09.05.2022

La flecha y la espiral

Por Gabriel Pérez-Barreiro


Juan Del Prete. Figura sentada, 1945.

En un texto de 1961, Yente describía la obra de Del Prete como “una espiral, desarrollándose en la tercera dimensión”. [1] Esta imagen es notable porque proporciona una clave para comprender la peculiar posición que ambos ocupaban en su contexto artístico, así como su compleja relación con los movimientos de vanguardia de la época. También podría aportar algunas pistas con respecto a su relativo olvido hasta tiempos bastante recientes. [2] La clásica definición de la vanguardia, comenzando por el propio término militar vanguardia, es la de un movimiento de avance incesante, una flecha en vuelo, un tren a toda velocidad, un cohete lanzado al espacio. Ser vanguardista es tener una fe absoluta en la legitimidad de la causa, dejar atrás alegremente a los detractores, las convenciones y la duda como un lastre innecesario en la búsqueda de la verdad. Significa no tener miramientos. Yente y Del Prete no ocultaban su desagrado por la arrogancia contenida en esta actitud.

La espiral, por el contrario, es una imagen de duda y exploración, de perspectiva mudable. Permite cambiar de dirección, volver sobre una cuestión desde otro punto de vista. Avanza en el espacio, pero con una trayectoria serpenteante, que gira constantemente sobre su propio eje. En el caso de Yente y Del Prete, podríamos decir que sus ejes estaban determinados por sus inusuales personalidades y por sus respuestas un tanto intuitivas frente a los materiales con los que trabajaban. Ello les brindaba una gran convicción y fuerza interior, pero también volvía su trabajo más difícil de entender desde la perspectiva de la historia del arte, una disciplina arraigada, desde sus orígenes en la Italia renacentista, en un modelo progresivo, intelectualista y lineal.

Al observar la producción de Yente y Del Prete, podemos sentirnos fácilmente perdidos o confundidos. Si esperamos hallar una carrera organizada a lo largo de un eje de desarrollo convencional, es posible que nos sintamos frustrados. La mayoría de las muestras retrospectivas de artistas modernos siguen un modelo similar: la primera sala exhibe obras tempranas basadas en estudios académicos y dibujos figurativos. A continuación, vemos una gradual deconstrucción de esos modelos y la aparición de un estilo personal que cuestiona esa formación. Después llegamos a la primera etapa de un estilo que ha madurado, en el cual esas “conquistas” se consolidan en un lenguaje personal. También podemos encontrar un par de salas en las que el artista experimenta con sus “exploraciones” estilísticas, a menudo relacionadas con algún grupo o movimiento de artistas con ideas afines (surrealismo, arte concreto, expresionismo abstracto, etc.). Por último, dependiendo del artista, podemos tener un último período en el que se aparta del grupo, a la vez que experimenta con los límites de ese estilo. Este “viaje del héroe” del artista y su relación con la historia del arte es tan común que resulta casi invisible como recurso retórico.


Yente. Circo, 1941.

En el caso de Yente o Del Prete, una exposición de ese tipo sería imposible. Los lenguajes y estilos saltan de un lado a otro entre abstracción y figuración, formas definidas y marcas gestuales, color explosivo y monocromos apagados. Podemos detectar en las obras un eje y una sensibilidad comunes, pero su secuencia temporal escapa a una disposición organizada. En este sentido, ellos no son, en modo alguno, únicos. Importantes artistas modernos, como Joaquín Torres García, también presentan carreras que no encajan en categorías acordes con lo esperado. Este, por ejemplo, en la década de 1940, en el apogeo de su interés por la abstracción, hizo una serie de retratos de “hombres célebres” (incluyendo figuras tan diversas como Velázquez, Churchill, Stalin y Bolívar) que parecerían negar sus obras constructivistas, pero es otro caso de un artista que no aceptaba tomar decisiones categóricas que limitaran su libertad de pasar de la abstracción a la figuración, la naturaleza muerta, el paisaje, el retrato o cualquier género o medio que eligiera. Por eso, también fue finalmente considerado sospechoso por artistas como Tomás Maldonado o el grupo Madí, que juzgaban lo que veían como falto de convicción y coherencia más que como un compromiso con la libertad artística.

