03.01.2017

El margen Oiticica

Por Fernando Bruno

Si se intenta un acercamiento, por breve que sea, a la obra del brasileño Helio Oiticica, conviene repasar una genealogía que se inicia varios cientos de años antes de su nacimiento.

Pedro Fernandes Sardinha fue el primer obispo nombrado en territorio brasileño por la iglesia católica. Según relatan las crónicas, murió a mediados del siglo XVII en la costa del estado de Alagoas, devorado por indios de la etnia tupí luego del naufragio del barco que lo llevaba en un viaje de regreso a Portugal. En 1928, en el número 1 de la Revista de Antropofagia, el poeta Oswald de Andrade publicó su “Manifiesto antropófago” y fechó el texto con la siguiente fórmula: “En Piratininga [nombre en lengua indígena de la región en la que surgió la ciudad de São Paulo] / Año 374 de la deglución del obispo Sardinha”. De ese modo, hizo corresponder el año cero de la revolución cultural vanguardista con la muerte del obispo portugués devorado por los habitantes originarios de la tierra brasileña. En consonancia con esa declaración de principios, estableció en las primeras líneas del texto: “Tupi or not tupi, that is the question”.

El manifiesto, sintetizado en esos dos fragmentos, constituye una de las declaraciones más relevantes y premonitorias que haya producido la cultura occidental del siglo XX. ¿O no fue acaso la reflexión intelectual europea de posguerra –y todo el magma de estudios culturales, poscoloniales, posestructurales y deconstructivistas que definieron el período– un gran debate en torno a la globalización, la hibridación y el mestizaje, a la potencia de los discursos en los márgenes y de la influencia de lo exótico y lo diferente? El texto de Oswald de Andrade adelanta, y de algún modo resuelve, todas esas discusiones teóricas, al mismo tiempo que pone en primer plano la crisis del centenario sistema civilizatorio del viejo continente. Transforma en programa cultural el encuentro espurio, imposible, revulsivo para su tiempo, entre los aspectos existenciales de la literatura de Shakespeare y la ritualidad indígena tupí. Y lo hace invocando el canibalismo como paradigma cultural.

Hijo de Nietzsche y entenado de Artaud

Hélio Oiticica, hijo primogénito del entomólogo y fotógrafo José Oiticica (h) y nieto de José Oiticica, filólogo y fundador del periódico anarquista Ação direta [Acción directa], nació el 26 de julio de 1937 en Río de Janeiro. El pequeño Hélio frecuentó por primera vez una escuela formal en 1947 –hasta entonces tomaba clases particulares en su casa–, año en que su padre ganó una beca de la Fundación Guggenheim y la familia se instaló en Washington DC. En 1954, ya de regreso en Río de Janeiro, empezó sus estudios de pintura en el Museo de Arte Moderno de la ciudad. Apenas un año más tarde, trabajaba sobre pinturas geométricas abstractas en gouache sobre cartón y realizaba sus primeras exposiciones. También en esa época comenzó a frecuentar a la artista Lygia Clark (1920-1988) y al crítico Mário Pedrosa (1900-1981), dos figuras centrales para el devenir del arte brasileño contemporáneo. A comienzos de la década del 60, Helio Oiticica inició sus investigaciones, tanto teóricas como plásticas, sobre la desestabilización del plano pictórico, búsqueda que lo llevaría a abandonar las dos dimensiones de la tela y a experimentar en los campos de la fenomenología y la percepción.

La vida del artista estuvo signada por la carga intelectual de la familia, las lecturas de filosofía y literatura europeas y la impronta vanguardista del grupo neoconcreto. Una pequeña muestra de algunos de los nombres que aparecen mencionados en sus escritos basta como muestra: J. J. P. Oud, Ezra Pound, Wolfgang Amadeus Mozart, Paul Klee, Arthur Rimbaud. Más tarde también aparecerán Jean-Paul Sartre y Antonin Artaud. Pero la figura omnipresente en espíritu en toda su obra es Friedrich Nietzsche, en parte inspirador de la ruptura vanguardista y en parte bestia negra de sus corrientes racionalistas. El Nietzsche que mayormente inspira a Helio Oiticica es el de El nacimiento de la tragedia (1872): el de la dialéctica apolíneo-dionisíaca, el admirador de Wagner y la ópera como género total. “Soy hijo de Nietzsche y entenado de Artaud”, afirmó en una entrevista con la Folha de São Paulo.

Los valores apolíneos de la tradición iluminista occidental se combinan en el caso de Hélio Oiticica, a la manera antropofágica, con una reivindicación de la potencia dionisíaca presente en la cultura popular brasileña. Ambos polos son esenciales a su obra: “Anular la condición colonialista –escribió en 1973– es asumir y deglutir los valores positivos otorgados por esa condición y no evitarlos como si se tratara de un espejismo (lo que contribuiría a la permanencia de la condición provinciana); asumir y deglutir la superficialidad y la movilidad de esa ‘cultura’ es dar un gran paso adelante”.

