26.10.2023

Guillermo Kuitca, nadie olvida nada

Por Viviana Usubiaga


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Kuitca, sin ser un artista de militancia política –a instancia de amigos había frecuentado reuniones en el Partido Comunista y más tarde en el Movimiento al Socialismo– supo participar de algunas reuniones de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en 1979. Por entonces, algunas de sus obras hacían referencia a la represión y los desaparecidos como el dibujo donde inscribe la enumeración desde el 1 al 30.000 en 1980. No obstante, en Nadie olvida nada, la relación es más ambigua con aquello que representa, pero sin duda, se conjuga en ella un “reconocimiento de las víctimas”. Las camas, con sus sábanas semiabiertas, se muestran a la espera de cobijar un cuerpo ausente. Como símbolo primario del lugar del nacimiento, sueño, enfermedad, sexo y muerte, el lecho inscribe con su presencia un reclamo por su apremian- te vacío. Son varias las obras que componen el corpus llamado Nadie olvida nada. Su repertorio simbólico se repite y renueva su apariencia según los espacios en los cuales se inserte: cama vacía, figura femenina, figura masculina. Tal como mencioné, su imaginario quedó plasmado en soportes que no son telas montadas en bastidores tradicionales. Trabajaba en cambio con carbonillas para dibujos espontáneos sobre papeles precarios, cartones entelados o con acrílicos sobre tablas de maderas cuyas dimensiones son dispares y no convencionales. En su conjunto, la serie se percibe como variaciones sobre un mismo tema: el recuerdo. En tiempos de violencia social en la Argentina y guerra con una potencia extranjera, estas obras conectan con una ineludible invocación a la memoria. Por un lado, la incesante repetición de sus motivos y aspectos formales y, por el otro, la idéntica nominación de cada una de las piezas que componen la serie, construyen un recurso entrelazado de narración histórica. “Nadie olvida nada”, la doble negación es en idioma español, subvertida en contundente afirmación. Como un repiqueteo lingüístico, se vuelve una apelación al recuerdo, para que definitivamente, todos recuerden todo.

El espacio indefinido en estas obras es clave en la atmósfera inquietante donde se insertan las figuras en configuraciones inestables. Los cuerpos y las camas que aparecen en flotación acentúan las perspectivas falseadas. Las mujeres silueteadas funcionan como una fórmula expresiva recurrente de la serie, como almas en pena que vagan en la deriva espacial de un mundo empastado de tácita violencia. Cuando se insertan figurillas de hombres, estos no las acompañan serenamente; parecen escoltarlas, detenerlas o encaminarlas hacia la espesura de la pintura farragosa por la fuerza de sus brazos que contrasta con la debilidad mutilada de las mujeres. Una de sus composiciones muestra a ocho mujeres alineadas de espaldas al espectador sobre un fondo violáceo y sin espacio discernible. [1] Como en un pelotón de fusilamiento, las figuras se entregan vulnerables a la mirada externa que se vuelve tortuosa ante la indefensión.


Guillermo Kuitca. Obra de la serie Nadie olvida nada, 1982.

Frente a ciertas interpretaciones histórico-sociales de su obra, el pintor ha reflexionado en los siguientes términos,

¿Por qué negar, por ejemplo, que esas camas [...] están en un campo de concentración?, ¿por qué debería negar que allí se deposita la historia argentina? Tiendo a desalentar esa visión sobre mi obra porque sé que la fuerza, la invade, la sofoca. Pero por el otro lado, me siento ridículo cuando la niego categóricamente. En definitiva, no puedo negar que hay en mi obra una visión política del mundo, una visión de la historia, sólo que no la puedo formular más allá de cómo la formula mi propia obra. [2]

 

Notas

1. Esta obra fue tapa de la edición de La Nueva Imagen, de Arte al Día, Buenos Aires, Costa Peuser Editores, diciembre de 1983.
2. Guillermo Kuitca, Obras 1982-1998. Conversaciones con Graciela Speranza, Santa Fe de Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998, p. 94.

 

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Fragmentos extraídos del libro Imágenes inestables. Artes visuales, dictadura y democracia en Buenos Aires. Buenos Aires: Edhasa, 2012.


18.10.2023

Arte y vida. Los años noventa en Buenos Aires

Por Francisco Lemus

Para mediados de la década de los noventa, el grupo de artistas de la Galería Rojas se vio atravesado por el vih. El escenario fue paradojal. A medida que los artistas lograban una mayor visibilidad, enfrentaban la proximidad de la muerte. En 1994, fallecieron de causas relacionadas al sida, Liliana Maresca y Omar Schiliro, dos años más tarde murió Feliciano Centurión. Junto a la muerte de amigos jóvenes, amantes y colegas se experimentaba incertidumbre, discriminación y desamparo institucional. Se generaron heridas colectivas y procesos de duelo que en la memoria se mezclan con las marcas de la represión de la última dictadura militar.

A diferencia de otras regiones donde el desarrollo crítico del virus se situó hacia finales de los años ochenta, en Argentina el crecimiento marcado de la enfermedad se presenta en el transcurso de los años noventa. Hacia 1996, este proceso comenzó a modificarse a través de la implementación de la terapia combinada y un acceso gratuito que llevó años de nuevas luchas. En un contexto condicionado por la racionalidad neoliberal, en el cual criterios como modernización, competencia, consumo y buena imagen se establecieron como una forma ideal de ciudadanía, la irrupción del virus puso un límite inmediato a la existencia. El día a día de los guarangos de Restany tenía que ver más con la supervivencia que con los beneficios directos de la convertibilidad económica.

A través de este panorama, se puede ver una cuestión clave que atraviesa al arte argentino de los años noventa: la micropolítica. Hay un doble movimiento, que no siempre es exacto, que caracteriza a las trayectorias de los artistas y sus obras, que entrelaza el arte y la vida sin las exigencias de la vanguardia. La subjetividad se proyectó en los temas, las operaciones, los materiales, los discursos y lo personal adquirió una jerarquía inédita en la representación. Esto no significó una retirada de la política con mayúsculas, tampoco la evasión total de lo público, sino el ingreso de la micropolítica como forma legítima de ordenar los signos de una época. Mientras estas transformaciones se afianzaron, el vih avanzó sobre los cuerpos. Se creaba de manera vertiginosa, pero también se vivía al día. Me interesa indagar en ese anudamiento entre el uso informal de la política, la amistad yel sentimiento de un grupo reducido. ¿Cómo trazar puntos de encuentro y acuerdos con una sociedad que estigmatiza? Incluso, ¿cómo hacer arte cuando la enfermedad deteriora la vida?

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Fragmentos extraídos del ensayo Arte y vida. Los años noventa en Buenos Aires, publicado en la revista Heterotopías del Área de Estudios críticos del Discurso de FFyH. Volumen 4, N° 7. Córdoba, junio de 2021. El texto completo puede leerse aquí


03.10.2023

Rito de paso

Por Florencia Qualina

La creación de nuevos lenguajes estuvo con frecuencia incitada por visiones de esferas intangibles; no es exagerado afirmar que resulta difícil escindir el devenir de las vanguardias artísticas en su relación a dos grandes asuntos: uno político, el otro espiritual –incluso a menudo ambos confluyeron, pensemos por ejemplo en Sobre lo espiritual en el arte de W. Kandinsky–. En el arché de las vanguardias en Argentina se da a ver el vínculo entre lo visionario y su materialización plástica, tangible a través de Xul Solar. Antes de volver a Buenos Aires en 1924, Xul se había iniciado con el miembro de la Orden Golden Dawn, Aleister Crowley en el método que le permitió “obtener de manera sistemática sus visiones” [1]. En el arte de Xul Solar las tradiciones orientales y americanas, el Tarot, los cultos ctónicos, la Jerusalem Celeste y los círculos angélicos se fusionan en simpatía con la indagaciones de su amigo Borges, a quien ni las revelaciones de Swedenborg, las artes de Paracelso, o los misterios de las Sefirot le resultaron indiferentes.

 


Ana Won. Pronuncia su nombre a la noche, 2023.

Si Xul Solar inaugura una vía inédita para la cultura visual de su tiempo, en lo sucesivo las conexiones entre tradiciones sagradas, saberes arcanos y artes visuales no dejaron de recrearse: Raquel Forner se nutrió de fuentes bíblicas –el Exodo, la Torre de Babel, La mujer de Lot– y de un sincrética cosmogonía espacial para dotar su obra de un profundo sentido trágico. Las grandes guerras del siglo XX son el escenario de muerte y desolación en los que habitan sus criaturas; la conquista del espacio durante la década del 60' inspirará en ella obras que supieron ser asimiladas a la cualidad visionaria de William Blake; no sería caprichoso equipararla al camino del héroe espacial que compuso con genio Stanley Kubrick en 2001: Odisea del Espacio. La contemplación estelar condujo también a Noemí Gerstein a crear esculturas de hierro de carácter lacerante a la vez cósmico. En ella las referencias zodiacales –Escorpio, Tauronave– conviven con las astronómicas –La Osa Mayor, Las Pléyades–, bíblicas –Goliath–, mitológicas –Pequeño Dragón, Icaro–, para dar forma a una poética que evoca arquetipos atávicos. De modo semejante, la tradición cristiana, la alquimia, el chamanismo o las enseñanzas de George Gurdjieff, se arraigan en la obra de Victor Grippo, Germaine Derbecq, Alfredo Portillos, Elda Cerrato, Santiago García Saenz, Nora Correas, Liliana Maresca; comprendiendo en estos nombres una genealogía tan arbitraria como insuficiente. La exhibición Luz y Fuerza curada por Lara Marmor traza un recorrido generacional –en gran medida artistas nacidos entre las décadas del 70' y 80'– para abordar este fructífero vínculo entre filosofías espirituales y creación. Los enfoques y percepciones son múltiples, caleidoscópicos: surgen las re-escrituras de las herencias familiares, los peregrinajes interiores, la ironía como respuesta al mandamiento del bienestar –pulgares para arriba, fármacos que sirven de yelmos–, los artefactos neo-paganos. Hay un yogui, es una escultura de Diego Bianchi realizada con cemento, plástico, madera, ropa deportiva, telgopor y poliuretano; se llama Vadaconasana y participó de su exposición individual Ejercicios espirituales en 2010, en el Centro Cultural Recoleta. Bianchi tomo en aquella oportunidad un concepto significativo para la filosofía griega que siglos después fue recuperado, resignificado por San Ignacio de Loyola. Los ejercicios espirituales del santo jesuita constituían un método, a través de la oración, la contemplación y ciertas prácticas corporales, para vivenciar la presencia de Dios. Es claro que la obra de Bianchi se encuentra eximida de todo canon religioso; sin embargo en muchos de sus trabajos hemos podido experimentar con intensidad el ingreso a un mundo –a falta de encontrar la palabra adecuada– consagrado. Para entrar en su exposición Imperialismo Minimalismo [2] había que trepar por una dificultosa rampa; ingresar en Under de sí [3] implicaba un dilema ético: pasar por encima de un puente humano o no… los performers que soportaban las tablas sobre sus pechos sintieron el peso de una tropilla de gente que lo hizo. No es esta la ocasión para rememorar las impresiones de lo que ocurría después de atravesar aquellas encrucijadas, sí para tener presente que consistía en experimentar –con sutil humillación, con algo de claridad sobre el propio lado oscuro– una iniciación. 