Esta contradicción entre una idea abierta y exploratoria de la libertad artística y un modelo de progresión normativo y disciplinado se sitúa en el centro del proyecto moderno. Al querer partir de una tabula rasa, “hacerlo nuevo” (Ezra Pound), muchos artistas de la vanguardia establecieron una pauta moral y estética que valoraba la coherencia antes que la indagación, la teoría antes que la praxis, la certeza antes que la duda, y el discurso antes que la experiencia. [3] El entusiasmo por instaurar un sistema artístico enteramente nuevo, libre de las obligaciones del ancien régime, significaba que el individualismo y la duda eran considerados puntos débiles y falta de carácter. Este absolutismo moral también aparece en las dos grandes invenciones políticas del período moderno: el comunismo y el fascismo.

Yente y Del Prete claramente no seguían este modelo; en cambio, eligieron ver su obra como un proceso continuo de exploración y descubrimiento personal. Como Yente escribió sobre Del Prete: “Ser él es experimentar”, como si esto fuera una condición inherente e ineludible de su personalidad. [4] Por eso, si bien es cronológicamente cierto que Del Prete produjo sus primeras obras no figurativas en la Argentina a principios de los años 30, esto no lo vuelve automáticamente un precursor de los artistas concretos y Madí de los 40, que fueron los primeros en adoptar una actitud de avanzada en Buenos Aires, con sus manifiestos, declaraciones, revistas y provocaciones. [5] De hecho, este mismo espíritu vanguardista combativo y arrogante era aborrecido por Yente y Del Prete, y a menudo comentaban su aversión por él. Yente estaba orgullosa porque Del Prete “no se ha abanderado a una tendencia exclusivista. No ha lanzado manifiestos ni construido teoría”. [6] Frente al dogmatismo de la vanguardia representada por Maldonado, Kosice et al., Yente y Del Prete parecían satisfechos en la posición de una cierta arrière-garde, al no querer renunciar a creencias indudablemente humanistas en el valor de la creación artística, el placer, el humor y la experimentación ecléctica.

 

Fragmentos extraídos del ensayo "Una cierta falta de coherencia: Yente – Del Prete", publicado en el catálogo de la exposición Vida Venturosa, Malba, 2022.  

Notas

1. Yente, “Cronología de la trayectoria artística de Del Prete”, en Del Prete: Pintura Montada Primicia, Buenos Aires, Galería Van Riel, 1962.
2. En este ensayo me refiero principalmente a Yente y Del Prete como una unidad, debido a su estrecha relación personal y artística. De esto no debe inferirse que no hay diferencias importantes entre los dos artistas, pero esas diferencias no son el tema de este estudio.
3. Como lo expresa Boris Groys: “Especialmente en la modernidad, esta obligación hacia lo nuevo queda oculta por una retórica de la libertad artística, en la que la conexión entre libertad e innovación se extiende a menudo muy ingenuamente”. Boris Groys, “La lógica de la colección”, en La lógica de la colección y otros ensayos, Barcelona, Arcadia, 2021, p. 41.
4. Yente, “Cronología de la trayectoria artística de Del Prete”, op. cit.
5. La discusión sobre el estado de “precursor” de Del Prete se presenta más claramente en Nelly Perazzo, El arte concreto en la Argentina, Buenos Aires, Ediciones de Arte Gaglianone, 1983.
6. Yente, Anotaciones para una semblanza de Juan Del Prete, Rosario, Ivan Rosado, 2019, p. 10.


 

“Para esta elite el mundo revolucionario no está en el futuro, sino en el pasado.
El presente es el caos, la nostalgia es el inicio del orden”. —Carlos Monsiváis1

“Liberarse del miedo al futuro, fijando ese futuro como presente: el fundamento del intervencionismo keynesiano
y el de las poéticas del arte moderno es el mismo”. —Manfredo Tafuri2

 

Nostalgia para ordenar el caos del presente y Plan para neutralizar el miedo al futuro: en la encrucijada de estos dos impulsos nace la cultura arquitectónica de vanguardia en la década de 1930 en Latinoamérica. Nostalgia y Plan: toda indagación sobre las vanguardias latinoamericanas debe afrontar el problema de una cultura arquitectónica cuya configuración moderna reconoce ese origen cruzado. Especialmente, el modo en que afecta la propia noción de vanguardia. Ya que no se puede pensar esa noción sin ver el modo en que la arquitectura, en tanto materialización urbana de sus postulados, la encarna y resignifica. La vanguardia arquitectónica no sólo ofrecerá su Plan al conjunto de la vanguardia, como modo de configurar el ordenado mundo moderno que ella imaginaba o presuponía, sino que introducirá, por definición, al actor fundamental de la renovación vanguardista en Latinoamérica: el Estado, promotor privilegiado de aquellos impulsos contradictorios.

