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Luz y Fuerza
Por Noelia Billi

¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? El arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio.

Luz y Fuerza es un sintagma que, en Argentina, remite inmediatamente al sindicato de los trabajadores del gremio de la energía eléctrica. Sin dudas, la ocurrencia de aquellos tucumanos agremiados en 1919 es un hallazgo que sintetiza no solo la estructura económica de nuestra época sino también la anímica. Las sociedades modernas se lanzan con voracidad hacia la electricidad como fuente de esa particular forma de la energía que aúna la capacidad de alumbrar y de movilizar, encandiladas por una promesa de desarrollo que supone un crecimiento sin límites. Para los habitantes de las ciudades, la luz y la fuerza proviene de una tecla o un enchufe, conectados a un cable de extensión insondable, una especie de milagro pagano. Una confianza irreflexiva nos convence cada día de que nuestros esfuerzos se verán recompensados y ese salto de fe que nos impulsa a cruzar el abismo entre la cama y el mundo se cifra en el gesto mínimo de apretar un interruptor y que se haga la luz. ¿Pero qué sucede cuando este milagro cotidiano falla? Los días sin electricidad son temporadas de desesperación en las que el fin del mundo no es temido sino algo deseado, en las que el no future se hace palpable. Asistir estupefactos al desmoronamiento de las estructuras más simples de la vida puede resultar insoportable y no es otro el caldo de cultivo de toda revuelta. El tan temido corte de luz es una escena moderna que guarda el sedimento de terrores ancestrales, cuyo paradigma en todas las culturas es el eclipse total del sol. Al igual que la mayoría de las comunidades que conocemos, el pueblo de los modernos se sostiene en una mitología que idolatra al sol. Pero a diferencia de muchas otras sociedades, las occidentales han elegido el camino de la idealización de ese fuego abrasador que nos observa desde lejos, de allí que el sol se haya convertido tempranamente –en la antigua Grecia– en una imagen a partir del cual se moldearon los conceptos de lo que, animando el mundo material, lo trasciende: una divinidad meta-física.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Las pajilleras, 2016.

Hay quienes aseguran que es allí, en el inicio de la tradición occidental, donde la especial relación que las plantas tienen con el sol y la tierra sirvió de modelo para pensar eso que desde la modernidad llamamos naturaleza. La adoración de un Dios que permite la visión pero no puede ser visto sino de forma indirecta es la fuente real e imaginaria de la vida sobre esta tierra. Así lo enseñan las plantas, talismanes místicos que sacrifican su vista para acceder al secreto que permite atravesar el umbral entre lo viviente y lo inerte, sede alquímica de la transmutación de la luz inorgánica en fuerza formadora que pulsa en la materia organizada. Tomamos de las plantas su fascinación por el sol y esperamos transformarnos en heliotropos, las bellas flores giratorias de una naturaleza en la que queremos arraigarnos porque nos imaginamos separados. Aspiramos a ser plantas, a imagen del sol, nuestro dios, sobre la tierra; como si fuéramos pequeños destellos especulares que interiorizan su luz y la reproducen al infinito.

 


Nicolás Domínguez Nacif. Ojos de gato, 2020.

Se repite a menudo, siguiendo a antropólogos como Philippe Descola, que Occidente se ha forjado un destino a fuerza de naturalismo, es decir, que todo lo que existe está hecho con los mismos materiales y su diferencia reside en lo que esa materialidad cobija, una interioridad. Como si cada viviente fuera un contenedor hueco que adquiere especificidad en la medida en que es animado, desde adentro, por una fuerza ígnea que le es exclusiva. Así lo señalaba Aristóteles cuando pensaba que el cuerpo, en los seres vivos, es un instrumento del cual el alma se sirve, y que es la suma de sus diferentes facultades lo que provee de una mejor y más sofisticada existencia (en una jerarquía natural que tiene por umbral inferior al alma nutritiva y en su cúspide la intelectiva). Es también la que decreta la Biblia (somos polvo a la espera del soplo divino) y la ciencia moderna (los átomos organizados en sistemas complejos vivientes se diferencian desde el interior). ¿Pero qué sucede ante la crisis de los grandes relatos que estructuran las sociedades contemporáneas (el progreso como fuerza motriz de un futuro mejor sobre la tierra, el iluminismo como confianza en la razón humana desprovista de raigambre divina)? En el ámbito de las prácticas artísticas, dominio de la imaginación y la búsqueda por reconfigurar los límites de lo sensible, una crisis es el caldo de cultivo para generar respuestas creativas ante el hartazgo por ese modo de ordenar el mundo, impulsando el abandono de la distribución naturalista que conforma nuestro sentido común. En este sentido, no debería sorprendernos encontrar entre estas búsquedas un sutil pero sostenido totemismo, es decir, una apuesta por agruparnos en grandes parentelas (que para nosotrxs son interespecies e interreinos) identificándonos física y anímicamente con otros seres según principios que nos son comunes. ¿Qué relaciones son las que necesitamos imaginar en un mundo opresivo, desencantado, donde imperan los mandatos economicistas y donde todo es un quid pro quo? ¿Qué hacer ante la claustrofobia por habitar un mundo bajo el peso insoportable de un cielo caído? ¿Cómo generar aire, soplo, movimiento? Algunxs artistas se han volcado así al plantismo, la observación, mímesis y alianza con el mundo de las plantas; se plantean un cultivo paciente de las relaciones con el mundo que reconocemos en el modo de existencia vegetal (modular, plástico, sésil, de una lentitud que nos desespera y una forma de emisión de signos e imágenes que no comprendemos del todo). Siguiendo, quizás sin saberlo, la lógica de los pueblos amerindios, el arte nos propone a veces pararnos sobre ese mismo cielo, tenerlo como suelo mientras otro cielo se dibuja, constituirnos como la cuerda tensa que expande el tiempo y el espacio manteniendo unidos a la tierra y al fuego; identificarnos, pues, con el alma vegetal, nutricia y generativa. Se vislumbra así una espiritualidad de un signo nuevo: una que no reniega de esta tierra para elevarse mejor, sino que mima el amor inmundo que las raíces de las plantas nos enseñan. Compostando mundo en la oscuridad de los suelos inaccesibles a nuestro ojo desnudo, las plantas (y como ellas, nosotrxs) hunden el sol en la tierra, y la transforman en amasijo de humus, raíz, aire, hongo, agua. Una espiritualidad que no es otra cosa, quizá, que la escansión tenaz del mundo donde luz y fuerza se anudan porque el sol no está por encima sino en ella, y a través de ella dentro de la tierra. El sol no es su Dios sino su aliado, una conexión singular y de singular poder y ferocidad.

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Este ensayo fue comisionado especialmente para acompañar la exposición Luz y Fuerza. Arte y espiritualidad en el nuevo milenio.

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