Al igual que el joven Nietzsche se había encantado con la ópera wagneriana, Helio Oiticica encontró la Gesamtkunstwerk, la obra total de su tiempo, en los desfiles de las escolas de samba durante el carnaval, performances capaces de aunar la música, el baile, las artes visuales y la narración en una sola pieza, verdadera reencarnación de los antiguos mitos paganos.

Sea marginal, sea héroe

1964 fue un año clave en su vida: en julio, apenas algunos meses después del golpe contra João Goulart, murió su padre. En compañía del escultor Jackson Ribeiro, comenzó a frecuentar la escola Estação Primeira de Mangueira. Y en una de sus salidas, vagando por la zona norte de Río, descubrió una construcción improvisada por un mendigo sobre la que se alcanzaba a leer la “palabra mágica” Parangolé. A partir de ese momento, pasó a designar con ese nombre a las obras que estaba realizando y a construir una verdadera teoría del nuevo arte, centrado en la performance y definitivamente alejado de las limitaciones de la pintura.

El parangolé de Oiticica, a diferencia de la precaria estructura que lo inspiró, verdadero objet trouvé surrealista, se vincula directamente con el movimiento y la danza. Es inseparable, en ese sentido, de su experiencia como pasista de Mangueira. Es un traje, una construcción, un cobijo, pero también la experiencia de portarlo y la de los espectadores, ya no pasivos, que pueden interactuar con el portador. Es una performance ritual que borra los límites entre el artista y el público y que funciona como un antídoto contra el concepto retardatario y conservador de “buen gusto” del arte moderno. “Parangolé –dice– es la vuelta a un estado no intelectual de la creación, y tiende a un sentido de participación específicamente brasileño”. Es un paso adelante sobre el action painting norteamericano y promueve la participación popular masiva en el campo de la creación. “Parangolé no busca establecer una ‘nueva moral’, ni nada semejante, sino ‘derribar todas las morales’”.

Ese rechazo de la moralidad parte del mismo impulso que llevó a Hélio Oiticica a hacer de la marginalidad una causa. Su fascinación por la delincuencia, por la calle como “un alimento contrapuesto a todo lo abstracto”, sus vínculos con los más pesados personajes de la favela y su teorización de la violencia como forma legítima de liberación constituyen partes importantes de una concepción radical de la vida artística, social y política que asimila al revolucionario de antaño –el viejo anarquismo del abuelo José– con el marginal contemporáneo. La sentencia “Sea marginal, sea héroe” se transformó en uno de sus estandartes.

Así se completa un cuadro general de reflexión y acción sobre el legado cultural occidental y su choque con la tradición brasileña. Ese mundo es un complejo universo pop en el que conviven Immanuel Kant, Maurice Merleau-Ponty, Caetano Veloso –en 1966 Oiticica realizó una obra con el título Tropicalia, de la que surgiría el nombre del tropicalismo musical– y Cara de Cavalo, famoso delincuente de la época que murió acribillado por un escuadrón parapolicial.  

El propio Oiticica dio una de las definiciones más acabadas de su proyecto global, que consistía en “explicar y justificar la aparición de la vanguardia en un país subdesarrollado, no como síntoma de alienación sino como factor decisivo en su progreso colectivo”. En este sentido, su programa se entronca directamente con el proyecto antropofágico. El rechazo a las pacaterías del nacionalismo reaccionario –“las lenguas más internacionales son las más anarquistas”, afirma sobre el idioma inglés– constituye otro de sus grandes pilares: “Lo que importa: la creación de un lenguaje: el destino de modernidad de Brasil pide la creación de ese lenguaje: las relaciones, degluciones, toda la fenomenología de ese proceso (incluso con los otros lenguajes internacionales) pide y exige (bajo pena de consumirse en un academicismo conservador) ese lenguaje”.

En ese punto, decisivo en la cultura contemporánea, se hermanan con genialidad Oswald de Andrade y Oiticica. Porque “tupi or not tupi” sigue siendo, incluso hoy, una pregunta relevante.

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Publicado originalmente en la Revista Ñ en abril de 2014. 

La exposición Antropofagia y Modernidad. Arte brasileño en la Colección Fadel, con obras de artistas centrales como Anita Malfatti, Tarsila do Amaral, Candido Portinari, Emiliano Di Cavalcanti, Maria Martins, Lygia Clark, Iván Serpa, Willys de Castro, Antonio Días y el propio Hélio Oiticica, continúa hasta el 26 de febrero en Malba. 

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