Horacio Coppola. Sin título (Hotel Plaza), 1936
Horacio Coppola. Sin título (Hotel Plaza), 1936.

En la década de 1930 la arquitectura se encuentra con el Estado para poner a prueba los postulados de vanguardia elaborados la década anterior, y haciéndolo comienza a completar un paisaje que en el resto de las manifestaciones artísticas o literarias apenas se había esbozado, tensando nuestra concepción de la vanguardia latinoamericana al límite de su reformulación. En efecto, ¿cómo hablar de vanguardia si la principal tarea que se autoasignó en Latinoamérica fue la de construcción de una tradición? Esa tarea comienza a formularse en los años veinte, preparando el terreno para el actor que rápidamente se va a mostrar en condiciones de ponerla en práctica, el Estado nacionalista benefactor que surge de la reorganización capitalista post-crisis y se continúa en el Estado desarrollista de los años cincuenta. Así, a través de la arquitectura, vanguardia y Estado confluyen en la necesidad de construir una cultura, una sociedad y una economía nacionales. De tal modo, queda cuestionado en toda la línea el conjunto de postulados con que se asocia clásicamente a la vanguardia: la negatividad, el carácter destructivo, el combate a la institución, la destrucción de la tradición, el internacionalismo. Tal la especificidad con que la experiencia de la arquitectura ilumina retrospectivamente al conjunto de la experiencia vanguardista clásica en Latinoamérica.

Pero si todos esos postulados clásicos quedan cuestionados, ¿vale la pena seguir hablando de vanguardia en América Latina? La conciencia de ese desfasaje de origen generó en la crítica la necesidad de la adjetivación: las vanguardias en nuestros países no suelen ser vanguardias a secas, sino “vanguardias atenuadas”, “vanguardias reactivas”, “vanguardias clasicistas”, “vanguardias oficiales”, “vanguardias tropicales”, definiciones que, en muchos casos, aparecen explícitamente como contradicción en los términos. La última estación del largo debate sobre el carácter original o derivativo de nuestras producciones culturales (esa estación que en Brasil tomó forma a partir de la aguda formulación de Roberto Schwarz sobre el “lugar” de las ideas), en los años noventa entró en un estado de aplacamiento sin resolución en el que se generó una serie de recaudos, formulados bajo la forma de la adjetivación. A diferencia de lo que sucedía antes de que esa última estación del debate sobre la identidad refinara nuestra percepción de la complejidad de los contactos culturales, esta adjetivación no revierte necesariamente ahora en una mirada despectiva o irónica sobre el sustantivo local (muchas veces ocurre lo contrario). La antes ineludible noción de “influencia” ha pasado, al menos en los campos historiográficos más sofisticados, a mejor vida. Gracias a investigaciones que han mostrado la fuerza de la circulación de las ideas en la Modernidad, las nociones de centro y periferia se conjugan en plural dejando atrás el tiempo en que, para celebrar o denostar a las vanguardias, se las tomaba como versiones, más o menos logradas, más o menos degradadas, de sus modelos de referencia. 

Miguel Covarrubias. George Gershwin, An American in Paris, 1929
Miguel Covarrubias. George Gershwin. An American in Paris, 1929.

Ahora bien, eliminada la noción de influencia, eliminada la visión simplista de una vía de mano única entre un modelo central y su aplicación periférica, lo que se ha generalizado como sentido común de la indagación historiográfica es una especie de suspensión del juicio, que si en una primera instancia ha permitido una multiplicación de estudios de caso que demuestran todo lo que se ha podido comenzar a ver con nuevos esquemas conceptuales, muy rápido ha comenzado a mostrar los límites. En especial, porque la suspensión del juicio le impide a las investigaciones locales contribuir con la renovación conceptual e historiográfica del problema global; es decir, más allá de normalizar lo que antes se veía como degeneración, se pierde la posibilidad de poner en tela de juicio la propia norma sobre la que ese sistema de valores se montó. De tal modo, la adjetivación de nuestros casos locales puede ser un esfuerzo encomiable de precisión pero, al mismo tiempo, un atajo para evitar la discusión sobre los sustantivos y sobre el sistema de valores que los produjo y que, esto es lo más importante, continúan llevando en muchos casos grabado, como lateralmente termina confirmando la propia necesidad de la adjetivación.