 

Notas

  1. Patricia Artundo, “El encuentro entre el Mago y el Pintor: Aleister Crowley y Xul Solar”, en Xul Solar Panactivista, MNBA, Buenos Aires, Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, 2017, p 69.
  2. Galería Alberto Sendrós, 2007.
  3. Co- creado junto a Luis Garay, Bienal de Performance Argentina, Centro de Arte Experimental UNSAM, 2015.

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Este ensayo fue comisionado especialmente para acompañar la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


03.10.2023

Luz y Fuerza

Por Noelia Billi

¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? El arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio.

Luz y Fuerza es un sintagma que, en Argentina, remite inmediatamente al sindicato de los trabajadores del gremio de la energía eléctrica. Sin dudas, la ocurrencia de aquellos tucumanos agremiados en 1919 es un hallazgo que sintetiza no solo la estructura económica de nuestra época sino también la anímica. Las sociedades modernas se lanzan con voracidad hacia la electricidad como fuente de esa particular forma de la energía que aúna la capacidad de alumbrar y de movilizar, encandiladas por una promesa de desarrollo que supone un crecimiento sin límites. Para los habitantes de las ciudades, la luz y la fuerza proviene de una tecla o un enchufe, conectados a un cable de extensión insondable, una especie de milagro pagano. Una confianza irreflexiva nos convence cada día de que nuestros esfuerzos se verán recompensados y ese salto de fe que nos impulsa a cruzar el abismo entre la cama y el mundo se cifra en el gesto mínimo de apretar un interruptor y que se haga la luz. ¿Pero qué sucede cuando este milagro cotidiano falla? Los días sin electricidad son temporadas de desesperación en las que el fin del mundo no es temido sino algo deseado, en las que el no future se hace palpable. Asistir estupefactos al desmoronamiento de las estructuras más simples de la vida puede resultar insoportable y no es otro el caldo de cultivo de toda revuelta. El tan temido corte de luz es una escena moderna que guarda el sedimento de terrores ancestrales, cuyo paradigma en todas las culturas es el eclipse total del sol. Al igual que la mayoría de las comunidades que conocemos, el pueblo de los modernos se sostiene en una mitología que idolatra al sol. Pero a diferencia de muchas otras sociedades, las occidentales han elegido el camino de la idealización de ese fuego abrasador que nos observa desde lejos, de allí que el sol se haya convertido tempranamente –en la antigua Grecia– en una imagen a partir del cual se moldearon los conceptos de lo que, animando el mundo material, lo trasciende: una divinidad meta-física.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Las pajilleras, 2016.

Hay quienes aseguran que es allí, en el inicio de la tradición occidental, donde la especial relación que las plantas tienen con el sol y la tierra sirvió de modelo para pensar eso que desde la modernidad llamamos naturaleza. La adoración de un Dios que permite la visión pero no puede ser visto sino de forma indirecta es la fuente real e imaginaria de la vida sobre esta tierra. Así lo enseñan las plantas, talismanes místicos que sacrifican su vista para acceder al secreto que permite atravesar el umbral entre lo viviente y lo inerte, sede alquímica de la transmutación de la luz inorgánica en fuerza formadora que pulsa en la materia organizada. Tomamos de las plantas su fascinación por el sol y esperamos transformarnos en heliotropos, las bellas flores giratorias de una naturaleza en la que queremos arraigarnos porque nos imaginamos separados. Aspiramos a ser plantas, a imagen del sol, nuestro dios, sobre la tierra; como si fuéramos pequeños destellos especulares que interiorizan su luz y la reproducen al infinito.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Ojos de gato, 2020.

Se repite a menudo, siguiendo a antropólogos como Philippe Descola, que Occidente se ha forjado un destino a fuerza de naturalismo, es decir, que todo lo que existe está hecho con los mismos materiales y su diferencia reside en lo que esa materialidad cobija, una interioridad. Como si cada viviente fuera un contenedor hueco que adquiere especificidad en la medida en que es animado, desde adentro, por una fuerza ígnea que le es exclusiva. Así lo señalaba Aristóteles cuando pensaba que el cuerpo, en los seres vivos, es un instrumento del cual el alma se sirve, y que es la suma de sus diferentes facultades lo que provee de una mejor y más sofisticada existencia (en una jerarquía natural que tiene por umbral inferior al alma nutritiva y en su cúspide la intelectiva). Es también la que decreta la Biblia (somos polvo a la espera del soplo divino) y la ciencia moderna (los átomos organizados en sistemas complejos vivientes se diferencian desde el interior). ¿Pero qué sucede ante la crisis de los grandes relatos que estructuran las sociedades contemporáneas (el progreso como fuerza motriz de un futuro mejor sobre la tierra, el iluminismo como confianza en la razón humana desprovista de raigambre divina)? En el ámbito de las prácticas artísticas, dominio de la imaginación y la búsqueda por reconfigurar los límites de lo sensible, una crisis es el caldo de cultivo para generar respuestas creativas ante el hartazgo por ese modo de ordenar el mundo, impulsando el abandono de la distribución naturalista que conforma nuestro sentido común. En este sentido, no debería sorprendernos encontrar entre estas búsquedas un sutil pero sostenido totemismo, es decir, una apuesta por agruparnos en grandes parentelas (que para nosotrxs son interespecies e interreinos) identificándonos física y anímicamente con otros seres según principios que nos son comunes. ¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? Algunxs artistas se han volcado así al plantismo, la observación, mímesis y alianza con el mundo de las plantas; se plantean un cultivo paciente de las relaciones con el mundo que reconocemos en el modo de existencia vegetal (modular, plástico, sésil, de una lentitud que nos desespera y una forma de emisión de signos e imágenes que no comprendemos del todo). Siguiendo, quizás sin saberlo, la lógica de los pueblos amerindios, el arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio manteniendo unidos a la tierra y al fuego; identificarnos, pues, con el alma vegetal, nutricia y generativa. Se vislumbra así una espiritualidad de un signo nuevo: una que no reniega de esta tierra para elevarse mejor, sino que mima el amor inmundo que las raíces de las plantas nos enseñan. Compostando mundo en la oscuridad de los suelos inaccesibles a nuestro ojo desnudo, las plantas (y como ellas, nosotrxs) hunden el sol en la tierra, y la transforman en amasijo de humus, raíz, aire, hongo, agua. Una espiritualidad que no es otra cosa, quizá, que la escansión tenaz del mundo donde luz y fuerza se anudan porque el sol no está por encima sino en ella, y a través de ella dentro de la tierra. El sol no es su Dios sino su aliado, una conexión singular y de singular poder y ferocidad.

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Este ensayo fue comisionado especialmente para acompañar la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.


Podríamos afirmar que Wifredo Lam es el artista plástico cubano más conocido fuera de su país y un emblema nacional al interior de la isla. Sin embargo, su obra, y también su figura, se presentan como un intrincado asunto a abordar. Se han escrito numerosos artículos de investigación con distintas perspectivas desde su irrupción en la escena artística en la década del 1940 hasta el presente. Se ha publicado también gran cantidad de material de divulgación desde esa fecha temprana. Lam parece ofrecer una fuente inagotable de aristas para analizar su producción plástica.

Pero comencemos por el principio. De padre chino y madre afrocubana, nació en 1902, año de la independencia definitiva de Cuba (por lo menos en términos legales) y a pocos años de haberse abolido la esclavitud en la isla (1886). En esta presentación busco hacer foco en una de las perspectivas que se han abordado respecto de su obra, aquella relacionada con la diáspora africana [1]. En este sentido se vuelve necesario recordar que este concepto tiene en su base la esclavización de personas de ascendencia africana en el actual territorio de América Latina y el Caribe, en nuestro caso, específicamente en Cuba, con consecuencias posteriores como el racismo (ya no científico) y la discriminación racial, palpables en la vida cotidiana de las personas. Stuart Hall ha abordado la idea de diáspora africana en su relación con la identidad cultural, con base en la experiencia diaspórica no definida de manera esencialista sino heterogénea, que implica una concepción identitaria atravesada por la diferencia y la hibridez: “las identidades de la diáspora están constantemente produciéndose y reproduciéndose de nuevo a través de la transformación y la diferencia” [2].

La modernidad, otro de los ejes que atraviesan los estudios sobre la obra de Lam, ha sido puesta en discusión por Paul Gilroy quien propuso la utilización del concepto de Atlántico Negro [3] como una formación intercultural y transnacional que resquebraje la idea de modernidad eurocéntrica en la que subyacen relaciones asimétricas de poder. Una modernidad que coloca a las personas de la diáspora en la disyuntiva de una doble conciencia, por un lado tener ascendencia africana y a la vez haberse formado culturalmente en sociedades nacionales occidentales mayormente etnocéntricas. En especial en países latinoamericanos y caribeños, se vuelve necesario confrontar las construcciones de las naciones modernas basadas en la homogenización, ya sea a través de ideologías de blanqueamiento como de mestizaje, que en el primer caso borran y en el segundo caso, diluyen la diferencia racial y cultural dando lugar al mito de la “armonía racial”.

Con estos conceptos en mente me propongo dar cuenta, de manera breve, del recorrido de Wifredo Lam en la búsqueda de un lenguaje visual propio para honrar la cultura afrocubana desde “un espacio no occidental dentro de la tradición occidental, descentralizándola, transformándola, deseuropeizándola” [4]. Los inicios de Wifredo Lam en las artes parten de un aprendizaje académico primero en La Habana y luego en Madrid, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Dirá en distintas entrevistas que se sentía constreñido en ese ámbito de estudio y que asistir a la Academia Libre en el Pasaje de la Alhambra y sus visitas al Museo del Prado, admirando las obras de Goya, Velázquez o El Bosco, serán tal vez más importantes en su formación artística. Sus primeras pinturas estarán alejadas de las obras por las que es reconocido. En ellas (Fig. 1) podemos ver las primeras búsquedas de Lam de un lenguaje pictórico en géneros tradicionales como el retrato o el paisaje.

 


Fig. 1. Wifredo Lam, Retrato de Elalia Soliña, 1927. Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

La década de 1930 seguirá estando marcada por una experimentación con el lenguaje plástico (Fig. 2, Fig. 3). A comienzos de 1936 tiene la oportunidad de ver la exposición itinerante de Picasso la cual, según sus palabras, fue para él una “conmoción” [5]. Pocos meses después, el estallido de la Guerra Civil Española será un hito relevante tanto en sus obras como en su vida (se alineará en las tropas republicanas).

