30.04.2020

Vertical: la ciudad y los emblemas de poder

Por Christian Ferrer
Leandro Erlich. La democracia del símbolo, 2015.

I

En el principio no era el obelisco, sino la pirámide. El porte de barro y ladrillos era más bien modesto, unos quince metros de altura, pero su pujanza simbólica ha de haber sido intensa. Fue el primer monumento patrio, instalado en la Plaza de Mayo –originalmente Plaza de la Victoria– el 25 de mayo de 1811 por orden de la así llamada Junta Grande de las Provincias Unidas del Río de la Plata y con el fin de homenajear el primer aniversario de la Revolución. Erigirla era equivalente a clavar una pica. Una afirmación tectónica: se proclamaba que ningún gobernante extranjero tendría poder sobre estas tierras nunca jamás. Seccionado el cordón umbilical con la Casa de los Borbones, una nación había sido dada a luz, o bien su proyecto, que tardaría mucho en cuajar del todo. En todo caso, era el anhelo: un nuevo ombligo. La Pirámide de Mayo –primeramente llamada “Columna del 25 de Mayo”– fue levantada delante del fuerte de la ciudad, sitio de residencia de los virreyes españoles. Una vez demolido, cedería el lugar a la actual Casa Rosada. Con el tiempo, y guerras civiles mediante, la pirámide caería en el desinterés y el abandono. Hacia mitad del siglo XIX fue remodelada y coronada con una estatua, obras ambas a cargo del escultor francés Joseph Dubourdieu, quien, por cierto, también incluyó tres notorias pirámides en el friso triangular que le fuera encargado para el frente de la Catedral metropolitana y que contextualizan el reencuentro del patriarca hebreo José con sus once hermanos. Con ese grupo escultórico quería enfatizar que la fraternidad era la ley primera, desiderátum que pocas veces rigió en nuestra historia. Esa estatua en la cima –la libertad, una mujer con lanza y escudo– porta un gorro frigio, por tradición alegoría del republicanismo y de la libertad guiando al pueblo y distintivo además de los esclavos libertos en la antigua Roma. Y ciertamente, en aquel 25 de mayo de 1811 algunos esclavos fueron liberados. Se ignora porque se le llama pirámide. Tiene forma de obelisco.

II

En la antigua Grecia existía un ser llamado Esfinge, mitad mujer, mitad felino, que se solazaba arrojando acertijos a los caminantes que se toparan con ella. Quien no lograba dar con la respuesta correcta, era estrangulado y devorado. También las ciudades proceden así, descargando apremios y coacciones innúmeras sobre los habitantes, que las soportan a título de molestias, cuando no de agobios en toda la línea. Pero en verdad son otra cosa: interrogantes existenciales arrojados al paso que demandan una respuesta urgente. De modo que son asuntos de vida o muerte, de supervivencia cotidiana, que atañen al deseo, la desesperanza, el desencuentro, el esfuerzo que no deja fruto, los enfrentamientos interpersonales y otros tantos problemas insolubles. Inútil argüir, no hay réplica posible: la formulación de las preguntas resulta apenas comprensible, por no decir jeroglífica. Tarde o temprano los afectados barruntan que están tomando por albergue lo que en verdad es un laberinto –palabra cuyo origen se desconoce– y que sólo cabe coordinar y sincronizar las actividades de rutina. La consecuencia es el malestar y la angustia. Para que los ciudadanos no se desplomen, para que esas incógnitas puedan hacerse provisoriamente inteligibles, la urbe desdobla de sí misma recintos específicos destinados a cobijar y sosegar, siempre en forma deficiente, sino distorsionada, a conglomerados humanos esencialmente desprotegidos. Templos, estadios, salas de cine, sitios de conmemoración y “zonas rosas” dan cuenta del afán de consuelo, de la contienda por la vida, el enigma del sueño, los dramas de la historia nacional o las frustraciones de índole sexual. Se concurre a esos lugares, u otros, sean casas de juego, centros de compras o eventos de masas, con fines de alivio o fascinación pasajera antes de que la recaída en la realidad reinicie la rueda giratoria del destino.

El Obelisco es uno de esos escaques significativos. ¿Pero qué emblematiza, a qué da respuesta, si es que le concerniera tal misión? La manifiesta y reiterada remisión al señorío fálico es insuficiente –se queda corta– y la atribución de “obra pura y simple que nada simboliza” deslizada por Alberto Prebisch, el arquitecto que lo construyó, abulta el candor y se desentiende de los poderes de la imaginación pública, esa hiedra incontenible que trepa hasta lo alto de los muros verticales, sea para enaltecerlos o para resquebrajarlos. Una obra de tal magnitud, una vez incrustada, ya no pertenece a sus constructores ni a la administración municipal que la encargó o que está a cargo. Queda a merced del juicio y la fantasía del gentío reunido alrededor suyo o que se la tatúa en la retina en un atisbo del caminar. Sin duda el Obelisco es ícono elocuente –e impertérrito–. Convincente también –pero inexpresivo–. No se diría que sea motivo de meditación continua, si bien está nítidamente aceptado y acreditado además para postal o souvenir a escala. Hito turístico para gente de provincias, incluso la del conurbano, desde que principió el hábito barrial de “ir al centro”. Y mucho más, pues no cuesta imaginar que si un plato volador aterrizara en esta ciudad, lo haría justamente allí. Emergió quizás –el Obelisco– como un intruso, pero acabó consentido como inesperado brote de la familia. No sabemos si emprendimientos urbanísticos recientes, como Tecnópolis o las Torres de Puerto Madero, echarán raíces en el futuro. El Obelisco lo hizo en un instante, un poco a la manera del injerto, aun cuando desentonara con los demás monumentos y estatuas de Buenos Aires, cuyos relieves y figuras concitaban la aflicción, el respeto o la conmoción. Tampoco nos es indiferente, nada de eso. Es solo que no tiene par: es único. Y si contuviera un secreto, lo preserva entre cuatro paredes, como la pirámide lo hace con el sarcófago.

Se cuenta que uno de los más eminentes antropólogos franceses del siglo XX, en su ancianidad, solía visitar un museo para observar largamente una piedra tallada en tiempos inmemoriales, como si allí estuviera labrada la explicación del duradero y demasiadas veces tortuoso devenir de la raza humana. Desesperante sondeo. Distinto hubiera sido que, en la Plaza de la República, en lugar del Obelisco, estuviera aposentada una esfinge. No hubiera sido inimaginable. En 1926 se publicó en Buenos Aires la versión en castellano de “La esfinge”, un poema de Oscar Wilde aparecido en Londres en 1894. Se trataba, en palabras del traductor, “de una evocación monstruosa del paganismo religioso en que se exaltan las mil formas del amor”, con lo cual quería decir que la protagonista del poema estaba ávida de sexualidad. Un año después –1895– Wilde fue llevado a juicio bajo cargos de sodomía e inmoralidad y condenado a dos años de trabajos forzados por “grave indecencia”, en tanto el traductor de “La esfinge”, el argentino Mariano de Vedia y Mitre, sería nombrado Intendente de Buenos Aires en 1932, y en calidad de tal ordenaría construir el Obelisco.

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Fragmentos del ensayo de Christian Ferrer incluido en el libro que acompañó a la intervención urbana La democracia del símbolo, de Leandro Erlich (Malba, 2015). El texto completo en PDF puede descargarse aquí.

Sobre la serie Circulación: en estas semanas de aislamiento y retracción, buscamos propiciar la circulación de ideas a través de la recuperación de una serie de textos y materiales que acompañaron a las exposiciones de Malba a lo largo de sus 18 años de vida.

 

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