Porque, al menos en el caso de las vanguardias, ese sistema de valores no fue, simplemente, como pudo parecer al comienzo del debate postmodernista, un molde interpretativo calzado a posteriori de un objeto histórico transparente, sino una parte activa en su propia producción. Al menos en el caso de las vanguardias, no alcanza con la convicción postmoderna de que no hay copia porque no hay original: esa convicción para la cual tempranamente Silviano Santiago encontró inspiración en Borges. Porque la idea de un conjunto de valores originales que debía ser extendido y aplicado fue una componente esencial en el desarrollo mundial de las vanguardias, tanto en los ejemplos centrales como en los periféricos. Y el problema que esto configura para el análisis histórico crítico es doble, ya que requiere la atención hacia la heterogeneidad conflictiva de ese universo de valores y, al mismo tiempo, hacia la enorme distancia que inevitablemente toman de él las prácticas efectivas de cada vanguardia, distancia la mayor parte de las veces, opaca para sus propios protagonistas. Es decir, lejos de desentenderse de la existencia de modelos de referencia, o menos aún de suspender el juicio sobre ellos, se trata de intentar aferrar la viscosidad que su existencia programática le confiere a todo el episodio vanguardista, y no sólo a sus manifestaciones periféricas.

Esta es una de las razones por las cuales todavía hoy es muy complicado, también respecto de las manifestaciones “centrales”, apelar a una definición satisfactoria de vanguardia para abordar el estudio histórico de algunos de sus fragmentos. Su dificultad podría pensarse similar a la que encontraba Proust cuando ponía su alma a bucear en los recuerdos, porque también el concepto de vanguardia debe ser a la vez el guía en la búsqueda y el propio territorio confuso donde se debe buscar. Esto es así, porque las vanguardias fueron el resultado combinado de una producción histórica y una restricción crítica. Las prácticas grupales o individuales de los artistas, escritores o arquitectos fueron contemporáneamente resignificadas por los críticos militantes (muchas veces los mismos artistas) que se encargaron de recortar puntillosamente lo que era vanguardia de lo que no lo era, produciendo intrincados mapas cuyas fronteras, hechas de prescripciones y censuras programáticas, forman un puzzle cambiante que reorganiza cualquier definición de vanguardia cada vez y de modo casi completamente ad hominem. Y eso ha seguido funcionando de modo idéntico mucho tiempo después de agotado el episodio, prolongando durante casi todo el siglo XX un combate entre historias oficiales y herejías, típico de las formaciones políticas de izquierda, cuyo deslinde debería preceder toda definición.

Horacio Coppola. Avenida de Mayo entre Bolívar y Perú 
1936
Horacio Coppola. Avenida de Mayo entre Bolívar y Perú, 1936.

En efecto, lo que entendemos por vanguardia parece haber sido un conjunto plural de intrincadas tramas en que se cruzan producciones estéticas, vidas de artistas, manifiestos, programas, posiciones políticas, valoraciones críticas, apelaciones genealógicas o postulados filosóficos. Muchas veces encontramos esas tramas funcionando como “formaciones culturales” más o menos homogéneas, de acuerdo a la categoría de Raymond Williams; pero muchas otras, como agregados heterogéneos de bordes difusos, compartiendo algunos de sus componentes con las formaciones rivales o simplemente diluyendo o contradiciendo otros en sus propias prácticas. Desde nuestro punto de vista, esto permite entender el grado de parcialidad facciosa de las propias definiciones que esas formaciones estaban contemporáneamente realizando. Una parcialidad que se vuelve muy importante para nuestro objeto, porque no se vincula sólo con las encrucijadas individuales de tal o cual artista o crítico, sus posiciones políticas, embanderamientos estéticos, producciones doctrinarias o interpretaciones críticas, sino también con el hecho de que cada disciplina artística ha planteado límites objetivos a las aproximaciones teórico-críticas que, sin embargo, se han querido universales (un ejemplo obvio es la marca de la afinidad electiva de Adorno con la música, en su perspectiva general sobre el arte moderno); y de que cada artista, crítico o movimiento mantuvo una relación diversa con tradiciones nacionales muy variadas o con contextos metropolitanos completamente diferentes (las marcas de París y Berlín en los movimientos dadá respectivos son otro ejemplo evidente). Cada definición de vanguardia viene marcada, entonces, con una peculiar clave genética que supuso selecciones, muchas veces conscientes y combativas y muchas otras espontáneas y contingentes, que pueden ser completamente trastornadas a la luz de nuevas claves sobre lo que incorporaron u omitieron, pero que conviene no desechar como “error” o “ideología”, porque en todos los casos son parte sustancial del objeto y de las prácticas que intentaban definir.