 


Fig. 2. Wifredo Lam. Autorretrato, 1938. The Rudman Trust.

Para 1938, ante la inminente avanzada de las tropas de Francisco Franco sobre Cataluña, se traslada a Paris. Conocer a Picasso (esta vez en persona) será fundamental; sus obras de este período estarán vinculadas con la producción del artista malagueño aunque, como señaló en alguna entrevista, su influencia no solo impactó en él sino que “todos la hemos experimentado porque Picasso era el maestro de nuestro tiempo” [6]. Este encuentro es un paso más en sus exploraciones en busca de un lenguaje plástico propio que se seguirá nutriendo luego de conocer a escritores y artistas del surrealismo. Suele señalarse que en este momento Lam se cruza por primera vez con piezas africanas, coleccionadas por los artistas residentes en Paris. No obstante, es necesario tener en cuenta que, de niño, en casa de su madrina Mantonica Wilson, sacerdotisa de la santería, había visto objetos cercanos a esa estética.

 


Fig. 3. Wifredo Lam. Dolor de España, 1938. Colección Privada.

En 1941 abandona Francia debido a la avanzada de las tropas nazis. Su destino era Cuba aunque su primera escala en el Caribe fue Martinica donde no solo conoció a Aimé Césaire, uno de los intelectuales de la Négritude [7], sino también se (re)encontró con la naturaleza tropical. Ambos encuentros, junto a las relaciones que establecerá con los antropólogos cubanos Lydia Cabrera y Fernando Ortiz, impulsarán un giro a su producción pictórica de los años siguientes, que le dará reconocimiento internacional. Sus experimentaciones en torno al lenguaje visual a lo largo del tiempo finalmente le permitieron crear uno propio (Fig. 4, Fig. 5) en su reencuentro con el espacio-tiempo del Caribe, sus habitantes, sus historias y culturas, sus raíces afrocaribeñas. Por un lado, encontramos el empleo de un repertorio de símbolos de las religiones de matriz africana en Cuba [8] a pesar de no haber sido iniciado en ninguna de ellas. Por otro, en las amalgamas de formas humanas, animales y vegetales que caracterizan su producción, la caña de azúcar, cultivo estrechamente vinculado con la esclavización de africanos y africanas en América Latina y el Caribe, tiene un lugar relevante.

 


Fig. 4. Wifredo Lam. La mañana verde, 1943. Colección Malba.


Fig. 5. Wifredo Lam. Omi Obini, 1943. Colección Eduardo F. Costantini.

La dictadura de Fulgencio Batista instalada en Cuba en 1952 marca el exilio voluntario de Lam hacia Europa donde residirá aun luego del triunfo de la revolución cubana en 1959. A partir de la década de 1960, la noción de Tercer Mundo, y el desarrollo de las teorías de la dependencia, alimentadas por la revolución cubana y los procesos de descolonización de África, será abrazada por el artista (Fig. 6) y estará presente en las numerosas entrevistas que se le realizaron. Sin embargo, es un momento en el que las adversas condiciones socio-raciales de los negros en Cuba, preocupación que guió su obra de la década de 1940, hubieran sido saldadas a partir de la revolución.

 


Fig. 6. Wifredo Lam. El Tercer Mundo, 1965-66. Colección Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

En particular, respecto de su producción de la década de 1940, Lam parece haber sabido aprovechar la idea de doble conciencia, ese lugar liminar en el que se encuentran las personas de la diáspora africana en el Caribe aunque no para asimilarse en el vasto mar de la blanquitud y la explotación. Para ello se vale de recursos plásticos propios del corazón de las artes occidentales y de elementos de las artes africanas y de las religiones afrocubanas para celebrar la cultura negra de Cuba con la intención de subrayar las secuelas de la esclavización y socavar el racismo imperante en aquel momento, racismo que persiste perturbadoramente hasta la actualidad de manera global.

 

Notas

  1.  Respecto al tema resulta necesaria la lectura de los textos de Gerardo Mosquera sobre Wifredo Lam: “Jineteando el modernismo Los descentramientos de Wifredo Lam” en Mosquera, G., Caminar con el diablo, Madrid, Exit, 2010; “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam” en Mosquera, G. (ed.), Beyond the Fantastic. Contemporary Art Criticism from Latin America, MIT Press, 1996; “Modernidad y Africanía: Wifredo Lam in his Island”, Third Text, vol. 6, n° 20, pp. 43-68, 1992.
  2. Hall, Stuart, “Identidad cultural y diáspora” en Santiago Castro-Gómez, Óscar Guardiola-Rivera Carmen Millán de Benavidez (eds.), Pensar (en) los intersticios: teoría y práctica de la crítica poscolonial, Pontificia Universidad Javeriana, 1999.
  3. Gilroy, Paul, Atlántico negro. Modernidad y doble conciencia, Madrid, Akal, 2014.
  4. Mosquera, “Modernism from Afro-America: Wifredo Lam”, p. 130.
  5. Fouchet, Max-Pol. Wifredo Lam, Barcelona, Ediciones Polígrafa, 1984, p. 21.
  6. Fouchet, op. cit., p. 23.
  7. Movimiento surgido en la década de 1930 como reacción a la opresión del sistema colonial francés, tiene como objetivo, por una parte rechazar el proyecto francés de asimilación cultural y por otra fomentar la cultura africana, desprestigiada por el racismo surgido de la ideología colonialista.
  8. Santería, Palo y Sociedad Secreta Abakuá.

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El lunes 2 de octubre, María de Lourdes Ghidoli brindará la clase Wifredo Lam y la diáspora africana en el Caribe, en el marco del Seminario anual Tercer ojo.

 


14.09.2023

Mareadas en la marea

Por Fernanda Laguna y Cecilia Palmeiro

La historiografía feminista depende de un tipo particular de memoria que es afectiva, íntima y colectiva a la vez. Es una memoria voluntaria e involuntaria y ancestral por su carácter colectivo. Escribir juntas es permitir que el pasado se nos revele y se nos resignifique como acto colectivo a partir de los distintos tipos de memoria: los sueños, la memoria del cuerpo (como en los casos de abuso y trauma). Se produce así la validación de otras memorias, como las que se hacen en las terapias de sanación: constelaciones, regresiones, registros akáshicos, hipnosis, memoria celular, baños de gong, tarot. En estas prácticas es más importante el pasado que el futuro y el conocimiento del presente es como un viaje en el tiempo. Ese es el modo mágico en que las brujas se relacionan con el tiempo. La historia feminista puede formularse entonces como práctica de sanación en vez de redención como proponía Benjamin. Lo que importa no es redimir el pasado sino sanarlo a través de prácticas en el presente, que se ve así recuperado. La memoria feminista, por su carácter afectivo e intuitivo, da lugar a lo incomprensible, lo indefinido, lo que no entra en la serie lineal causa-consecuencia.

La memoria feminista elabora subjetividad colectiva contra la individualidad privatizada propia de la subjetividad neoliberal. Se trata de una escritura del nosotras y no del yo. La literatura del yo, el “yolleo” como la llama Daniel Link (2009), aparece fuertemente en la década de 2000 en la Argentina en relación con la emergencia de las editoriales independientes (en particular Belleza y Felicidad) y la política queer, en un contexto de conservadurismo misógino editorial y de crisis general del neoliberalismo que afectaba particularmente el mercado de libros. Las lenguas de las locas [1] que surgían en ese cruce daban cuenta de procesos de singularización y devenires a tono con la retórica de la diferencia de lo queer, la cultura autogestiva y el comienzo “democratizante” de las redes sociales. Se trataba de establecer códigos de ruptura liberadores. Veinte años después, en un mundo totalmente fragmentado por décadas de neoliberalismo, desde los feminismos surge la necesidad de crear lo común, los territorios comunes: las calles, los textos, los murales, las huertas. En nuestro caso particular, este proceso empieza hace cinco años con el grito colectivo Ni Una Menos y la escritura de manifiestos reunidos en el libro Amistad política + inteligencia colectiva. Un ejemplo conmovedor es la fundación y el desarrollo de la Jineología, la ciencia de las mujeres kurdas, construida colectivamente y en proceso asambleario. Esos modos de construcción de una voz colectiva son formas de producir acuerpamiento.

Frente a los procesos de privatización de todos los aspectos de la vida del neoliberalismo y de “individuación como abstracción masculina universalizante”, oponemos el acuerpamiento, como señala nuestra compañera del colectivo Ni Una Menos, Verónica Gago, en su libro La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (2019). En palabras de la Red de Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario Territorial desde Iximulew, Guatemala: “Acuerparnos es decir, estar, sentir, accionar y juntarnos en la plena conciencia para defender de manera colectiva nuestros cuerpos y la tierra, por ancestralidad pero también por derechos”. Según la Red, el acuerpamiento puede hacerse de varias formas: desde el cuerpo, abrazando, estando cerca de quien ha sufrido; desde lo personal, escuchando para que esa persona pueda contar lo que ha vivido; con otros procesos de sanación como las ceremonias. [2]

El acuerpamiento también puede producirse a través de la escritura y la memoria colectiva en su capacidad de “combate [...] cuidado, sanación, defensa y fortalecimiento” (Gago, 2019: 111). El acuerpamiento no es una sumatoria de identidades individuales sino la creación de un cuerpo/inteligencia colectivo. Una de las características de esta inteligencia colectiva es que puede ser contradictoria y permitirse todo lo que está fuera de la razón instrumental occidental. Su pensamiento está en movimiento hacia todas las direcciones, no es lineal ni es progresivo, se despliega con forma de espiral.

La memoria afectiva es intuitiva, y la intuición (o el “saber- de-lo-vivo”, como lo llama Suely Rolnik en su libro Esferas de la insurrección. Notas para descolonizar el inconsciente [2019]) es una forma válida de saber porque aporta un tipo de información mnemónica sensorial por resonancia, que está en la base de nuestro criterio curatorial del archivo y del montaje de la muestra. [3] Se trata de liberar la percepción de su reducción a la razón utilitaria para expandir los sentidos.

La memoria se produce en la elección de los artefactos y en el armado de constelaciones entre objetos, que disparan vectores de fuerza entre sí y hacia nuestros cuerpos. La memoria se compone en los espacios entre los objetos, integrados en un campo de fuerzas. De ese “entre” los artefactos surge la experiencia perceptiva de la constelación y el relato. Encontramos allí una tensión entre la memoria pura (la sensación que asalta a la conciencia, fragmentaria) y el relato que construye la conciencia alrededor de eso. En ello consisten las dos instancias del proyecto: lo sensorial-sinestésico y lo verbal/sonoro (narrativo), con el propósito de compartir intensidades. Queremos que la gente que ve la muestra o lee este libro pueda reverberar con esas emociones vitales; queremos afectar sus cuerpos para generar nuevos acuerpamientos. En palabras de Suely Rolnik:

En este plano no existe distinción entre sujeto cognoscente y objeto exterior: [...] el mundo vive efectivamente en nuestro cuerpo y produce en este gérmenes de otros mundos en estado virtual. La pulsación de esos mundos larvarios en nuestro cuerpo nos lanza a un estado de extrañeza (2019: 47).

