zuenir Ventura, Roberto Verschleisser e Afonso Beato, iniciará a pesquisa das linguagens que estão sendo criadas no Aterro do Flamengo”. Ambas noticias están reproducidas en Marisa Alvarez Lima: Marginália (Arte & Cultura “na ideade da pedrada”), Rio de Janeiro, Salmandra, 1996, p.139 y 151.

[3] Escribe Celso Favaretto: “Tendo chegado ao “limite de tudo” na “Whitechapel Experience” e na “Information”, Oiticica desaparece das promoções artisticas. Aninhado em New York, leva ao extremo a marginalidade do experimental” (A invenção de Hélio Oiticica, São Paulo, EdUSP, 2000, p.205).

[4] O roteiro fue publicado por Toninho Vaz con el título “A última odisséia de Haroldo de Campos” en el Segundo Caderno de O Globo, sábado 23 de agosto de 2003.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El nuevo sublime: un evento radical en el arte contemporáneo", publicado originalmente en portugués en el libro Hélio Oiticica: A Asa Branca do Êxtase. Rio de Janeiro: Editorial Anfiteatro, 2016. 


Los sueños, las fantasías, los anhelos del siglo XX tienen forma de imagen. No cualquier imagen, no en cualquier soporte. Tienen forma de fotografías. Apenas 30 años después de su presentación ante la Academia de Ciencias de París, la fotografía dejaba de ser un objeto de lujo para las élites y diversificaba su uso documental y antropológico, se utilizaba en archivos policiales, informes de guerra y relevamientos territoriales. Apenas 30 años después de su presentación, la imagen se coleccionaba en postales, se traficaba como parte de la educación sentimental, de la iniciación sexual. El fotoperiodismo y las revistas ilustradas la alojaban en sus páginas para construir la “actualidad”. La cámara puso el mundo a disposición del espectador, lo convirtió en un objeto de consumo. El siglo XX es un siglo de consumo de fotografías que proponen modelos de conductas y formas de vida, maneras de vestir y de alimentarse, estilos e identidades. La radio y el cine, y el apenas despuntar de la televisión, proponen un universo de imágenes que no deja de multiplicarse bajo la forma de más imágenes.

El mundo del espectáculo local tendrá su fotógrafa en Annemarie Heinrich, una joven nacida en Alemania en 1912 y criada en la Argentina. Discípula de la australiana Melitta Lang y el polaco Sivul Wilenski, Heinrich abre su propio y modesto estudio en 1930 y se propone desarrollar el oficio del siglo: fotógrafa profesional. Se vuelve, entre otras cosas, retratista del star system local. De ella son ciertas imágenes emblemáticas: Mirtha Legrand o Libertad Lamarque, la cabeza ladeada con previsible coquetería, la boca entreabierta, los dientes perfectos, la mirada sonriente. También la foto de la joven Evita Duarte, en traje de baño a lunares, el cabello suelto, los brazos detrás de la cabeza y los ojos pícaros mirando hacia arriba, o la de Tita Merello, asomando a la imagen de costado, con el pelo revuelto y las cejas arqueadas, el gesto de rea. Durante décadas, la cámara de Heinrich registró los rostros del mundo del cine, el teatro y la danza, tomó también retratos de artistas plásticos, músicos y escritores: Zully Moreno, Tilda Thamar, Antonio Gades, Dolores del Río, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Bárbara Mujica, Rafael Alberti, Cecilia Ingenieros, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Ástor Piazzolla, Pinky, Aníbal Troilo, Graciela Borges, Susana Giménez.

Gestos y poses, formas de poner el cuerpo, objetos que acompañan al retratado, encuadre e iluminación hablan del profesionalismo de Heinrich, que encuentra un modo único de cumplir con el oficio y, al mismo tiempo, escapar de la imagen adocenada. El retrato de los hombres y mujeres que pertenecen al ambiente del arte y la cultura es central para la industria cultural. Son imágenes que inventan la figura del autor donde solo habría objetos, novelas, libretos, partituras. La cámara de Heinrich habla de ese encuentro entre un rostro, una gestualidad y la construcción de ese artefacto que es el actor, la escultora o el músico. Estas imágenes son piezas de un género que, inevitablemente, distribuye roles previsibles –la joven angelical, la estrellita en ascenso, el galán, el músico temperamental, el escritor asceta– como parte de una trama en la que también se imbrican las novelas, piezas radiales y películas.

