17.03.2020

Una entrevista con Olga Orozco

En el día del 100 aniversario de su nacimiento

¿Cómo le gustaría ser presentada?
Como Olga Orozco, nada más. Cuando hablan de “lírica” o de “maestra”, miro para otro lado, para ver a quién se dirigen.

¿Y si la llaman poetisa?
No, por favor, poetisa no. Yo fui la que introduje en la Argentina la denominación poeta para las mujeres. Ya cuando tenía dieciséis años me indignaba que dijeran poetisa; parece un género literario, indica la época en que las mujeres escribían por entretenimiento o por descarga psicológica, y se lo asocia a desmayos y puntillas. Poetisa no es una catalogación decente.

Siempre interesa el momento en que un escritor empezó a escribir, ¿lo recuerda?
Siempre digo que empecé a escribir cuando no sabía hacerlo todavía. Me inquietaban muchas cosas, era una niñita medrosa, bastante tímida, llena de preocupaciones por todos los fenómenos que me rodeaban y que nadie podía explicarme satisfactoriamente. Por ejemplo, me preocupaba si un pájaro desplegaba el cielo, ese tipo de cosas. Como no me daban respuestas convincentes, empecé a contestarme yo sola; ahí ya estaba cantada mi vocación. Mi madre anotaba algunas veces mis consideraciones acerca de esos fenómenos, mis diálogos con ella; pero cuando fui un poco mayor y empecé a tomar en serio lo que estaba diciendo y a escribir, me puse muy autocrítica, muy exigente, y ya no dije esas cosas en voz alta. A los quince años, mamá me dio un montón de papeles con las anotaciones de mi infancia; estaban mis diálogos y mis opiniones sobre todo lo que me rodeaba. Lamentablemente hice una pira con todo; ahora me gustaría tenerlos…

¿Y alguna vez encontró una respuesta un poco más satisfactoria?
No, todavía estoy buscándola.

¿Cuál es su primer recuerdo de la infancia?
Es un poco impresionante. Yo tendría dos años o dos años y medio. Es una corrida precipitada en brazos de alguien, por un campo amarillo… Corremos delante de una persona que es perseguida también; más atrás hay una mancha colorada… Una vez le conté esto a mi hermana mayor y me dijo lo que había pasado: “Te llevé al campo de gira­soles frente a la casa donde vivíamos; había un toro y nos corrió. Junto con el toro corría un chico con una gorra colorada que estaba en el mismo campo. Saltamos una alambrada y a mí se me rajó la blusa, me lastimé y me salió mucha sangre”. Me deben haber impresionado mucho el esfuerzo de mi hermana por llevarme cargada y el vaivén de la corrida.

Siguiendo este supuesto orden cronológico de la charla, ¿qué libros la impresionaron en su infancia?
De chica me daban libros infantiles, pero yo me ocupaba de sacar de la biblioteca otros. Así, a los once años leí a los rusos, a Dostoievski, a Tolstoi. Después quedé mucho más prendida a la poesía. Lo que más me tocó fue la poesía española: Quevedo, San Juan de la Cruz, Santa Teresa… Más tarde sumé a los franceses: Rimbaud, Baudelaire, Nerval… Siempre fui fiel a mis amores, no deseché ninguno, fueron acumulándose. No recuerdo haber elegido mala literatura.

¿Y su primer poema?
Creo que lo compuse a los doce o trece años, por lo menos el primero digno de ser tenido en cuenta. Se refería a un jardín en otoño, a una caída de pétalos… Era simplemente la escritura de una niña; recuerdo el clima, pero no el poema.

¿Qué la lleva a escribir, el dolor o la felicidad?
Yo estoy con ese dicho de los españoles: “Boca que besa no canta”. Cuando he escrito la felicidad, es que la felicidad pasó, salvo en los relatos de infancia. Pero más que por el dolor, creo que mi poesía está movida por un afán de conocimiento por vías que no son las del razonamiento; escribo por afán de saber, para poder mirar un poco hacia el otro lado de este mundo. Es algo que nunca va a poder conocerse, pero hay ciertas intuiciones, ciertas sensaciones a las que trato de llegar a fondo.

En su obra hay una gran riqueza de imágenes, de elementos sensoriales y del subconsciente.
Sí, además hay muchas imágenes visuales. Me impresiona mucho la pintura; creo que si no hubiera sido poeta, habría sido pintora. Le envidio a la pintura la posibilidad de la simultaneidad; en la poesía, una visión es transcurso. La pintura pude esbozar tres cosas al mismo tiempo.

¿A quiénes admira en pintura?
Klee, Van Gogh, Goya, Velázquez, Rembrandt, el Bosco, Brueghel…

¿Conoció a Xul Solar?
Fuimos muy amigos. Mi primer horóscopo me lo hizo él. Los dos fuimos amigos de Oliverio Girondo, pasábamos días en la quinta de Oliverio en el Tigre… Madrugábamos y salíamos a recorrer el parque… Sabía muchísimo de la naturaleza; caminábamos con una lupa y me enseñaba sobre las plantas, los bichos, los insectos… Xul me hablaba en panlengua y neocriollo, dos lenguas que había inventado. Era un ser muy especial, tenía algo angélico y demoníaco a la vez.