En la selección de objetos de la muestra pusimos lo que menos intención histórica tenía (objetos menores, objetos que no tenían un claro interés documental: la foto de una rodilla lastimada, cuando no importaba el dolor porque lo que sentíamos era mucho más fuerte). La intensidad se hace perceptible en la tensión entre el acontecimiento de la megamarcha y el detalle de la rodilla lastimada.

 

Notas

1. Véase Mariano López Seoane y Cecilia Palmeiro (junio de 2015), “Las lenguas de las locas”, en Mancilla Nº5, reeditado en revistas.untref.edu.ar/index.php/ ellugar/article/view/1034.
2. Disponible en pbi-guatemala.org/es/.
3. La muestra itinerante Mareadas en la marea: diario íntimo de una revolución feminista se realizó por primera vez en la galería Nora Fisch entre mayo y junio de 2017. Luego se exhibió en la Universidad Nacional de General Sarmiento entre marzo y mayo de 2018. En junio de ese año se expuso en la galería Campoli-Presti de Londres en su versión en inglés High on the Tide: Diary of a Feminist Revolution, y parte del archivo se incorporó a la muestra itinerante Still I Rise: Feminisms, Gender, Resistance. En marzo de 2020 la muestra se realizó en el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional Argentina, donde permaneció hasta 2022 por la pandemia. Entre octubre de 2020 y enero de 2021, la versión anglo de la muestra se expuso en el Institute for Contemporary Art de Virginia Commonwealth University. Entre marzo y mayo de 2022, el archivo se exhibió en el Drawing Center de Nueva York, como parte de la muestra The Path of the Heart de Fernanda Laguna. Entre septiembre de 2022 y enero de 2023, el archivo formó parte de la muestra El Corazón Aúlla (Heart Howls): Latin American Feminist Performance in Revolt en la galería 8th Floor en Nueva York. 

 

—Fragmentos extraídos del libro Mareadas en la marea. Diario íntimo y alocado de una revolución feminista. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2023. El miércoles 4 de octubre, en el marco del ciclo Aula Abierta, Cecilia Palmeiro brindará la conferencia Transformar el cuerpo




12.09.2023

Rosana Paulino y el arte afro brasileño

Por Andrea Giunta


Rosana Paulino. Obras de la serie Sin título, 1997.

No podemos, ante ciertas imágenes, permanecer imparciales. Nos confrontan y nos conmueven, no solo por lo que representan, sino por cómo lo hacen. En 1997, la artista brasileña Rosana Paulino realiza una serie de retratos que parten de fotografías de mujeres y sus familias, incluida la suya, transferidos en xerografías a la tela, bordados con hilo negro, tensados en un bastidor. [1]

Sobre el gris de la impresión —que al disminuir las tensiones entre el blanco y el negro vuelve sutiles los contornos de los rostros y de los cabellos—, contrasta una costura intensa, de hilos negros superpuestos que obturan los ojos, la boca, la garganta. [2]

Cada puntada recorre varios centímetros desplazándose en horizontales, verticales y diagonales que se suman y encabalgan hasta lograr cubrir una forma que casi alcanza el negro compacto. Las puntadas denotan violencia, tanto que, aunque tensada por el bastidor, la tela se ondula como consecuencia del trabajo de compresión que la puntada realiza. El contraste entre el negro y los grises vuelve más evidente la tensión entre lo que estaba (un rostro impreso a partir de una fotografía) y lo que ahora se ve (un rostro cubierto por una violenta costura). Las consecuencias de esta intervención en la imagen son estremecedoras. Las suturas que cubren zonas del rostro remiten a la obliteración del derecho a ver, a hablar, a respirar, a tragar, a pensar.

Son retratos de mujeres afrobrasileñas. Las marcas oscuras nos llevan inmediatamente a pensar en la esclavitud, en los cuerpos marcados, clasificados. No podemos apartarnos de la idea de que un castigo les ha sido impuesto. La violencia ejercida sobre el cuerpo inmediatamente remite a la que se instrumentó en la esclavitud, abolida en Brasil a fines del siglo XIX, el 13 de mayo de 1888 cuando se aprueba la Ley Áurea.

Pero existe, junto a este, otro archivo, el de la violencia hacia las mujeres negras. La propia artista relaciona esta obra con la experiencia que le transmite su hermana, una socióloga destacada, especialista en relaciones familiares y en violencia doméstica. Una violencia que se expresa por el uso de elementos cotidianos como instrumentos de poder: tenedores, agujas, cigarrillos. Los bastidores se originan en las conversaciones con su hermana. La violencia doméstica se imprime sobre la violencia social del racismo. Valen ejemplos citados por autoras como Djamila Ribeiro, [3] cuando analiza que en la televisión brasileña la mujer negra se encasilla en dos roles, la empleada doméstica o la mulata exuberante y sexual. Paulino confirma la percepción de los estereotipos de la televisión y recuerda experiencias de su infancia, cuando tenía que jugar con muñecas blancas porque no había negras.

La serie de los bastidores refiere a la mujer afrobrasileña. Son las mujeres que no son vistas, entre bastidores, en la estructura de la sociedad. La mujer negra que está en la base de la pirámide social. La mujer negra gana menos que el hombre negro, gana menos que la mujer blanca, gana menos que el hombre blanco. En la serie de los bastidores, Paulino superpone la memoria familiar y la condición socio histórica de la mujer afrobrasileña.

Como veremos, Rosana Paulino trabaja sobre archivos personales y sobre archivos que la ciencia occidental, blanca, elaboró cuando fotografió esclavos y mestizos, imágenes centrales en las teorías del racismo científico. Una ciencia cuyos postulados universalizantes contribuyeron a reforzar los presupuestos racistas de la sociedad. En esta elaboración de los archivos se explora la construcción de la subjetividad de la mujer negra: cómo se forjan, se refuerzan y se sostienen las prácticas de la sumisión.

La condensación de experiencias colectivas y personales, de raza y de género, permite abordar su obra desde las perspectivas del feminismo interseccional, en el que opresiones de género, de clase y de raza configuran tramas de tensiones coexistentes. Cuando se centra en la clase y la raza para abordar el género, Paulino desarticula los presupuestos universalizantes en torno a la experiencia femenina. Genera zonas alternativas en la construcción de conocimientos que parten de una experiencia social en primera persona cuyos fundamentos investiga. Su obra propone una política de la imagen desde la que se descalzan saberes naturalizados interceptados desde estrategias que el arte ha investigado intensamente: el collage, el montaje de imágenes preexistentes que, puestas en contacto, friccionadas, encienden el campo semántico en el que se inscriben y provocan una mirada, una interpretación, una afectividad intelectual y emocional, distintas.


Rosana Paulino. O Amor Pela Ciência, 2018.

Notas

1. Rosana Paulino trabajó sobre las imágenes en Xerox, las amplió y las transfirió al tejido de algodón con una emulsión que diluye el tóner de la fotocopia. Comunicación por correo electrónico con la autora, 22 de julio de 2019.

2. La formación de Rosana Paulino es como grabadora, graduada en grabado en la Universidad de São Paulo en artes visuales, con una especialización en London Print Studio, en Londres, y un doctorado obtenido también en la Universidad de São Paulo. Aprobó el proceso de selección para estudiar biología en Unicamp y Artes en USP, optó por el arte: en Brasil no se permite cursar en dos universidades públicas al mismo tiempo. Su madre le proporciono conocimientos que se asocian a lo femenino, como coser, bordar, o hacer figuras con el barro del río. También creció en contacto con los saberes de la religión Umbanda. Rosana Paulino fue la primera persona negra en recibir un doctorado en artes visuales.

3. Djamila Ribeiro, “Feminismo negro para un nuevo marco civilizatorio”, Trad. Sebastián Porrua. Revista Sur, São Paulo, v. 13, n. 24, p. 99-104, diciembre 2016. Disponible en: https://sur.conectas.org/es/feminismo-negro-para-um-nuevo-marco-civilizatorio/. Acceso: 31/06/2019.

 

—Fragmentos extraídos del artículo “El arte negro es Brasil”, publicado por la revista Transas en 2019


11.09.2023

Arte en Colombia: Miradas sobre la violencia

Por Juan Ricardo Rey-Márquez


Beatriz González. Decoración de interiores, 1981. [Detalle].

La llamada “Violencia” en Colombia tiene la presencia ominosa de una condena. Aunque el período histórico así denominado va de mediados de la década de 1940 hasta finales de los años cincuenta –algunos incluyen también la década del sesenta–, la historia colombiana suele interpretarse en relación con los conflictos políticos que la han signado desde la Independencia. Durante el siglo XIX las múltiples confrontaciones entre los partidos Liberal y Conservador, marcaron una atmósfera belicista en alza. En el paso al siglo XX se dio el mayor de todos los enfrentamientos en la memoria nacional, la Guerra de los mil días (1899-1902) tras la cual la provincia de Panamá declaró su Independencia dejando una herida que tardaría décadas en curarse. Dos testimonios memorables de tal periodo son la caricatura El escudo de la regeneración (1890) del grabador Alfredo Greñas (1857-1949) y el álbum de dibujos Recuerdos de Campaña de Peregrino Rivera Arce (1877-1940). Si pensamos en las representaciones que desde las artes se han propuesto sobre un proceso tan complejo y doloroso, resultan elocuentes la caricaturización del emblema nacional y los apuntes de un artista comprometido que fue a la guerra con sus instrumentos de trabajo. La sátira del escudo no es otra cosa que la deslegitimación del proyecto de nación que en él se representa, mientras que los testimonios del dolor y la guerra son las formas externas de una conflictividad profunda. Bernardo Salcedo (1939-2007) retomó la lógica de impugnación del símbolo de la república ochenta años después en su Primera lección (1973), donde el escudo desaparece por la ausencia del contenido de sus símbolos (entre ellos el canal de Panamá).

El antagonismo político en las primeras décadas del siglo XX tuvo en el comunismo un nuevo protagonista. Durante los días 5 y 6 de diciembre de 1928, en el Caribe Colombiano, una huelga de obreros de la United Fruit Company terminó cuando el ejército le disparó a los manifestantes y sus familias. La acción inescrupulosa se conoció porque el mismo comandante del ejército se jactó de que los “bolcheviques” se habían equivocado al pensar que los militares no abrirían fuego sobre mujeres y niños. La masacre se volvió mítica, pues las trescientas víctimas pasaron a ser miles en la imaginación popular. En Cien años de soledad (1967) Gabriel García Márquez (1927-2014) nos lleva de la mano de José Arcadio Segundo para atestiguar el horror: “Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. Con la masacre de las bananeras en la plaza de Ciénaga, Magdalena, el ejército dio cumplimiento a la ley 69 de 30 de octubre de 1928 que protegía el derecho a la propiedad frente a la amenaza de los sindicatos, pes entonces era ilegal movilizarse o protestar. La masacre de las bananeras relatada por José Arcadio Segundo fue pintada por Débora Arango 20 años después en el “tren de la muerte”. Sus ecos están detrás de la instalación Musa Paradisiaca realizada por José Alejandro Restrepo en 1996.


