Diario
Literatura

Back to the garden
Por Carol Bensimon

El miércoles 4 de septiembre, Malba Literatura organizó el encuentro de lectura Naturaleza urgente, del que participaron lesescritores Martín Caamaño, Claudia Aboaf, Mercedes Cebrián (España), Javier Montes (España)  y las artistas visuales Mónica Millán y Florencia Bohtlingk. La presentación y moderación estuvo a cargo de Cecilia Szperling.

Las lecturas fueron organizadas a un mes de la difusión de los incendios que destruyen la Amazonia y su biodiversidad. Respondiendo a la inquietud de lo que puede significar esta pérdida irreparable, invitamos a autores y artistas a leer y evocar obras que hicieran presente la naturaleza y las diferentes representaciones de la vida en nuestro planeta. Sin intentar producir una conclusión con respecto a este tema, la intención fue iluminarlo con imágenes y palabras que no fueron los de la prensa. Se leyeron textos y testimonios de los artistas invitados así como de autores que no estaban presentes como Eduardo Viveiros Castro, João Paulo Cuenca, traducciones de Elizabeth Bishop, y textos anónimos recogidos.  

El siguiente texto fue enviado por la escritora Carol Bensimon (Porto Alegre, 1982) y traducido por Martín Caamaño. No fue leído durante la fecha, de modo que optamos por compartirlo por este medio.

 

Back to the garden

Esto es en Alejandría, Egipto, 1957. Vemos un caos en el aire. Un grupo de ocho personas quema un muñeco con una estrella de David en una esquina. Un coche militar pasa y no hace nada. Algunas calles hacia el sur está mi abuelo, en un banco rígido del tranvía, sosteniendo la carpeta negra de cuero que contiene tres laissez-passer con visados para Brasil. Él ve el humo negro subir, una hilera negra de perturbación en el cielo del mediterráneo de Alejandría, pero su atención está un poco anestesiada: debe ser solo una más de esas cosas que están sucediendo desde que Gamal Abdel Nasser asumió el poder, cinco años atrás, o tal vez desde que Israel fue fundada tan cerca de allí, nueve años atrás. No quiere abrir la carpeta antes de llegar a casa. Su nombre es Elie Bensimon. Él siempre fue el tipo feo de las fotos. Él era el único que vestía una camisa en un grupo de hombres en traje de baño, una imagen que está hoy ahí en la caja de fotografías, cuya tapa metálica muestra dos monaguillos con sus ropas ondulantes blancas y rojas. Nunca entendí de dónde salió esa caja y por qué fue elegida para ser la depositaria de la parte más dramática -y más judía- de nuestra historia.

Él va a llegar al departamento de la rue de Thebes, en el barrio de Ibrahimieh. En breve casi todos los nombres de casi todos los lugares de Alejandría no serán más los mismos. Es solo una más de las cosas que él va a perder. Mis abuelos, Elie y Julia, y mi madre, Daniele, embarcan en un navío hacia América del Sur seis días después.

El tamaño de la aventura, de la incertidumbre y de la preocupación es algo difícil de imaginar cuando la imagen más fuerte que tengo de Elie Bensimon es la de su vida cómoda y perezosa de mediana edad: sentado en un sillón Eames pidiéndole una medida de whisky a mi abuela mientras, tal vez, canturrea algunos compases de una vieja canción árabe.

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Mi madre jugaba a los indios, pero a los indios norteamericanos. La bicicleta apoyada en la pared del pequeño departamento en Porto Alegre, sur de Brasil, era su caballo. Ella conocía el nombre de media docena de tribus, Sioux, Navajos, Comanches, Cheyennes, Apaches, Cherokees. Tenía muñequitos, iba al cine a ver westerns con el tío Eduardo. ¿Qué sabía ella sobre indios brasileños? Que los del sur habían sido catequizados por los padres jesuitas, lo estaba aprendiendo en la escuela, pero no visitaron las ruinas de la misión de São Miguel, a siete horas de ahí yendo en dirección a Argentina, y solo una vez vio a una vieja india cargando cestos en el centro de la ciudad. La mayoría de los indios estaban en el norte, en Amazonas. Nunca fue a Amazonas. Somos tres generaciones de personas que nunca visitaron el norte de Brasil, lo que no es nada sorprendente aquí, y sí es la regla. En un país continental con talento para el caos, el salvaje no nos interesa tanto como el civilizado.

