11.05.2020

Un tiro en el corazón

Por Sérgio Sant'Anna

Aunque vivían en Río de Janeiro, en 1954, mis padres me mantenían interno en el Colegio San José, de los hermanos maristas, en el barrio de Tijuca, en la misma ciudad. Brasil vivía una crisis sin precedentes, después de que mataron a un mayor de la Fuerza Aérea en un atentado contra el político Carlos Lacerda, el mayor enemigo del presidente Getulio Vargas.

... Seguir leyendo


27.04.2018

La crisis española

Por Jordi Carrión

“Desde que se le murió el marido, como que no es la misma”, me susurra Juan. Yo la recordaba muy locuaz y muy quejica: me ha sorprendido verla sentada en un rincón, calladísima. Tiene setenta años, ojeras dramáticas y a sus espaldas toda una vida en esta finca; tiene –también– un exceso de soledad, que siempre ha tratado de aliviar con el noble arte del cotilleo. “Llegaba a las reuniones de escalera”, le susurro yo a Juan, “con nuestros trapos sucios y con una batería de insinuaciones y de reclamaciones”. Me dice: “Da un poquito de pena, la verdad: quién la ha visto y quién la ve”. ... Seguir leyendo


06.03.2017

Mes de la mujer
Cruce de caminos

Por Sheila Kohler

En el Mes de la Mujer, en un año en el que se están organizando manifestaciones masivas en nuestro país y el mundo contra la violencia a las mujeres, compartimos este relato de Sheila Kohler, escritora sudafricana cuya obra aún está inédita en español. ... Seguir leyendo


20.08.2015

Temblores del otro lado del mundo (2011)

Por Santiago Nazarian

No lo entiendo, yo leo los diarios, barro la red, pero no hay nada sobre mi desesperación... Mi angustia no es histórica. Mi historia es subjetiva. Siguiendo mis propios pasos en la arena, en una playa desierta, yo de cierta manera daba adiós a mi juventud.

Fin del verano, yo avanzaba en los treinta años, despidiéndome de mi vida de muchacho en Florianópolis, en una madrugada, caminando. El mar justo al lado de casa, el fin de una oportunidad. La isla era lo máximo, pero no era suficiente, y yo sabía que debía volver a San Pablo. Luego de un año viviendo en un pueblo de pescadores, me preparaba para enfrentarme a la mediana edad.

En aquella madrugada, caminé por la playa dejando sueños y lágrimas atrás, inseguro de lo que estaría por venir. En aquel mismo momento, del otro lado del mundo, doce horas adelante, otros sueños se desmoronaban. Las olas que reculaban de mí avanzaban en tsunamis. Un terremoto de 8.9 en la escala Richter azotaba a Japón. Y yo no tenía nada que ver con eso.


31.07.2015

El día en que se murió Perón

Por Santiago Loza

El primer recuerdo que tengo es el día en que se murió Perón.

Yo estaba en el patio, apenas había cumplido tres años. Jugaba con un muñeco en forma de perro, peluche marrón oscuro, símil caniche. Tuve a esa mascota durante años… (hasta los siete o más, donde me la quitaron o escondieron, pero esa es otra historia). Fuimos inseparables. Está conmigo en ese, mi primer recuerdo.

Sentados en el patio del fondo, era el invierno y creo que había sol. La siesta probablemente. Había pasto escaso y amarillo.

Mi hermana más grande, Carolina, estaba con su mejor amiga Mariela (que muchos años después se casó con un delincuente, se puso muy gorda y al final padeció un cáncer fulminante).

Ellas jugaban al elástico. Misteriosamente no estaban en clase.

Mi recuerdo es difuso.

Estamos los tres (los cuatro contando mi perro) en ese patio invernal, de provincia seca y desesperanzada. Y mi hermana me cuenta que ha muerto Perón. Creo que ahí descubrí el asombro. No entendía bien de qué se trataba la muerte (tampoco sé si ahora lo comprendo); pero la muerte de Perón me resultaba imposible.

Perón no se muere. Traté a mi hermana de mentirosa, pero ella y su amiga juraron y perjuraron que decían la verdad. Perón había muerto ese día.

No creo que entendiera a mis tres años la importancia histórica de Perón. Dudo saber quién era. Pero, mi primer recuerdo, es peronista.

Es un misterio el por qué la noticia tuvo ese primer impacto. Perón no era querido en mi familia. Era motivo de insulto de padres y abuelos.

A los tres años, intuí que había seres que no morirían nunca. Lo supe con Perón, sin saber de quién se trataba. La muerte de Perón entró a mi parte no consiente. A mi memoria más remota. El primer asombro. La primera noticia de la muerte.


29.07.2015

Me acuerdo

Por Laura Alcoba

Estaba en mi casa, en París, en compañía de un viejo profesor de literatura. Hablábamos de La Dorotea de Lope de Vega –del lugar que ocupa la música en la novela, del lenguaje amoroso del cuerpo. De la mirada y de todo lo que se dice a menudo entre líneas, en las burbujas de silencio, cuando los objetos y los gestos toman el relevo de las palabras. En realidad, era él el que hablaba – yo tomaba notas, minuciosamente, volvía a ser estudiante frente a él, impresionada por la erudición del hombre que tenía delante de mí.