Óscar Muñoz. Editor solitario, 2011.

Al atender a las intersecciones entre la guerra y la política para comprender la violencia (Sánchez, 2003: 21-36), emerge la elaboración artística de la violencia. Sus operaciones simbólicas, sean estas la caricatura, la crónica, el testimonio o la alegoría demuestran una relación conflictiva con la memoria y la historia. Pensemos en Violencia (1962) de Alejandro Obregón. El cuerpo yacente de una mujer embarazada, como un paisaje yermo, no es otra cosa que la Nación muerta antes de dar a luz. Esta alegoría del impedimento de dar vida aparece también en 9 de abril de Alipio Jaramillo (1948), La República (1957-58) de Débora Arango y Piel al sol de Luis Ángel Rengifo (1964). La masa anónima del conflicto social -amenazante y enardecida- es víctima y testigo mudo. Aquí no cabe el arte (1972) como declaró Antonio Caro (1950-2021) en una pancarta de la década del setenta. Los espectros de las victimas emergen en Aliento (1996) de Oscar Muñoz, como lo hicieran en las denuncias del Taller 4 Rojo. Estas obras no son resultado de una cultura de la violencia, sino de la elaboración sensible de una amenaza recurrente, nominada de manera singular como un período histórico (La Violencia), o como fenómenos de “orden público” en plural (Las violencias). La reflexión de Beatriz González (1932) o Doris Salcedo (1958), la de los grabadores Augusto Rendón (1933-2020), Alfonso Quijano (Bogotá, 1927) dan cuerpo a miradas diversas y voz a dolores inefables.

 

Referencias bibliográficas

Rubiano Caballero, Germán. “El arte de la violencia: nunca la imaginación supera su crudelísima realidad.” Arte en Colombia: Internacional (Bogotá, Colombia), no. 25 (1984): 25–33.
Sánchez, Gonzalo. "Las huellas de la guerra." en Guerra, memoria e historia, Bogotá: Instituto colombiano de Antropología e historia, 2003.



Pedro Figari. Candombe, 1921.

Las producciones artísticas no son inocentes. Los contextos de producción hacen a la eficacia de los mensajes que las obras quieren transmitir, y entran en el juego social disputando lugares de enunciación, producción de referencialidad, creación de mundo. Mi interés por la obra de Pedro Figari no fue estrictamente estético; aunque sí, en algún punto. En todo caso, me preocupó su estética en los términos de la eficacia performativa que tuvieron las imágenes que él construyó sobre los negros, buscando comprender la manera en que incidieron en la elaboración de un imaginario racial profundamente sensual, sensitivo. Qué cuerpos negros representó, y cómo se articula este imaginario con un cuerpo legítimo no-negro. Pedro Figari, abogado, hijo de inmigrantes italianos comerciantes con aspiraciones de escalar en la pirámide social, disputaba también, como dice Williams (2010), su misma blanquitud al interior de la elite criolla de la época. En cierta manera, plantea esta autora, su creación de los negros uruguayos fue una estrategia también para darse un lugar, para legitimarse, no sólo como abogado y político, sino como artista criollo en un Uruguay en formación. En un contexto sociopolítico signado por la heterogeneidad cultural y racial, y de profunda segregación social anclada en la diferencia, los cuerpos negros jugaron, y juegan aún hoy, un lugar especial en esa disputa por pertenecer al cuerpo de la nación, por hacerse de un propio cuerpo legítimo. Este juego es necesario comprenderlo para analizar las relaciones raciales pos-coloniales en nuestros contextos, y el lugar que le cupo a cada quién en estas negociaciones de fuerte carácter biopolítico.

En el proceso de elaboración de las normativas que regularon los cuerpos legítimos e ilegítimos de la Nación, el discurso del arte se ensambló con aquellos letrados que, desde sus lugares de enunciación como saberes expertos, instituyeron verdades y memorias. En este contexto que estamos analizando, el de las primeras décadas del siglo XX hasta el fin de la primera guerra mundial, la búsqueda de una identidad americana por parte de un sector social acomodado, se produce desde la fascinación y el rechazo hacia aquellos sectores relegados y racializados (indios, negros y mestizos), pensando en ellos como cosa antigua, primitiva, del pasado, lo que deja entrever una profunda incapacidad para actuar más allá del colonialismo, impuesto no sólo en términos económicos, sino fundamentalmente epistémicos y ontológicos. En el caso de Figari, entiendo que hay un efecto de normalización de los cuerpos que sus cuadros producen, delineando el tipo de cuerpo y el tipo de cultura que los negros pueden tener en esta zona. De allí la necesidad de pensarlo como parte del engranaje institucional, a la manera de un dispositivo de la maquinaria biopolítica, que alimentó el imaginario racial local.

Figari continúa ocupando el lugar del “pintor que representó la cultura afrouruguaya”, hasta la actualidad. Ante esta aseveración, me pregunto: ¿qué cuerpo negro es posible de ser representado en el Río de la plata, ayer y hoy? ¿Cuánto ha cambiado esa representación que asocia: negros-candombe colonial-bailes-desenfreno-barbarie? ¿Hay forma de representar, de performativizar y así legitimar, otro tipo de cuerpo negro? ¿O de cuerpo no-blanco? ¿Cómo es posible que ese legado de Figari no haya sido retomado por ningún otro pintor de la zona, ese interés por lo negro? En parte, esta ausencia podría ser producto de lo que Geler (2016) denominó, para Argentina, como el pasaje de la negritud racial, a la negritud popular. Los negros de Berni, por ejemplo, son los negros populares, los así llamados “cabecitas negras”. Ya no hay referencia a la raza. Se ha perdido la capacidad de representar la diferencia racial, incluso en forma estereotipada, pues lo racial ha dejado de pertenecer a estas tierras. Sin embargo, en Uruguay, esa presencia es abrumadora, aunque también negada. Y tampoco es fácil encontrar quién cuestione la asociación negro-candombe, menos aún luego de la patrimonialización del Candombe. ¿Cómo se produce esa asociación? En parte es el resultado de este proceso de racialización que he intentado señalar aquí, que opera fijando archivos, mientras disciplina y niega repertorios (Taylor 2003). [1] Es el resultado de una tensión entre el archivo como la fijación de un imaginario sobre los negros vs. un repertorio estigmatizado, que fue obligado a desaparecer, a esconder, a pulir, a normalizar y a civilizar porque performativamente expresaba rasgos "anti-nacionales”: incivilizados, sexualizados, esotéricos, articulando raza, sexo, religión y nación. [2]

¿Cómo afecta este archivo hoy? En el engranaje de la racialización, producto de esta biopolítica sobre los cuerpos, sigue funcionando como “lo verdadero” de los negros, como fuente de lo que era su cultura, como un código que se pone en acto en nuevas performances, afectando nuevos repertorios. Un archivo que se reorganiza en las performances actuales, por ejemplo, cuando es preciso visibilizar una identidad o una cultura afroargentina, a la manera de un capital simbólico, y me arriesgaría a decir, un capital performativo que, puesto en acto, produce cuerpos e identidades actuales. Lo que intento decir es que pareciera que es preciso reproducir, citar este archivo para “ser negro” en estas tierras, para legitimarse ante la mirada ajena; algo que encuentro frecuentemente en las etnografías sobre prácticas “afros” (de afrodescendientes y de no-afrodescendientes). Sin dejar de reconocer la reflexividad corporizada (Rodriguez 2009) que puede producir poner en acto este capital performativo (en la elaboración de nuevos vínculos, ocupando espacios vedados, reconociéndose en la diferencia) me pregunto también por la posibilidad de subvertirlo, construyendo otros registros que fisuren los imaginarios raciales vigentes, aumentando ese capital, cuestionándolo, dándole otros matices, otras formas y otros contenidos que puedan ser legítimos en nuestros contextos regionales y que puedan ser utilizados para proyectar otros cuerpos e identidades no-blancas.

 

Notas

1. Retomo aquí la distinción de Taylor sobre los diversos modos de “producir, almacenar y transmitir conocimiento” (en tanto “información, memoria, identidad y emoción”): de manera directa, mediante “repertorios” de performances que se transmiten de generación en generación y que “ponen en escena la memoria incorporada”; y mediante “archivos” materiales -que existen en “documentos, mapas, textos literarios, cartas, restos arqueológicos, huesos, videos, películas, discos compactos”- que resisten el paso del tiempo y producen una distancia entre el momento de producción y el de recepción. Cf. Taylor, Diana. (2003). The Archive and the Repertoire. Performing Cultural Memory in the Americas. Duke University Press: Durham, p. 19-20.

2. Trabajé esta articulación para el caso de la estigmatización de las religiones afrobrasileñas en la ciudad de Rosario en "Re-conocimiento de las religiones afrobrasileñas en Rosario: racconto de un proceso de segregación social”. Revista de la Escuela de Antropología XXII, p. 99-128.

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Este texto fue extraído del artículo "Imágenes performativas y racialización en la obra de Pedro Figari. Apuntes sobre la normalización de los cuerpos negros en el Río de la Plata". Saga. Revista de Letras, (11), 120–163. 


29.08.2023

La respuesta del artista

Por León Ferrari

En 1965 León Ferrari recibe la invitación de Jorge Romero Brest para participar en el Premio del Instituto Torcuato Di Tella. Ferrari presenta cuatro obras en las que abordaba las relaciones entre religión y violencia: Un avión de guerra norteamericano FH 107 unido a un Cristo de santería y tres cajas más pequeñas que abordaban la misma temática. El avión (titulado La civilización occidental y cristiana) se censuró antes de la apertura de la exposición y, a pesar de resultar menos conflictivas que esta pieza, las tres cajas que sí fueron expuestas, provocaron la reacción del crítico de La Prensa, Ernesto Ramallo (21 de septiembre de 1965) escandalizado por el hecho de que una institución “seria” expusiera “libelos políticos”. Ferrari le respondió desde las páginas de la revista Propósitos (7 de octubre de 1965) con el texto que se cita a continuación. 


León Ferrari. La civilización occidental y cristiana, 1965.

Me parece natural que el cronista sume su voz a la mayoría de las opiniones condenatorias del Premio Di Tella de este año y de años anteriores: el Premio Di Tella pretende fomentar y exponer las corrientes renovadoras de la plástica local; es casi condición necesaria que toda renovación implique la reacción más o menos violenta de los grupos conservadores. Ese artículo, así como la mayoría de las crónicas sobre los Di Tella, indica que por lo menos aquella condición está cumplida: ya es algo aunque creo que hay mucho más que eso.