En 1964 se instauró una dictadura militar en Brasil. No creo que a mi abuelo lo haya alterado ese súbito golpe a la democracia. Él estaba lejos de las ideologías de izquierda, de las canciones de protesta y de las listas de desaparecidos, viviendo la vida que recomenzaba en portugués. Incluso en los años sesenta, trabajó en la exportación de madera, y eso no lo llevó al Amazonas, pero sí al paisaje subtropical del Paraná, donde trató de enviar hacia todo el mundo grandes remesas de araucarias, el árbol más peculiar de aquel escenario, que recuerda a un paraguas torcido en un día de viento. Algunas de esas araucarias se volvieron palos de escoba en Alabama. Fueron las araucarias quienes compraron su sillón Eames y todo su inmenso departamento modernista, sus cuadros de artistas brasileños ya destacados en el exterior, los anillos de diamantes que le dio a mi abuela, y probablemente mi primer auto, mucho tiempo después.

En la época de los militares, había una preocupación excesiva con el Amazonas, no en el sentido de protección ambiental, sino de ocuparlo como un tablero de juego de estrategia para que la selva no cayera en manos de ustedes, americanos. Era lo que los generales estaban pensando en sus livings climatizados mientras mi abuelo, que prefería no meterse en política, despachaba madera en el puerto de Itajaí, Santa Catarina. Estoy hablando de más o menos 1969, y entonces debo añadir otra imagen en este retrato astillado de un país que, de cierta forma, siempre se detestó: hombrecitos que no terminaron la educación básica yendo a poblar la región del Amazonas porque el gobierno les ofreció aquellas tierras, talando entonces el pedazo que les toca y plantando como sea en aquel suelo pobre para la agricultura. Mandaron ganado dentro de aviones. Cuarenta años más tarde, uno de esos hombrecitos, João Saldanha, está en la sede del Ministerio de Medio Ambiente pagando una multa de 200.000 reales por un reciente y no autorizada deforestación. Paga sin pestañear una cantidad que la mayoría de los brasileños jamás verá en sus setenta y cinco años y medio de expectativa de vida.

El primera avance en el sentido de prohibir el derribo de araucarias exportadas por mi abuelo sucedió al final de la dictadura, con la Constitución de 1988. Nací seis años antes de eso, y como tengo poquísimos recuerdos de mis primeros años de vida, creo que ya lo conocí como un señor jubilado y un poco gordo.

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Hay nociones distorsionadas aquí sobre lo que es civilizado, sobre lo que es el progreso, sobre lo que es la riqueza, lo que tiende a ser una fuerte característica de los países subdesarrollados. Nuestras ciudades pequeñas quieren ser medias, nuestras ciudades medias quieren ser grandes, y nuestras ciudades grandes quieren ser grandes ciudades genéricas del mundo, no de Brasil. Tal vez la abundancia de naturaleza en nuestro territorio genere una negación de ese mundo natural, entendido como opuesto al “desarrollo” del país.  Cuando recorrí el interior de mi estado, Rio Grande do Sul, para escribir una road novelprotagonizada por dos chicas envueltas en una relación ambigua, quedé frente a frente con el ostensivo deseo brasileño de demostrar el ascenso social a partir de la supresión de la Historia (y de su relación con la naturaleza): así que es económicamente viable que los descendientes de italianos y alemanes sustituyan sus tradicionales casas de madera por construcciones sin personalidad, en completo desacuerdo con el paisaje. Y la mayoría se queda entonces dentro de sus casas de piso frio y luz blanca, delante de la televisión. Salir para hacer hiking en los alrededores no es ni siquiera considerado.

En Manaos, capital del estado de Amazonas y puerta de entrada a la selva, la negación del mundo natural es maliciosa, según me relata el fotógrafo Rodrigo Baleia, que trabajó en la región para Greenpeace entre el 2000 y el 2012. Casi no hay árboles en la ciudad, tampoco jardines. Manaos parece una gran periferia grisácea y precaria de casi dos millones de habitantes, donde ser considerado “indio” es una verdadera ofensa.