Los retratos tomados por Heinrich aparecían en las tapas de las revistas de actualidad, Antena, Sintonía, Radiolandia, o se integraban al aparato de difusión de espectáculos teatrales y productos cinematográficos. Eran rostros para ser multiplicados por la maquinaria de la incipiente industria cultural, para ser admirados y coleccionados por el público. Eran fotografías que tenían un itinerario múltiple: devenían otra cosa, un dibujo en colores que se deformaba y multiplicaba en revistas y carteles, un instrumento de promoción que circulaba, con el sello del estudio, en las oficinas de productores y agentes, o una pieza coleccionable, en las manos de los admiradores que la recibían autografiada. En ese recorrido, algunas incluso volvían firmadas al estudio, demostrando que la reproducibilidad técnica que vertebra la imagen en el siglo XX no es sino un desafío para inventar modos de reponer lo aurático y lo único de una estampa.

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Fragmentos extraídos del ensayo publicado con el mismo título en el libro Annemarie Heinrich. Intenciones Secretas. Génesis de la liberación femenina en sus fotografías vintage. Buenos Aires: Malba-Fundación Costantini, 2015.


19.05.2023

El ojo pensante

Por Martín Greco

Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez, más conocido como Diego Rivera, pinta en Madrid en 1915 el Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna, una obra central en la historia de las vanguardias hispánicas.

Rivera vive en París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial busca refugio en España. Atraviesa por entonces un período cubista, breve pero fundamental para su evolución estética. Junto a otros artistas realiza en marzo de 1915 la muestra de «Los pintores íntegros»: por primera vez llegan a Madrid los escándalos del arte nuevo. Durante esa exposición pinta el retrato de Gómez de la Serna, convergencia de artes plásticas y literatura, de España y América. Para el artista de vanguardia, la obra es una colaboración entre el pintor y su modelo; y es además una traducción de la realidad visible. Según el testimonio del artista mexicano:

“…pintamos Ramón y yo su retrato. Y digo los dos porque no puse a Ramón en calidad de momia viva, sino que mientras él trabajaba yo trabajaba también, siguiendo su vivir, tratando de traducirlo en movimiento de color y forma”.

También Gómez de la Serna refiere, en varias ocasiones, el singular proceso de creación:

“Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo –y no es broma– me parecía mucho más que antes de salir. El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y, sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta”.

En esta evocación se destacan el modelo que escribe y el pintor que lee. Este último, asimismo, puede pintar de espaldas: el arte nuevo supera los estrechos postulados del naturalismo. Por ello, Ramón llama a Rivera «el óptico prodigioso», y afirma: «Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante… Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad». Ya en 1913 Apollinaire había señalado que el cubismo no es un acto de imitación sino de concepción.

Para Gómez de la Serna este retrato significa el correlato objetivo de su propia busca de renovación literaria:

“Mi retrato cubista me daba ánimo, me confortaba en las polémicas, me enseñaba a desañar el porvenir: se podía escribir de otra manera, puesto que estaba bien claro que se podía pintar de otra manera”.

Esa busca convertirá a Ramón en el maestro declarado de los movimientos de literatura de vanguardia de ambos lados del Atlántico; una busca incesante: aún treinta años después, en 1946, en el prólogo a su novela El hombre perdido, el escritor declara que «esta realidad que acabo de tocar y que puede desaparecer de un momento a otro, que ya ha desaparecido al sentarme a escribir frente a mi pupitre, no me convence como motivo de escrituración. Ha de ser una cosa que no esté ni en el realismo de la imaginación ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Y recuerda que Macedonio Fernández lo ha llamado «el mayor realista del mundo como no es».

Una vez terminado, el cuadro es exhibido en la vidriera de la exposición de Madrid. Según Diego Rivera, pudo verse entonces a «la policía montada alejando a caballazos a la gente que obstruía materialmente la calle de Carretas, ante el escaparate … que contenía el retrato de Ramón; a la gente protestando y chillando y, finalmente, el gobernador ordenando que se retirase el cuadro del escaparate por constituir una incitación al crimen, pues se apercibían en él una pistola automática de repetición y una cabeza de mujer cortada por una espada».

Es que para el pintor, este retrato cubista «tenía la apariencia de un demonio anárquico, que incitaba al crimen y a la sublevación. En esta satánica figura todos reconocían los rasgos de Gómez de la Serna, famoso por su oposición a todo principio convencional, religioso, moral y político… El retrato de Gómez de la Serna capturaba el espíritu de violenta desintegración». Cuando Rivera regresa a París, le deja el cuadro a Ramón, quien lo cuelga en su estudio, en medio de los mismos objetos y libros que aparecen en ella, y las figuras se triplican cuando el retrato y el retratado se abisman en un espejo, en vértigo barroco, según evoca el escritor español:

“Durante años había tenido ese retrato frente a mí, y cuando se encontraban su imagen y la mía de refilón, en un espejo de mi cuarto, me sorprendía un parecido mayor que el mío, asomado detrás de mí”.