Me parece natural y humano que el cronista quizás sin darse cuenta, pase por el plano de la crítica y llegue hasta el de la teoría del arte pretendiendo dictar los reglamentos a los cuales deberían ajustarse los artistas. Parece que el cronista quisiera descartar del arte aquello que sea crítica acre o corrosiva y sugiere que se impida la exposición de obras que “no permiten dudas sobre su filiación y por lo tanto sobre sus fines”. Quitar la crítica del arte es cortarle su brazo derecho, limitar la crítica a lo que no sea acre o corrosivo es ahogarla con azúcar; prohibir la exhibición de cuadros porque el espectador puede darse cuenta de que el autor es comunista y sus fines son la implantación de la dictadura del proletariado, es pretender introducir la discriminación ideológica en el arte, es la censura previa; esta escultura parece ser de un comunista y parece querer decir Viva Lenin: afuera. Aquella otra no evidencia color político: adentro. Creo que ni a McCarthy se le ocurrió una idea semejante; creo que ningún artista aceptaría lo que el Sr. Ramallo propone: eso sería reducir al artista a ser un fabricante de adornos para generales. Los cuadros son buenos, malos o mediocres, son fuertes o débiles, son renovadores o tradicionales, independientemente de que aparezca o no la evidencia de la filiación política o de los fines que persigue el autor.

Me preocupa que, dada la forma como el cronista describe mis trabajos, alguien pueda interpretar que soy comunista y me agreguen a las listas negras de la SIDE con las consiguientes molestias. Me parece prudente entonces aclarar que no soy comunista, que no soy anticomunista y que me preocupa profundamente la guerra de Estados Unidos. contra el Vietnam. Mi opinión sobre este tema coincide con la de Bertrand Russell cuando dice: “Sé de pocas guerras llevadas a cabo con más crueldad o más destructivamente, o con mayor despliegue de cinismo, que la guerra entre los Estados Unidos y la población campesina del Vietnam”. Coincide con la del filósofo norteamericano, titular de la Medalla Presidencial de la Libertad, Lewis Mumford cuando le escribe a Johnson para manifestarle su “repugnancia” por la política de los Estados Unidos en el Vietnam.

Mi “intención agresiva hacia un determinado país” se limita a unir mi protesta a la de todos aquellos que en nuestro país, en los Estados Unidos, en Europa, en Asia y en todo el mundo, luchan en una u otra forma para que el gobierno de los Estados Unidos ponga fin a su política de matanzas en nombre de Cristo.

Y la opinión que tengo de ese gobierno coincide con la que Paulo VI tiene del gobierno norteamericano de Truman, cuando veinte años atrás tiró la primera bomba atómica, es decir, pienso que Johnson y sus generales son los ultrajadores de la civilización, los carniceros de vidas humanas. Es posible que el Papa dentro de veinte años diga de Johnson lo mismo que dijo de Truman. Es posible que alguien, en el frenesí anticomunista que nos rodea, diga que Bertrand Russell y Lewis Mumford son comunistas, pero me parece más difícil decirlo de Paulo VI.

Pero el fondo del asunto es otro; porque lo que pretendo con esas piezas es, como dice el cronista, “enjuiciar nada menos que a la civilización occidental y cristiana”. Porque creo que nuestra civilización está alcanzando el más refinado grado de barbarie que registra la historia. Porque me parece que por primera vez en la historia se reúnen todas estas condiciones de barbarie: el país más rico y poderoso invade a uno de los menos desarrollados; tortura a sus habitantes; fotografía al torturado; publica las fotografías en sus diarios y nadie dice nada. Hitler tenía todavía el pudor de esconder sus torturas; Johnson ha ido más lejos: las muestra. La diferencia entre ambos refleja las diferencias en las responsabilidades de los pueblos: los alemanes pudieron decir que ellos no sabían lo que pasaba en los campos de concentración de Hitler. Pero nosotros, los civilizados cristianos, no lo podemos decir.

Porque nosotros, las caras de los torturados las vemos todos los días en nuestros diarios, los mismos diarios que nos hablan de la libertad, de los derechos del hombre y a los cuales no se les ocurre decir que uno de los más elementales derechos del hombre es el de no ser torturado y que si alguien sabe de una tortura (y no hay mejor documento informativo que la fotografía del hecho sacada y publicada por el torturador) exprese por lo menos una condena verbal. Pero nosotros los civilizados aceptamos todo lo que nuestros diarios resuelven que debe ser aceptado, todo lo que está atractivamente envasado. Y así es como las fotografías de la peor lacra de la humanidad han pasado a ser un objeto más de nuestra producción técnica, otro objeto de intercambio. Porque las fotografías no son publicadas como una condena, con sentido crítico, son publicadas porque aumentan las ventas del diario o la revista, como las fotografías que publican las revistas sensacionalistas: crónica negra.

Esas fotografías y la pasividad de los pueblos occidentales, son el símbolo de nuestra avanzada barbarie. Y otro signo de barbarie es la reacción del cronista de arte, quien, cuando encuentra esas mismas fotografías pegadas en una caja con una intención de “crítica acre o corrosiva”, no se le ocurre condenar la tortura: lo único que se le ocurre es pedir que se prohíba la crítica a la tortura. No se pregunta si los bombardeos a las escuelas del Vietnam son ciertos; lo que pide es que no se lo digan desde un cuadro y no se muestren las banderas de los Estados Unidos en las alas de los aviones.

Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y lo llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.

Los saludo muy atentamente.

León Ferrari

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El lunes 4 de septiembre, Andrea Wain –quien seleccionó y escribió la introducción de este texto– brindará la clase León Ferrari: entre el arte y la militancia política, en el marco del Seminario anual Tercer ojo.



Edgardo Antonio Vigo. Sembrar la memoria para que no crezca el olvido, 1996.

Las polifacéticas intervenciones que Edgardo Antonio Vigo desplegó en su prolífica trayectoria artística activaron la construcción de la imagen de un artista provocativo, lúdico, experimental y a la vez profundamente comprometido con la intervención social. A lo largo de toda su producción, Vigo mantuvo algunas inquietudes que articularon su labor creativa individual con la esfera de lo social: la voluntad de expandir el acceso al arte, la posibilidad del intercambio y de la participación, el gusto por lo marginal o contracultural junto con el interés por las vanguardias, su atracción por el hecho artesanal, la aspiración a una circulación artística extendida. En particular, su voluntad de propugnar un acceso amplio y desacralizado a la obra de arte fue vehiculizado en gran medida a través de distintos proyectos gráficos.

A partir de las prácticas que Vigo desarrolló dentro de lo que podría considerarse un universo gráfico en sentido amplio, puede destacarse su renovación del centenario grabado en madera, su edición de revistas artesanales, su rol pionero del arte correo, su impulso del «sellado a mano», su obra como autor de poemas matemáticos y de poesía visual. Pero su actuación no se acotó al extenso ámbito de lo impreso: también fue realizador de «señalamientos urbanos» y creador de «máquinas inútiles». Asimismo, tuvo actuación como conferencista, como docente –durante años, fue profesor de dibujo e historia del arte en el Colegio Nacional de La Plata–, como gestor de exposiciones, como cronista de arte en diversos medios gráficos. [1] También cabe señalar que, durante toda su vida, se desempeñó como empleado judicial en los Tribunales Civiles del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires.

[...]

Considerando la diversidad de poéticas, dispositivos y soportes que puso en juego, es posible considerar que existe una noción clave que articuló los múltiples proyectos de Vigo: la idea de intercambio o de participación dinámica y creativa. Ya en 1954 expuso en La Plata una serie de objetos móviles de madera que podían ser manipulados por los espectadores, apuntando en este conjunto inicial a la idea de familiaridad y conexión directa del público con la obra de arte (Centro de Arte Experimental Vigo, 2008). Si este criterio de interacción constituyó uno de los principales ejes de la obra de Vigo, la edición de revistas y la difusión del grabado en madera tuvieron un rol ideológico y material significativo: para el artista, la xilografía posibilitaba un acercamiento «desacralizado» a la obra de arte frente a las limitaciones de otro tipo de producciones como la pintura o la escultura tradicionales. El grabado en madera fue, en efecto, una producción clave para Vigo tanto en lo que refiere a su propio trabajo artístico como en relación con los intercambios que estableció y los circuitos en los que intervino a lo largo de su trayectoria (Davis, 2004; Dolinko, 2008). La puesta en juego de esta antigua modalidad de impresión de origen popular le posibilitaba la multiplicación y amplia circulación de imágenes; así, la multiplicidad de la xilografía le permitía poner en cuestión –tanto en términos conceptuales como materiales– las limitaciones de la producción artística de ejemplar único.

Ya en sus primeras publicaciones –WC (1958) y DRKW (1960)– Vigo había incluido xilografías, las cuales constituyeron una de las marcas diferenciales de su siguiente revista, Diagonal Cero (1962-1968), ocupando el espacio de presentación de la mayoría de las tapas y también impresas en sus páginas internas, ilustrando poesías, como imágenes autónomas o publicaciones anexas (Dolinko, 2012). También se destacó dentro de esta revista su edición de una serie de ocho cuadernillos de grabados en madera de distintos artistas publicados entre 1964 y 1966. Tiempo después, los cuadernillos tomaron forma independiente a través de la edición de la serie «Xilógrafos de hoy» que Vigo continuó hasta 1969.


Edgardo Antonio Vigo. Libro internacional número 2, 1977.

La producción gráfica de Vigo circulaba entonces por vías paralelas: tanto a través de estos cuadernillos y en las páginas de las revistas, como también en exposiciones de sus grabados en instituciones culturales. Así, el 21 de octubre de 1966 inauguró una muestra en la Biblioteca Benito Lynch de La Plata donde presentó «mono-xilografías a la témpera» –material que le otorgaba a la estampa una cualidad opaca y «empastada»– y «xilografías con resina». Como señaló contemporáneamente su colega Luis Pazos

la renovación en las artes plásticas adquiere en la actualidad un doble sentido: por un lado aparecen nuevas formas de expresión y por otro viejas técnicas cambian adaptándose a los nuevos conceptos. El segundo es el caso de los grabados expuestos. Vigo utiliza la tinta de imprenta, una prensa copiativa diseñada por él mismo, tacos de madera y trata a los grabados con un proceso especial de resina plastificando las figuras. [...] [la técnica de la estampa Los pájaros] insinúa la posibilidad de utilizar la tercera dimensión. [2]

Las preocupaciones de Vigo se desplegaban en esos tiempos en múltiples frentes de actuación, entre su producción de obras, la edición de estampas xilográficas propias y ajenas, la organización de exposiciones y la reflexión sobre la inscripción y circulación de esta producción en las instituciones culturales. Los alcances, complejidades y limitaciones del museo se presentaban, en este sentido, como uno de los focos de sus preocupaciones. Ya en 1964 había sostenido la necesidad de

un Museo que se presente delante de nosotros constantemente. Unas galerías que perdieran el carácter de tales, que funcionaran más a la vista de ese dinámico andar del hombre por nuestras calles. [...] creo que no es necesario caer en la anti–dinámica de encerrar esos productos. En cuanto al interés popular, es un problema de educación visual. Cursos en bibliotecas populares, exposiciones [...] podrían dar una apertura interesantísima para abrir los grifos de ese interés popular. [3]

Este planteo anticipaba en forma implícita un programa de museo heterodoxo que iniciaría a fines de esa década.