Yo me pregunto si el hecho de no tener el hábito de acampar o de observar insectos con lupas demuestra apenas una falta de educación ambiental, o si significa que, de alguna extraña manera, necesitamos negar la naturaleza y lo salvaje en busca de nuestro deseada porción de civilidad. Un libro de Rebecca Solnit, Savage Dreams, me ayuda a pensar en eso. El culto a la naturaleza es una construcción Victoriana; el surgimiento de la pintura de paisaje y de la creación de jardines llevó al hombre occidental a percibir el mundo natural, antes tan amenazador, como un fenómeno estético. De cierto modo, la fundación de los primeros parques nacionales norteamericanos puede ser vista como consecuencia de esa visión, la cual trae consigo, inevitablemente, la domesticación del paisaje; es preciso vaciarla de su Historia no occidental (pueblos indígenas que habitaban aquellas tierras) y de sus “peligros” para que visitantes motorizados puedan sacar fotografías de cascadas de agua los fines de semana.

En Brasil, estamos lejos de eso. Tal vez lo tropical no se deje domesticar, después de todo.

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Pero hasta las personas atraídas por lo salvaje –Loren McIntyre, y tantos personajes de Joseph Conrad– lo rechazan en algunos momentos de desesperación. Guardadas las debidas proporciones, es así que me siento ahora en relación a mi país. Pasé, recientemente, seis meses en el norte de California, en una cabaña en el condado de Mendocino. Fui a parar a Mendocino porque me sentí atraída por 1) paisajes dramáticos, pero sí, domesticados 2) el movimiento back-to-the-land 3) el cultivo de marihuana. En el momento en que termino una novela que tiene esos tres items como telón de fondo, me parece claro que mi vida, más allá de mi arte, también desea un saludable equilibrio entre naturaleza y civilización. Descubrí muchas cosas en Mendocino.  Caminando por la Main Street y viendo ocasionalmente vans pintadas de forma psicodélica, o escuchando las historia de nuevos amigos de ochenta años que yo no me imaginaba hacerme, me di cuenta de cuánto esta contracultura depende de un país que ofrece a sus individuos el mínimo de condiciones de supervivencia. Poder dormir dentro de una RV en el medio de la nada sin preocuparse en que te maten por causa de un iphone es, en el contexto global, un privilegio. Y no deja de ser irónico que, para apartarse del estado uno dependa, en cierto grado, de las garantías que ese mismo estado te da.

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A mi abuelo nunca le gustó el mato, entonces no sé qué pensaría sobre mi convicción de que debo mudarme a Mendocino porque la vida es corta. No digo que él quería exterminar las araucarias por odio -era solo un trabajo que tenía que hacer. Murió con Alzheimer, no se acordaba de nadie. Algunos meses después, nosotros vendimos la banqueta Eames y todos los otros muebles modernistas y los cuadros y los souvenirs de viajes y los utensilios de cocina y hasta unas viejas botellas de whisky. Yo me resistí a esegarage sale, ¿pero que se podía hacer? Quedaron la lata de las fotos, un escritorio sobre el cual ahora escribo –es de madera maciza, él se enorgullecía de eso–, una lámpara roja, y un cenicero de un hotel de Las Vegas que ya no existe, con el sugestivo nombre de Stardust. No le gustaba el mato, pero siempre le gustó Las Vegas y Houston. Nunca volvió a Egipto, nunca conoció el Amazonas.

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Este texto fue publicado en inglés en el programa de la pieza teatral The Encounter, representada en el teatro The Curran de San Francisco en 2017 y cedido generosamente por la autora para la lectura del Malba Naturaleza Urgente. Traducción del portugués: Martín Caamaño.

Carol Bensimon (Porto Alegre, 1982). Es escritora y traductora. En 2008 publicó su primer libro, Pó de Parede (Polvo de pared), traducido al español en 2015 por la editorial argentina Dakota. Su novela Sinuca embaixo d’água (Billar bajo el agua) fue publicada en 2009. En 2012 la revista británica Granta la seleccionó para formar parte del volumen “Los mejores escritores brasileños jóvenes”. En 2013 publicó Todos nós adorávamos caubóis (Todos adorábamos a los cowboys) traducido al español en 2014 por la editorial española Continta me tienes. Formó parte de la antología norteamericana McSweeney’s 46 (Los 46 de McSweeney) dedicado a la literatura policiaca latinoamericana. Es columnista de la revista brasileña Zero Hora. En 2018 su última novela O clube dos jardineiros de fumaça ganó el prestigioso premio Jabuti a mejor novela del año. Actualmente vive en Mendocino, California.

 

 

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