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La singularidad caracterizó Cicatrices desde su concepción hasta su estreno: una adaptación de Saer encarada por un veterano en medio de un cine joven más bien refractario a vincularse con la literatura consagrada; un film completamente realizado en Santa Fe que sólo se exhibió en Buenos Aires en una única sala. Esa singularidad se extiende a su propuesta: un relato múltiple, que informa pausadamente a su espectador y lo obliga mientras tanto a preguntarse cosas; una cantidad de detalles y procedimientos de fuerte valor narrativo; un rigor formal extremo, que se expresa en muy pensados travellings, en la espléndida imagen de Esteban Courtalon y en un tono más bien distante. La cercanía emocional se reserva sólo para ciertos momentos tremendos, ya sea de acción exterior (un hijo que azota a su propia madre), íntimos (la tensión de un hombre que literalmente se lo juega todo) o misteriosos (un rostro incrédulo ante la propia pulsión asesina). La estructura narrativa pone en paralelo los cuatro relatos principales de la novela y prescinde de la primera persona, pero al mismo tiempo respeta a rajatabla los diálogos de Saer, con lo que Coll gana en fluidez cinematográfica y al mismo tiempo se mantiene en cierto modo literario o, quizá mejor dicho, literal. Esa literalidad y una ambientación de época un poco fantasmagórica, vaporosa, contribuyen a la mejor definición de lo que importa: los cuatro protagonistas, en tiempos de un machismo cerril, van a la deriva condicionados por pulsiones personales que no comprenden o no manejan. El personaje que mejor comprende -aunque claramente tampoco maneja- se diferencia de los otros por una honestidad que le permite alcanzar, un poco sin darse cuenta, un remanso.

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