¿Recuerda qué le decía el horóscopo de Xul Solar?
Me anunció mi matrimonio, un matrimonio impensable en ese momento. También me dijo cuánto tiempo iba a durar y cómo se iba a deshacer. Yo creo que más que astrólogo era vidente. Años después estudié astrología y me di cuenta de que, por las cosas que me predijo, era un vidente.

Usted también tuvo videncias…
Sí, pero les escapo un poco. En una época, les tiraba el tarot a los amigos, pero nunca lo hice comercialmente. Hace muchos años que lo dejé; tuve un sueño malo y pensé que la videncia daba una cierta omnipotencia ilusoria que había que desechar. La magia y sus alrededores suscitan fuerzas que pueden ser oscuras.

También conoció a Julio Cortázar…
Éramos muy jóvenes los dos. Lo conocí por un amigo, Daniel Devoto, cuando estábamos en la facultad. Fuimos a tomar el té al Richmond y Julio se sentó con nosotros a conversar. Después lo seguí viendo muchas veces, cada vez que yo iba a París o cuando él venía a Buenos Aires. Era muy extraño, bastante tímido, dulce, tierno, muy buen amigo, afectuoso… Una persona llena de encanto. Siempre recuerdo su poesía sobre Alejandra Pizarnik; de todos los poemas que escribió, ése es el que más me gusta. Deben ser ocho o diez líneas, es muy fresco.

¿Qué puede decirnos de Alejandra Pizarnik?
La conocí mucho. Yo tendría treinta y cuatro años, y ella, diecisiete o dieciocho. La conocí en un bar que se llamaba La Fantasma; se acercó y me preguntó si yo era yo. Me dio unos poemas que tenía, que correspondían al primer libro que publicó después. Ese libro lo hizo desaparecer porque no quedó conforme, se lo pidió a todas las personas a las que se lo había dado. Alejandra era muy especial; en una reunión trataba de ser el centro, brillante, con­versadora, alegre, pero cuando se quedaba con las personas con las que tenía mucha confianza, se desmoronaba. Era sumamente angustiada, agónica casi por naturaleza. A mí me pedía certificados; cuando se sentía muy mal, me llamaba por teléfono a cualquier hora. Entonces, yo le daba certificados que decían, por ejemplo: “Yo, gran Sibila del Reino, certifico que a Alejandra Pizarnik no se le cruzará ninguna mala sombra, ningún pájaro negro se posará sobre su hombro, a su paso se abrirán todos los caminos luminosos, etc.”. Le duraban unos días, después me decía: “Bueno, ya se me gastó, haceme otro”.

La búsqueda de la poesía no podía calmar su angustia.
No, claro, porque ella lo esperaba todo de la palabra y muy poco de la vida en sí. Uno no puede construirse una casa permanente con la palabra, uno necesita muchas otras cosas.

¿Desde dónde se escribe, desde la conciencia o desde el subconsciente?
Bueno, no está demasiado claro, hay una especie de alternancia. Cuando empiezo a escribir siento que algo llama de pronto, como si llamara alguien a mi puerta a través de una frase, de una música, de un recuerdo, de una imagen visual. En ese momento siento que tengo el comienzo, y eso ya toma forma en la palabra. Es como si hubiera abierto una puerta… al final de una especie de corredor veo otra puerta, y esa puerta es la que va a ser la del poema. Entonces sé cómo cierra y cómo abre; el camino que tengo que recorrer es totalmente ignorado, va alternándose; hay elementos subconscientes, pero siempre reviso. Se ha dicho que soy surrealista, pero no lo soy sino como una actitud ante la vida, por la canalización de elementos oníricos o la creencia en otras realidades que no son solamente el aquí y ahora, y la exaltación de valores como la justicia, el amor, la libertad. Pero nunca hice automatismo como los surrealistas; si lo hiciera, no terminaría en poema sino en plegaria.

¿Se identifica con la frase “la literatura es la vida misma”?
Creo que están indisolublemente unidas, como están indisolublemente unidas también a la muerte. Creo que mi manera de luchar contra la muerte es la literatura. Claro que no la hago retroceder, pero uno supone que le hace trampa alternando los tiempos, haciendo ese tipo de cosas que yo hago a veces; pero un día nos va a alcanzar…

¿Cree en Dios?
Soy muy religiosa. También creo en la reencarnación, hago mezclas, tengo un exceso de fe.

¿Y el destino?
El destino no es una cosa predeterminada, única, sino algo en forma de abanico; se te presentan dos caminos, por ejemplo, elegís uno y ése se va abriendo en otro y en otro… Permanentemente se repite esto, pero el destino que no elegiste a veces tiene tanta importancia como el que elegiste.

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Este entrevista fue realizada por Soledad Costantini (directora de Malba Literatura) y Mariana Bozetti, y publicada originalmente en el libro Literatura en Malba. Encuentros con escritores. Buenos Aires: Fundación Eduardo F. Costantini, 2004. La reproducimos aquí con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento de Olga Orozco. 

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