24.10.2018

Resistencia

Por Ah Yi

Hice trampa. Después de ver la foto fui a investigar un poco sobre Cindy Sherman. Por desgracia, por una falta en mi formación, entiendo muy poco de fotografía y no conocía la gran obra de Cindy Sherman. Un amigo norteamericano de origen chino, el fotógrafo Michael Chi, me habló de ella en términos reverentes: “Cindy Sherman es una leyenda entre los fotógrafos, incluso podría decirse que es una divisoria de agua. Antes de ella la fotografía era documental. Fue ella la que la convirtió en instalación o representación, travistiéndose y fotografiándose a sí misma. Su obra es un hito ineludible en la historia del arte”. Mi interpretación de la obra de Sherman (Sin título: N° 152) no puede despegarse de lo que sugiere la presentación de mi amigo. No sé si mi interpretación es correcta. La persona que muestra esta fotografía, una mujer, es diferente de otras mujeres. Y esa diferencia resulta chocante, enorme, nítida. En esta foto, la mujer ha perdido su pelo y su sonrisa; ha perdido sus ropas a la moda, su maquillaje, su encanto. Tiene una expresión insípida, y a la vez perturbadora. Aunque no se diría que hay maldad, no es un rostro que intente granjearse nuestra simpatía. Agarrotada e inerte. Una mueca en la boca. Como si estuviera casi desbordada por la tristeza y a la vez mantuviera una distancia orgullosa. Es una foto diferente a las fotos de mujeres que vemos en la televisión, en Internet, en las revistas, en el subte. Las mujeres son el vehículo de la publicidad y se espera que sean bellas: esto es por todos sabido. Pero acá, Cindy Sherman desafía este lugar común.

Cindy Sherman. Untitled 152, 1985.

Ciertas estrellas de cine son como pájaros en jaulas de oro, y las cosas no son mejores para las mujeres comunes. Se ven forzadas a aceptar aun más restricciones, forzadas a cambiar el cuerpo que recibieron de sus padres. Algunas a través del ejercicio, otras a través de las dietas, o a través de la medicina. La escena más singular que me tocó ver este año sucedió en la escalera mecánica de una estación de un tren de alta velocidad: una mujer subía la escalera portando sobre el rostro una máscara hinchada. Tardé mucho en reaccionar y darme cuenta de que era un rostro real. Una mala praxis, que la habría obligado a una segunda cirugía para corregir la anterior, y ese era el resultado final. No juzgo su intención. Imagino que lo que la impulsó a tomar ese riesgo es la tasa de éxito relativamente alta de las cirugías. Tengo un ex compañero de trabajo que a causa de una liposucción quedó vegetal sobre la mesa de operaciones, pero esos son casos muy raros. También sabemos que hay gente que muere por culpa de un resfrío. No puedo convencer a parientes y amigos que abandonen las filas de la cirugía plástica, e incluso puede que yo mismo vaya un día al hospital a sacarme las bolsas de los ojos. La mayor parte del tiempo no soy una persona de opiniones tajantes: frente a cualquier hecho que ocurra en el mundo tengo por lo general una actitud de “dejar hacer”. Con respecto a las cirugías plásticas es igual. “Si la víctima está contenta, si él (ella) están contentos, está bien”. Así razono. Pero la foto de Cindy Sherman hace sonar una alarma en mí: hay en este mundo un sentido común hegemónico cuya función es hacer que la gente se entregue a sí misma, se abandone y se aleje de sí misma. El sentido común simplifica el mundo y reduce los posibles de las mujeres.

El sentido común consolida la hegemonía masculina y engendra la servidumbre entre los géneros, reduciendo sobre todo la capacidad de autodeterminación de las mujeres: la obra de Cindy Sherman arremete contra estos estándares. Sé que hay un nuevo sentido común, nacido en la época de la televisión, que actualmente controla cada vez más el pensamiento de las chicas.  Esto es: “el rostro debe ser flaco”. Este sentido común tiene que ver con el hecho de que la pantalla de televisión tiende a ensanchar el rostro. De manera que para aparecer bien frente al objetivo, muchas personas se operan para afinar sus caras. En chino hay una frase: “Cortarse el pie para encajar en el zapato”. Debería inventarse una nueva expresión: “Cortarse la cara para encajar en la pantalla”. Recuerdo que entre mi círculo de amigos en una época circulaba en tono admirativo una anécdota del mundo del entretenimiento que decía que la cara del actriz hongkonesa Chingmy Yau tenía originalmente el tamaño un naipe. “Es impresionante”. Eso decían mis amigas.

Ah Yi leyendo su texto en la sala de Malba.

Por otro lado, la imagen me hace pensar en los monjes budistas. No sé que representan las espigas. Sus ojos llenos de fuerza irradian un fulgor y me generan una impresión profunda. Me traen un recuerdo. Es algo que no tiene ninguna relación con la fotografía. Nací en una familia de campesinos y comerciantes, y en mi juventud con frecuencia iba con ellos a comprar insumos. Esto debe haber sido por el verano de 1996. Fui con mi familia al mercado de Hongcheng en la capital de la provincia, y en un puesto que vendía productos alimenticios al por mayor encontramos a un hombre de mediana edad que había venido también a comprar. Me acuerdo perfecto de su cara lustrosa. En ese momento, mientras el dueño del puesto mataba moscas, el hombre contaba cómo le había agarrado parálisis en el sueño. Una tarde, en el camino de vuelta a su casa para comer algo, de golpe tuvo un pensamiento y se detuvo. Volvió hacia el puente y se puso a aplastar con el pie una fila de hormigas que pasaban con su carga a cuestas. Luego durante la siesta sintió que hormigas o algo parecido le trepaban por los dedos de los pies y marchaban en multitud por su cuerpo. A través de las cosquillas podía adivinar la cantidad y el camino que seguían. Quería levantar sus brazos y piernas, girar el cuerpo, pero no había manera. Quería gritar y tampoco podía. No podía hacer más que esperar con los ojos abiertos a que las hormigas se abalanzaran sobre su cara y la mordieran hasta dejarla como un colador. Hubo incluso uno adelantada que se introdujo en la cuenca de un ojo. Para describir ese dolor inimaginable aquel hombre de mediana edad hizo la siguiente comparación: “Es más o menos como si la anestesia de una operación no hiciera efecto y uno tuviera que ver al médico operar sobre nuestra panza abierta”. Y al final: “Debe ser que mi cuerpo escuchó el grito en mi interior, porque de golpe me senté y me levanté”. Corrió en busca del espejo y descubrió que los ojos estaban carcomidos como las bolitas que los niños gastan de tanto jugar. Salían además unos restos de sangre. “Por supuesto que era sólo un sueño”, dijo aquel hombre de mediana edad, parado delante del puesto. Y sin embargo, podía verse que el terror no lo había dejado. “Pero desde entonces no me atreví a pisotear nunca más un bicho y me volví vegetariano”.

Esta historia es un poco como mi literatura. Mis textos típicamente incluyen una especie de broma pesada.

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Ah Yi es el seudónimo de Ai Guozhu, escritor nacido en la ciudad de Ruichang, China, en 1976. Este texto fue presentado durante un recorrido literario por la muestra Cindy Sherman / Richard Prince, organizado en el marco de la 10º edición de FILBA

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