En efecto, si la voluntad de posibilitar una difusión artística extendida y generar de ese modo una noción de comunidad tuvo un sentido fundamental dentro de los proyectos del artista –y si, como ya se ha señalado, estas aspiraciones se basaron en gran medida en el grabado en madera como recurso técnico–, entre las estrategias y acciones puestas en juego por Vigo cobró una dimensión particular su Museo de la Xilografía de La Plata, gestado a partir de un intercambio de ideas con el también artista platense Carlos Pacheco.

En 1968, las instituciones del campo cultural eran objeto de fuertes cuestionamientos por parte de grupos de artistas de la vanguardia local (Longoni y Mestman, 2000); Vigo era consciente de lo complejo de esta situación, y así explicitaba a fines de ese año que:

Fundar un Museo en nuestros días es contradictorio. Cuando el arte en su eterna rebusca clama la calle, la cotidianidad, la comunicación directa, es una acción gratuita hablar del «encierro» característico que el «MUSEO–Muselina» nos da.
Pero cobijar para no permitir las disgregaciones de obras, cuidar un «acervo» siempre será constante tarea.
La realidad que nos marca una línea, los acontecimientos que nos ubican, y las acciones que nos exigen, han hecho variar el concepto de Museo. Si éste abarca la suficiente dinámica, creo que popularizar es abrir las posibilidades de contacto [...]
EL MUSEO DE LA XILOGRAFÍA de LA PLATA, pretende captar esa DINÁMICA DE ACCIÓN CONTEMPORÁNEA y bregará como Institución actual, ser la cabeza de una nueva toma de posición para el enfrentamiento OBRA–COMUNIDAD.

Vigo suscribió esas palabras en ocasión de la presentación del Museo de la Xilografía en la Galería de arte del Cine Teatro Ópera de La Plata, con auspicio de la Biblioteca Max Nordau (un año antes, con el museo aún «en formación», había concretado la exposición Grabadores de La Plata en el Museo del Grabado, en Buenos Aires). [4] Para ese momento, en su acervo se incluían obras de algunos artistas de Brasil, Uruguay, Chile, Suiza, Paraguay y Francia junto a la de argen- tinos como Pompeyo Audivert, Víctor Rebuffo, José Rueda, Abel Versacci y del propio Vigo. En la selección de nombres de artistas argentinos puede evidenciarse la fluida relación que Vigo mantuvo con otro emprendimiento contemporáneo y autogestivo basado en la circulación de xilografías: el Club de la Estampa de Buenos Aires; en efecto, la mayoría de esos artistas eran socios centrales de ese proyecto porteño liderado por Albino Fernández (Dolinko, 2012).


Edgardo Antonio Vigo. Portada de la revista Diagonal Cero, número 23, La Plata, septiembre de 1967.

El Museo de la Xilografía fue, de todos los proyectos de Vigo, aquél que tuvo mayor continuidad en el tiempo. El patrimonio inicial se fue acrecentando progresivamente a partir de donaciones y canjes de obras entre artistas argentinos

y extranjeros, hasta llegar a incluir más de dos mil estampas que, además de las mayoritarias xilografías, también incluye monocopias, aguafuertes y técnicas mixtas, como así también matrices de madera legadas por algunos grabadores. Vigo prolongó la estrategia del canje hasta entrados los años noventa, cuando seguía solicitando o proponiendo intercambios de obras para el museo, excusándose porque «mi pasión por el grabado en madera rebasa a veces lo aconsejable». [5]

Aunque su denominación apuntara a indicar lo contrario, el Museo de la Xilografía no era una institución formal ni contaba con una sede física fija ni convencional. Se trataba, en verdad, de «cajas-móviles»: maletines de madera con manija y sujetadas por correas de tela o de cuero, con «paquetes» de estampas; a partir de esta condición de ubicuidad, el museo podía prestarse para ser exhibido en espacios culturales, instalarse en escuelas, clubes u otros ámbitos de sociabilidad comunitaria, como así también en casas particulares. El artista presentaba a estas intervenciones como “pequeñas exposiciones de rápido montaje. Con un simple elemento de sustentación (un atril, un pizarrón, un saliente donde colgar) se instala la muestra ambulante con idéntica sencillez a la de un puesto de feria”. En muchas ocasiones, Vigo sumaba a la exposición de estampas una charla en la que divulgaba aspectos de la historia y la técnica xilográfica, poniendo así en acto la función pedagógica y de comunicación también fundante de este proyecto. Junto a la conformación de esta colección –y retomando estrategias iniciadas en los años sesenta–, Vigo emprendió la publicación de dos series de carpetas con grabados impresos con tacos originales, firmados y numerados, presentados como Ediciones del Museo de la Xilografía de La Plata. Entre 1973 y 1974, en paralelo a la edición de su revista Hexágono ‘71 (Bugnone 2017); concretó la colección «Xilógrafos de La Plata» (editada junto con «El león herbívoro», librería El Patio y la galería Libraco) que incluyó carpetas de Lidia Kalibatas, Sixto González, Adriana Grimaux y Graciela Gutiérrez Marx. Otra serie fue editada entre 1980 y 1989, con obras de Vigo, Hipólito Vieytes, Hebe Redoano, Enrique Arau, Carlos Pamparana, Hilda Paz, Laico Bou, Ludovico Pérez y Gustavo Larsen.

Como sostuviera su fundador, la labor cultural de difusión comunitaria de este museo «nacido bajo la necesidad de abrir nuevos canales» tenía como propósitos principales «llegar» y «mostrar», a la vez que «escapar a los encierros clásicos de las instituciones que atomizan el arte». Desarrollado por Vigo en forma ininterrumpida lo largo de tres décadas, el Museo de la Xilografía de La Plata fue reactivado luego del fallecimiento del artista en diversas instancias: por ejemplo, en diciembre de 2013, en el marco del evento Presión organizado por una formación de grabadores activos en La Plata.

Si se considera que las nociones de edición, circulación e intercambio fueron los ejes del programa del Museo de la Xilografía de La Plata, institución circulante albergada en cajas–valija de ecos duchampianos, el patrimonio de ese museo móvil que transportaba estampas originales y múltiples resulta un buen ejemplo de lo que, por esos tiempos, Vigo auguró como un «arte tocable». [6]


Edgardo Antonio Vigo. El Hemafrodita (de la carpeta Personajes sin ton ni son), 1966.
Colección Centro de Arte Experimental Vigo.


Edgardo Antonio Vigo. Composición 5, 1967. Colección Centro de Arte Experimental Vigo.

 

Notas

  1. Es destacable, por ejemplo, su lectura de las Experiencias 69 llevadas a cabo en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, en septiembre de 1969. Edgardo A. Vigo, «Exp.69–I/Di Tella», Ritmo, La Plata, 1969, p. 4 (recogido en Amigo, Dolinko y Rossi 2010).
  2. Luis Pazos, «Vigo: la rebelión sin esperanza», El Día, La Plata, 28 de octubre de 1966. Efectivamente, Vigo pondría en juego el factor de la tridimensión en algunas de sus obras xilográficas de fines de esa década, como en Homenaje a Fontana.
  3. Mecanografiado, texto Vigo, Caja Biopsia, 1964, s/d. Archivo Vigo– Centro de Arte Experimental Vigo, La Plata (CEAV).
  4. La relación de Vigo con Oscar Pécora, fundador del Museo del Grabado, databa de varios años atrás. Vigo participó del programa de difusión del grabado impulsado por Pécora en octubre de 1963, a la vez que en algunas ocasiones se incluyó en Diagonal Cero publicidad de la Galería Plástica, propiedad de Pécora.
  5. Carta a Michael y Anette Groschopp, La Plata, 4 de marzo de 1986. Archivo CEAV.
  6. «Un arte tocable que se aleja de la posibilidad de abastecer a una “elite” que el artista ha ido formando a su pesar, un arte tocable que pueda ser ubicado en cualquier “hábitat” y no encerrado en Museos y Galerías. Un arte con errores que produzca el alejamiento del exquisito». «Hacia un arte tocable», La Plata, 1968-1969.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El grabado en madera como arte tocable. Edgardo Antonio Vigo y el Museo de la Xilografía de La Plata". El hilo de la fábula 18, 2018.


Los estudios sobre la espiritualidad contemporánea muestran una gran heterogeneidad en años recientes. Si tuviésemos que agruparlos en diferentes abordajes, podríamos señalar al menos tres corrientes.

Un primer grupo plantea una descripción sociológica e histórica más o menos general, subsumida a la narrativa moderna de la individualización, que supone una pérdida de un horizonte heteronormativo de la religión y la emergencia –por vía de los movimientos espirituales– de un modelo autónomo o individualista (14, 15, 16). Si bien estos trabajos tienen el mérito de una lectura de largo plazo, se han mantenido en un nivel muy ideacional y, como consecuencia, muchas veces se han centrado excesivamente en la tensión entre un orden cohesivo, propio de una religiosidad eclesial, y una concepción del individualismo, propio de la espiritualidad, que supondría una subjetividad infrasocial. Este tipo de análisis posee algunas dificultades para detectar la capilaridad de las experiencias autopercibidas como espirituales en los más diversos ámbitos y particularmente para entender su presencia y difusión pública contemporánea.

Un segundo grupo ha desarrollado una crítica a esos trabajos pioneros, mostrando cómo el foco en la vida cotidiana permite reconstruir relaciones sociales y cuestionar el excesivo énfasis que esos trabajos le dieron a la autonomía individual. En ese sentido, Wood (17) y Wood y Bunn (18) se preocupan por el problema de la autoridad, a partir de una relectura de la teoría de la práctica social de autores como Pierre Bourdieu y Michel Foucault. Estos autores señalan que es necesario repensar la dicotomía entre autonomía individual y autoridad externa y subrayan que existen autoridades múltiples en las prácticas espirituales estilo Nueva Era, como líderes, especialistas y fuerzas no naturales, que influyen sobre los grupos e individuos de manera profunda y con un fuerte nivel de estabilidad.

Además, muestran cómo esas prácticas y esas autoridades múltiples se vinculan con procesos de producción y reproducción de las clases sociales, particularmente, los grupos identificados como sectores medios. Esos autores priorizan las redes y las prácticas cotidianas, describiendo las tramas relacionales, con su productividad social y cosmológica, en un movimiento que matiza algunos dualismos implícitos en la sociología de la modernización religiosa: social/individual, sagrado/profano y alma/cuerpo.

