23.07.2015

Sudáfrica

Por John M. Coetzee

En 1962, dejé Sudáfrica y me mudé a Londres. Quería cortar toda relación con mi tierra natal. Deseaba vivir en una ciudad del mundo, ser poeta, experimentar la agonía y el éxtasis que suponía formaban parte de la vida un poeta.

Pero Londres era frío y hostil. Los periódicos anunciaban la amenaza de la guerra. Los americanos habían instalado misiles nucleares en Turquía, apuntando a Moscú y ahora los rusos estaban instalando sus propios misiles en Cuba, apuntando a Washington. El ambiente estaba cargado de marchas y contramarchas, de amenazas y denuncias.

Gran Bretaña tenía sus propios escuadrones de bombas nucleares listos para atacar Rusia. Por lo tanto, si las hostilidades se desataban, los rusos atacarían Gran Bretaña sin dudarlo. La isla sería borrada del mapa. Yo, un joven del lejano Sur que nada tenía que ver con esta belicosidad del Norte, sería aniquilado junto con todos los poemas que aún no había escrito.

Liderados por el anciano filósofo Bertrand Russell, decenas de miles de británicos marcharon a favor de la paz y el desarme. Fueron ridiculizados en los medios. Me uní a una de las concentraciones en Trafalgar Square, en el corazón de Londres. Era la primera manifestación en la que participaba en mi vida: en Sudáfrica todas las manifestaciones políticas estaban prohibidas.

Los cielos sobre Londres estaban grises, la multitud era sombría. Podíamos morir al día siguiente, podíamos morir en ese mismo momento. Ni siquiera seríamos capaces de escuchar nuestra muerte llegar. Habría un gran destello de luz y ese sería el final.