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Fragmento de un texto publicado originalmente en Escritores del mundo


15.05.2023

Diego Rivera: muralismo y política

Por Pablo Fasce

Revisar la trayectoria de Diego Rivera es una invitación a descubrir las tensiones y complejidades del Muralismo Mexicano. Tanto la crítica de la época como el Estado comandado por el Partido Revolucionario Institucional se encargaron de construir una narrativa sobre el movimiento que lo presentó como un bloque homogéneo, cuyo compromiso con los valores y objetivos de la revolución se traducía en un programa de arte público que, a través de las imágenes, develaría el sentido de la identidad, la historia y la gesta de la nación mexicana. A menudo Rivera fue situado (por sí mismo y por otros) como la figura central de aquella formación; sin embargo, reparar en los debates, conflictos y desencuentros con sus compañeros de ruta permite desarmar el relato canónico para exponer las contradicciones del muralismo y entenderlo, tal como planteó Rita Eder (1990), como un proyecto moderno en el contexto de una sociedad donde la modernidad capitalista aún no había sido plenamente desarrollada.

Entre 1923 y 1928 Rivera realizó el ciclo de frescos monumentales que decoran los tres niveles del Patio del Trabajo y el Patio de las Fiestas, en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. El encargo, fruto del éxito que había obtenido con La Creación, pintada en el teatro del antiguo Colegio de San Ildefonso, catapultó a Rivera al centro de la constelación muralista: además de encargarse del programa de murales más extenso hasta la fecha, el pintor también fue designado como jefe del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría. Al mismo tiempo, la historia de ese conjunto de pinturas está atravesada por la explosión del conflicto entre Rivera y sus colegas. En 1924, todo el arco político y cultural de México se estremeció por el conflicto que desencadenó la designación de Plutarco Elías Calles como sucesor de Álvaro Obregón a la presidencia y que tuvo su máximo momento de tensión en el asesinato del gobernador Felipe Carrillo Puerto; la contienda llevó a José Vasconcelos a dimitir de su cargo como Secretario de Educación Pública y a buena parte de los muralistas, alineados con el ala izquierda del movimiento de la Revolución, a perder sus encargos oficiales. Las discrepancias de Rivera con sus colegas lo llevaron a distanciarse del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Su decisión de apartar a sus colegas Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva de la realización de los murales de la Secretaría multiplicó las críticas hacia su figura.

El programa plástico desplegado por Rivera en los dos patios del edificio de la Secretaría de Educación Pública nos pone frente a un homenaje dedicado al pueblo mexicano, representado tanto a partir de sus trabajos y oficios como de sus celebraciones populares. En los paneles que componen los dos ciclos la historia de la revolución y la cultura popular se entremezclan y conjugan en un ejercicio plástico que aspira a la redención del alma nacional anhelada por el proyecto educativo vasconceliano. Pero, además, otra lectura de los murales coexiste con esta primera capa de lectura. El historiador Renato González Mello (2008) demostró que en los murales del Patio de los Trabajos se esconden un sinfín de símbolos, descifrables solo por aquellos iniciados en los misterios herméticos de la masonería. Durante sus años de trabajo en la Secretaría, Rivera se incorporó a la hermandad Rosacruz Quetzatcoatl, una orden secreta que era frecuentado por los intelectuales y referentes políticos del nuevo gobierno revolucionario, que encontraron en ella un espacio de sociabilidad que no había sido cooptado por las viejas elites porfirianas. El pintor seguramente pensaba en ellos cuando pobló sus murales de signos que recuerdan a la muerte y resurrección del aprendiz, la transmutación alquímica de los elementos y la concordia de los principios masculino y femenino que ordenan el cosmos. También se permitió retratarse a sí mismo con los atributos reservados al grado de maestre de la orden.

El final de la década de 1920 vio el cambio en la suerte de Rivera, que expulsado del Partido Comunista Mexicano y repudiado por sus colegas muralistas decidió cambiar de aire en suelo norteamericano. No obstante, su retorno y reposicionamiento en el campo de la izquierda durante la década subsiguiente son testimonio de la extendida vitalidad y conflictividad que signó al muralismo.

 

Referencias

Eder, Rita, “Muralismo mexicano: modernidad e identidad cultural” en A. M. Moraes Belluzzo (Org.), Modernidade: vanguardas artísticas na América Latina, São Paulo, Memorial UNESP, 1990.

Gonzalez Mello, Renato, “La Secretaría de Educación Pública: su sentido esotérico” y “La Secretaría de Educación Pública: su sentido exotérico”, en La máquina de pintar. Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2008.