En último lugar, desde una perspectiva más radicalmente pragmática, Bender y McRoberts (19) han insistido en una crítica semejante a los estudios más clásicos que entienden la espiritualidad como un fenómeno independiente de lo religioso y caracterizado exclusivamente por la individualización y la privatización. Por el contrario, estos autores muestran hasta qué punto la espiritualidad posee una génesis histórica y una fuerte dimensión relacional –no solo un énfasis en la “interioridad”– y de qué manera es un recurso performativo con consecuencias públicas. Este último aspecto resulta crucial porque, contra la idea de la privatización de la religión, muestra cómo la espiritualidad moviliza formas diversas de acción pública y de adhesiones políticas en las sociedades contemporáneas de la mano de los modos de mediación novedosos que implican los recursos de la comunicación de masas y la industria cultural.


Daniel Leber. Serpiente, 2022.

Estos trabajos sobre la espiritualidad contemporánea son un recurso útil para repensar las distinciones entre lo estrictamente religioso y lo terapéutico, en la medida en que dejan parcialmente de lado las distinciones más estrictas entre esferas o campos independientes, o incluso su redefinición contemporánea, para centrarse en la vida cotidiana. Asimismo, descentran el foco de los especialistas y las intervenciones públicas y dan un nuevo estatuto epistemológico a los espacios más “banales” e “impuros”. Por último, permiten también suspender los recortes más convencionales entre grupos religiosos o terapias, como si fueran una realidad en sí misma.

Ese movimiento reciente posee en América Latina desarrollos propios que sería muy extenso reconstruir aquí. Al menos en Argentina, el análisis de lo que aquí estamos denominando y recortando analíticamente como bienestar espiritual encuentra una serie de trabajos y reflexiones que han crecido en las últimas décadas, de la mano de una problemática que ha adquirido cada vez más visibilidad pública. Aunque priorizaron la lógica institucional, tanto los trabajos centrados en movimientos o grupos religiosos y/o espirituales mostraron una tendencia a la articulación (4, 5, 9, 20). Estos trabajos han abordado el problema de la articulación entre lo médico-psicológico y lo espiritual, y han tenido un particular desarrollo, sobre todo, bajo el concepto de “terapias alternativas”. Tanto desde el punto de vista de la construcción y negociación de las identidades profesionales de la medicina y la psicología (21) como desde el punto de vista más englobante de especialistas y frecuentadores de prácticas “alternativas” como la reflexología, el yoga y la medicina ayurveda, que suponen diferentes grados de articulación con algunos principios no naturalistas en el horizonte de un “pluralismo terapéutico” que se caracteriza por la “elección” entre opciones diversas (9, 22, 23, 24, 25).

Si los primeros se centran en un análisis de la incorporación de lo espiritual en lo médico-psicológico, con foco en la oferta, los segundos se concentran en la adaptación de prácticas –que, en principio, pertenecían a un horizonte cosmológico– a los regímenes seculares de gestión de la salud, no sin tensiones, resignificaciones y persistencias. Aun manteniéndose en la “esfera” de las denominadas terapias alternativas, estos trabajos poseen un enorme valor y han ampliado el conocimiento de una serie de prácticas que manifiestan regímenes de causalidad y de eficacia no naturalista, llegando incluso a cuestionarse los límites o las fronteras de lo estrictamente “terapéutico” y mostrando diferentes grados de vínculos con esas tecnologías y saberes que van desde el uso estratégico hasta la adhesión a sus principios básicos.

Si desde un punto de vista esa separación puede ser socialmente eficaz, desde otro no posee una relevancia tan sustantiva. Es, en parte, el lenguaje del que disponemos el que queda atrapado en la tensión entre lo religioso-espiritual y lo médico-terapéutico. Y, como es bien sabido su capacidad performativa, recorta nuestros objetos de estudio, nuestros temas y nuestros problemas de un modo singular. Desde esa premisa, señalo tres focos de separación que pueden ser repensados desde un análisis sobre la vida cotidiana y los diferentes agenciamientos plurales del bienestar espiritual.

En primer lugar, el recorte que realizamos entre “terapias alternativas” y “grupos religiosos o espirituales”. Mientras el primero tiende a un diálogo en el horizonte de los estudios sobre salud, el segundo es incorporado a las ciencias sociales de la religión. El trabajo de María Julia Carozzi (26), desde el título que alerta sobre la posibilidad de leer esos procesos en su simultaneidad y la descripción de la red como lógica morfológica y señalamiento de algunos principios básicos como la cosmización, la autonomía y la desjerarquización, se preocupó por no separar esos ámbitos en esferas independientes; y, aunque algunos de sus principios o su morfología no hayan servido para todos los casos particulares –sobre todo cuando se puso el énfasis en los discursos públicos y los principios totalizantes de grupos espirituales o terapéuticos– creemos que su descripción todavía es útil al priorizar el orden cotidiano y la circularidad de los frecuentadores.

Particularmente, cuando analizamos los discursos y las prácticas públicas surge un segundo punto de distanciamiento. Sobre todo, cuando el foco está puesto en los especialistas y las intervenciones de colectivos específicos, los analistas tendemos a concentrarnos en los modos de legitimación, de diferenciación, de heterodoxia y/o de resistencia, porque muchas veces esto es lo que aparece en la interacción con sus líderes, referentes o expertos. De ese modo, la articulación entre esos términos aparece como un “híbrido”, en el sentido que Bruno Latour (12) entiende el término, como una combinación de dos elementos que se enuncian separados pero se viven como unidos. Asimismo, a partir de ellos, accedemos habitualmente a perspectivas sistematizadas y relativamente coherentes y creemos constatar algún tipo de sistema con principios, valores y prácticas organizados como si fueran exclusivas de los grupos que analizamos y no parte de una gramática que se construye en un proceso más amplio.

En tercer y último lugar, incluso cuando nos centramos en los discursos menos públicos, sobre todo cuando damos por sentado un sujeto individual como interlocutor válido y locus único de la interacción, tendemos a reconstruir sus “representaciones” y sus trayectorias (terapéuticas y/o religioso-espirituales) de modo aislado, dando por sentada una concepción de la persona que aparece como universal pero que se asemeja bastante al modelo del individualismo moderno, que supone un agente que “selecciona” y “elige” en un mercado o un escenario “plural” de bienes de salvación o bienestar. El foco puesto en la elección individual corre el riesgo de dar por sentada una concepción de la persona estrictamente individualista, sin indagar en el modo de subjetividad que allí se produce y que creemos supone elementos diferenciados con el modelo clásico del individuo (27). Buena parte de la bibliografía de las ciencias sociales se ha centrado en la imagen del “buscador”, dando por sentado un tipo de individuo demasiado asociado con el individualismo moderno, borrando en muchos casos las tramas de relaciones sociales que producen esas “elecciones” o las propias teorías que esos agentes tienen sobre su propia persona, las que muchas veces no se corresponden con un agente que actúa en el mundo de modo tan libre. Un enfoque muchas veces sobredimensionado por el propio carácter de nuestros abordajes teórico-metodológicos como, por ejemplo, el uso exclusivo de la entrevista en profundidad que puede centrarse unilateralmente en la “experiencia individual” (8).

Retomando algunos de los planteos de un enfoque relacional de lo que hace a la subjetividad en el horizonte de la espiritualidad contemporánea, queremos argumentar que una mirada sobre lo cotidiano que asuma seriamente algunos aspectos vividos como reales por sus frecuentadores puede ayudarnos a recomponer un cuadro algo más complejo de este proceso. En cierto sentido, nos interesa restituir el análisis relacional descripto por los primeros trabajos que, en la región, describieron la Nueva Era y las terapias alternativas como parte de una misma red, y extenderlo más allá hacia una trama más amplia que incorpore lo cotidiano y los regímenes de subjetivación.


Daniel Leber. Estructura, 2022.

Entendemos la espiritualidad como una categoría que evidentemente no es novedosa, pero que ha adquirido una renovada presencia contemporánea, que existe como puesta en acto, es decir que existe en la medida en que es actuada, con gran capacidad de circulación y performatividad en los más diversos ámbitos (19, 28, 29). Al mismo tiempo, entendemos que esa pragmática de la espiritualidad supone una gramática heterogénea, pero no por ello infinita y sin especificidad, que incorpora una concepción no naturalista de la causa y la eficacia, un orden cosmológico relacional y un trabajo sobre uno mismo y que se manifiesta en intensidades diversas que se basan en mediadores materiales y discursivos de diferentes linajes: esoterismos varios con una presencia consolidada durante el siglo XX, la cultura self-help y tecnologías de la subjetividad de origen oriental, incluso algunas prácticas amerindias, adaptadas a la vida cotidiana de colectivos urbanos de las sociedades euroamericanas contemporáneas (30, 31).

Desde el punto de vista de la circulación cotidiana de esos saberes y prácticas, es posible que la tensión entre lo terapéutico y lo religioso/espiritual, e incluso sus disputas por la legitimidad en un campo o las perspectivas sistémicas que emergen cuando el foco está puesto en los discursos públicos, adquiera otro matiz. No solo es mucho más difícil recortar las esferas autónomas de lo terapéutico y lo espiritual, sino que incluso la propia espiritualidad supone una trama de circuitos, de sentidos y de prácticas diferenciadas. Si bien desde el discurso público se insiste en las ventajas físicas, médicas e incluso psicológicas de la meditación, sobrevalorando su función en el bienestar entendido como un proceso biológico y psicoemocional, desde la vida cotidiana, las causas de ese bienestar exceden por mucho una definición biológica y sociopsicológica de la subjetividad, incorporando una dimensión no humana como la energía que supone una fuerza vital transformadora que puede producir malestar cuando no circula correctamente y bienestar cuando se logra canalizar y equilibrar.

La vida cotidiana de los actores en acción y la complejidad de lo que Law (13) ha denominado “formas no convencionales”, supone procesos de circulación y ensamblajes que pueden ayudarnos a repensar los puentes y articulaciones diversas entre el mundo médico-psicológico, las terapias alternativas y la espiritualidad Nueva Era. En ese sentido, nos parece importante el análisis de Law sobre los “ensamblajes” en contextos religiosos donde resulta significativo dar una perspectiva realista que permita ampliar la realidad de las personas que la viven y, en ese proceso, indagar incluso la noción misma de la persona que está en juego. Tal abordaje podría leer también críticamente la perspectiva del individualismo metodológico que se concentra en los usuarios o frecuentadores de prácticas de ese tipo y sus “elecciones terapéuticas” o sus “elecciones espirituales” como “campos” o “esferas” de acción diferenciadas.

 

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Nicolás Viotti es Doctor en Antropología Social y participará de la mesa redonda El entramado filosófico de las creencias: transformaciones espirituales en la nueva era, organizada en el marco de la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.