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Mi vida en rosa
De Alain Berliner

Ludovic y su familia se mudan a un nuevo barrio. Ludovic juega con muñecas, se viste como nena, baila con una gran fineza. Ludovic se enamora de Jéróme –el hijo del jefe de su padre–, quiere ser nena y fantasea con su primera menstruación. Ludovic solo está jugando, aunque con siete años ya “está grande” para disfrazarse y querer casarse con varones. Ludovic hace una entrada vestid* de princesa en la fiesta de bienvenida. Ludovic empaca la postal de la felicidad vecinal empaquetada y normalizada con su peinado de corona de flores, sus aros colgantes color turquesa y sus llamativos zapatos rojos. A falta de referencias disponibles a su alrededor, Ludo crea su propio imaginario sobre su nacimiento, su género y su configuración cromosómica, una equis perdida, papa noeles y chimenea, y hasta inventa su propio término para nombrarse: niño-niña. No es forzado encontrar algunas resonancias en el ámbito local. Que 15 años después una mamá de la zona oeste del conurbano bonaerense (Yo nena, yo princesa) encuentre en esta película una luz para significar la experiencia de su hija trans de ninguna manera iguala las experiencias de nuestras niñeces trans, pero sí ubica a Mi vida en rosa –ya un clásico– como parte de una genealogía de cine fundamental para el activismo lgtb. Imperdible el toque pop de Pam (¿Panam?), la animadora de TV infantil que deviene hada madrina de los sueños de fuga de Ludovic. Texto de Colectivo Antroposex.