De repente, se soltó un resorte en la parte inferior del sillón en el que estaba sentado. Luego otro, produciendo un ruido metálico y sordo a la vez, como la cuerda de un contrabajo que se hubiera roto de golpe. No me atreví a interrumpirlo –pero mientras él seguía hablando, yo veía resortes e hilos de crin vegetal caer en masa al suelo. Un trozo de tela sucia y gastada se despegó entonces, llevándose consigo algunos clavos oxidados, y el viejo sillón terminó vomitando todo su relleno. Recuerdo haber visto al célebre profesor hundirse, como si todo se desinflara debajo de él. Esta vez, estuve a punto de decirle algo –pero permanecí muda, con la mirada fija en el sillón que se iba vaciando. Una vez terminada nuestra entrevista, se levantó y lo acompañé hasta la entrada. No se dio cuenta de que tras su paso el asiento había quedado destripado. Mientras cerraba la puerta detrás del profesor, recuerdo haber pensado en un viejo dibujo animado, Mister Magoo.

Cuando se fue, encendí la radio en la cocina –puse France Inter. Me costaba mucho entender de qué hablaban. Por un momento creí que era una ficción radiofónica. Pero terminé percatándome de que no, las palabras de la radio no eran las de una ficción –entonces encendí la tele y me quedé inmóvil, largos minutos, frente a la pantalla, cerca del sillón destripado. Era el 11 septiembre de 2001.


23.07.2015

Sudáfrica

Por John M. Coetzee

En 1962, dejé Sudáfrica y me mudé a Londres. Quería cortar toda relación con mi tierra natal. Deseaba vivir en una ciudad del mundo, ser poeta, experimentar la agonía y el éxtasis que suponía formaban parte de la vida un poeta.

Pero Londres era frío y hostil. Los periódicos anunciaban la amenaza de la guerra. Los americanos habían instalado misiles nucleares en Turquía, apuntando a Moscú y ahora los rusos estaban instalando sus propios misiles en Cuba, apuntando a Washington. El ambiente estaba cargado de marchas y contramarchas, de amenazas y denuncias.

Gran Bretaña tenía sus propios escuadrones de bombas nucleares listos para atacar Rusia. Por lo tanto, si las hostilidades se desataban, los rusos atacarían Gran Bretaña sin dudarlo. La isla sería borrada del mapa. Yo, un joven del lejano Sur que nada tenía que ver con esta belicosidad del Norte, sería aniquilado junto con todos los poemas que aún no había escrito.

Liderados por el anciano filósofo Bertrand Russell, decenas de miles de británicos marcharon a favor de la paz y el desarme. Fueron ridiculizados en los medios. Me uní a una de las concentraciones en Trafalgar Square, en el corazón de Londres. Era la primera manifestación en la que participaba en mi vida: en Sudáfrica todas las manifestaciones políticas estaban prohibidas.

Los cielos sobre Londres estaban grises, la multitud era sombría. Podíamos morir al día siguiente, podíamos morir en ese mismo momento. Ni siquiera seríamos capaces de escuchar nuestra muerte llegar. Habría un gran destello de luz y ese sería el final.


Para una niña japonesa que nació justo después de que terminara la ocupación americana, nada era más sencillo de entender que la historia de su país. Olvídense de los detalles. Todo lo que tenía que saber era que el pasado de su país estaba dividido en dos períodos, el bueno y el malo, o, antes de la Guerra y después de la Guerra. Le contaron que las cosas habían sido terribles en su país antes de la Guerra. Naturalmente, la Guerra en sí había sido terrible. Y su pueblo también se había comportado de forma terrible, tan terrible que de hecho merecían lo que obtuvieron, incluyendo el Little boy en Hiroshima y el Fat man en Nagasaki que afortunadamente habían puesto fin a toda esa locura. Estaba agradecida de haber nacido después de la Guerra, sabiendo que los días oscuros –los días negros– habían terminado y que de allí en más todo iría cada vez mejor. “Feudal” es la palabra que aprendieron los adultos para desdeñar cada uno de los vestigios de su pasado, el país entero le daba la despedida a la “feudal” esto y el “feudal” aquello... Un bowl de arroz era considerado feudal, y debía ser reemplazado por brillantes rebanadas de pan blanco que como todos sabían, te volvía más inteligente. Los budines de arvejas eran feudales, mejor reemplazarlos por cremosas y esponjosas tortas que como todos sabían te hacían más fuerte. Los vendedores de Tofu debían desaparecer porque había que comer bistec. El futon debía ser reemplazado por la cama. El kimono por los pantalones y los vestidos. Los caracteres chinos debían ser reemplazados por signos fonéticos. Tal vez en una década o dos, los japoneses alcanzaríamos a ser tan inteligentes como los Americanos.

Este agosto se cumplen 70 años del ingreso de Japón a este dichoso estadío histórico. Setenta años es mucho tiempo. La niña que nació después de la Guerra es ahora una mujer aproximándose al invierno de su vida. Sin sorpresa, ella, como otras personas en su país, está finalmente comenzando a comprender que algo terriblemente ominoso estaba ocurriendo mientras ellos se deshacían alegramente de su pasado. Y ahora, claro, es demasiado tarde. Fueron arrastrados a un país que apenas se conoce a sí mismo, un país que apenas tiene historia. Qué triste es que sea este saber el que ella deba llevar a la sepultura.