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Literatura

Campo de Mayo
Por Félix Bruzzone

En Campo de Mayo, la mayor guarnición militar del país, punto neurálgico de los más intensos levantamientos armados y destino final de más de 4.000 desaparecidos de la dictadura de Videla, un rugbier desayuna un mate cocido y dos rebanadas de pan. Creada en 1982 para combatir en Malvinas, la mítica Compañía de Comandos 601 ahora está dedicada a brindar entrenamientos extremos a equipos de rugby que buscan la gloria.  

A 30 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, Campo de Mayo ocupa seis mil hectáreas de campo abierto, sembrado de instalaciones militares, en medio de densos conglomerados urbanos como San Miguel, Malvinas Argentinas, Tigre, San Martín, Hurlingham y 3 de Febrero. Sus caminos interiores, durante el día, están abiertos al tránsito vehicular. Caminos de banquinas amplias, adornadas de eucaliptos, paraísos, casuarinas y coníferas varias. La tierra es blanda y siempre pueden verse, más acá o más allá de las hileras de árboles, o entre los repentinos pastizales que respiran a la vera de la Avenida Ideoate (en rigor, una ruta de 7 km que atraviesa la guarnición de punta a punta), a militares en remera, shorcito y zapatillas que van y vienen trotando. El deseo máximo de cualquier corredor: correr por lugares así y, al final del día, volver a su pintoresca casa de paredes blancas y techos bajos de tejas rojas, en el Barrio de Suboficiales Sargento Cabral.  

Una tarde de sábado, sin embargo, no son estos relajados militares los que van por la banquina, sino grupos de jóvenes que, a la distancia, parecen cargar troncos gigantescos.  

“¡Vamos Regatas! –se escucha a alguien que alienta desde el fondo–, ¡vamos que podemos!” Son rugbiers. El club Regatas de Bella Vista está entrenando en Campo de Mayo. Los tipos cargan los troncos en grupos, de a diez. La idea es que troten, pero algunos apenas pueden sobrellevar una marcha lenta. De pronto, en medio de este tremendo esfuerzo, un tipo inmenso, seguramente muy letal adentro de una cancha de rugby, se separa de sus compañeros, se saca la mochila y se larga a llorar. “¿Qué llorás? –le dicen los instructores, dos Cabos que los acompañan”. Entre los sollozos se escucha que el gordo dice:  

–Mi mamá, mi novia…  

Los instructores, furiosos, le gritan que se levante y vaticinan castigos para todos. “Dale gordo” –se escucha a uno de los que vienen atrasados. Los instructores lo ven llegar y le ordenan que cargue la mochila del gordo. El gordo primero intenta cargarla él, pero no puede. “Cargala vos –le dicen al que viene atrasado- o reventamos a todos”. Y el que viene atrasado, entonces, como sacando fuerzas con las uñas del fondo de un pozo, mira al instructor a los ojos y le dice: “Termina esto y te mato, sorete, cagón”, y luego levanta la mochila, y lo hace levantar al gordo; le palmea el hombro y le dice: “Vamos, gordo, vamos”. 

Más tarde el Teniente Primero Martín Sánchez, uno de los organizadores de estas prácticas, destinado en la Compañía de Comandos 601 desde 2008, me contará que, cuando pasan cosas así, los instructores, interiormente, se ríen, y hasta pueden llegar a enternecerse; pero por fuera no, son fieras, y tienen que ser el demonio. “Si en el curso de comando yo me ponía a llorar así, me levantaban a patadones en la frente”. -

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Fragmento del texto Campo de Mayo: cómo quebrar a un rugbier, publicado originalmente en la revista Anfibia. Felix Bruzzone se presenta hoy en MALBA para hablar sobre Campo de Mayo en el marco del ciclo La mirada documental, dedicado a reflexionar sobre el estatuto de lo “documental” en la ficción.