Veamos un ejemplo que nos introduce más directamente en nuestra cuestión y que, por ser más reciente, asume con menos conflictos el papel de teoría: ¿qué quedaría de la definición ya canónica de vanguardia que dio Peter Bürger, como lo destructivo por excelencia, si la interrogáramos desde la arquitectura, disciplina cuyo sentido sólo puede radicar en la construcción? Ofreciendo una teoría, Bürger muestra al mismo tiempo la continuidad de las batallas por el recorte legítimo del concepto (su polémica era con la apropiación del concepto que hacían las neovanguardias de los años sesenta). El particular foco de Bürger en los aspectos anti-institucionales de las vanguardias explica que no haya dedicado una sola línea de su libro a las vanguardias constructivistas o neoplasticistas. Pero hoy sería inimaginable no incorporarlas: el problema es bajo qué forma conceptual.

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Fragmentos extraídos del ensayo “Nostalgia y Plan: el Estado como vanguardia”. Versiones de ese texto han sido publicadas en dos libros del autor: Das vanguardas a Brasília. Cultura urbana e Arquitetura na América Latina, Belo Horizonte, Editora UFMG, 2005; y Correspondencias. Arquitectura, ciudad, cultura, Buenos Aires, Nobuko, 2011.

El miércoles 22 de julio, Adrián Gorelik brindará una charla sobre arte, ciudad y vanguardias como parte del curso Latinoamérica al sur del Sur

 

Notas

1. “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, en AAVV, Historia General de México, volumen 4, El Colegio de México, México, 1976.

2. “Para una crítica a la ideología arquitectónica”, en M. Cacciari, F. Dal Co y M. Tafuri, De la vanguardia a la metrópoli, Gili, Barcelona, 1972.

3. Roberto Schwarz, “As idéias fora do lugar”, Novos Estudos, CEBRAP 3, San Pablo, 1973.

4. Silviano Santiago, “O entre-lugar do discurso latino-americano”, Una Literatura nos Tropicos. Ensaios sobre Dependencia Cultural, San Pablo, Editora Perspectiva, 1976.

5. Cfr. Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1987 (Frankfurt, 1974). Esto fue advertido sagazmente por Helio Piñón en la introducción que realizó para esa primera edición castellana (y que lamentablemente no fue reproducido en la nueva edición que se lanzó recientemente).


23.03.2020

Las Cosas de Rubén Santantonín

Por María José Herrera
Rubén Santantonín. Cosa, ca. 1963.

Artista autodidacta, Rubén Santantonín hizo su primera aparición pública a fines de los 40 con una imagen geométrica, muy en boga en aquellos años del arte concreto. Pero fue a principios de los 60 cuando llamó la atención de otros artistas como Luis Felipe Noé y Kenneth Kemble, quienes le presentaron a Germaine Derbecq, de la galería Lirolay, dedicada a la promoción del arte emergente. Santantonín ya no era un joven entonces, tenía 42 años, pero sus collages, relieves y cosas estaban en indudable sintonía con los artistas de vanguardia que provenían del informalismo. ... Seguir leyendo


En los años veinte irrumpió la renovación estética en Argentina. Y lo hizo a través de dos grupos estético-literarios, antagónicos y complementarios a la vez, que constituyeron su gesto inaugural: Florida y Boedo. Los jóvenes de Florida, descendientes en su mayoría de las clases que tradicionalmente administraron la cultura argentina, incorporaron procedimientos vanguardistas en la renovación formal de la literatura argentina; sus principales representantes fueron Jorge Luis Borges, Xul Solar, Oliverio Girondo, Eduardo González Lanuza, Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Norah Lange, Francisco López Merino, Cayetano Córdova Iturburu, Roberto Ledesma, Santiago Ganduglia, Luis Cané. Los de Boedo, en cambio, eran de izquierda, creían en la función social del arte y provenían de familias de origen inmigratorio pertenecientes a los sectores populares; sus nombres más importantes fueron Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, Roberto Mariani, Álvaro Yunque, Lorenzo Stanchina, César Tiempo (seudónimo de Israel Zeitlin). La disputa estético-ideológica que sostuvieron en los años veinte condensa muchos de los debates que atraviesan el siglo veinte: la función de la literatura y sus vínculos con la política, la sociedad y la cultura; la experimentación formal y los usos del realismo en la representación de la sociedad; la búsqueda de un arte puro y las mil formas de un arte revolucionario.

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