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Literatura

La crisis española
Por Jordi Carrión

“Desde que se le murió el marido, como que no es la misma”, me susurra Juan. Yo la recordaba muy locuaz y muy quejica: me ha sorprendido verla sentada en un rincón, calladísima. Tiene setenta años, ojeras dramáticas y a sus espaldas toda una vida en esta finca; tiene –también– un exceso de soledad, que siempre ha tratado de aliviar con el noble arte del cotilleo. “Llegaba a las reuniones de escalera”, le susurro yo a Juan, “con nuestros trapos sucios y con una batería de insinuaciones y de reclamaciones”. Me dice: “Da un poquito de pena, la verdad: quién la ha visto y quién la ve”. Más extraño todavía es el caso de la joven pareja del segundo primera. Ella se aliaba con la anciana y, como dúo, eran terribles. Capaces de las peores maldades. Capaces del grito, el aplauso irónico y el sarcasmo sin piedad. Auténticos demonios en tándem. Y ahora ahí está la joven con su marido, calladitos los dos, en otro rincón: se diría que quieren pasar desapercibidos.

Estamos en el mismísimo infierno. Las reuniones de vecinos son los gimnasios que nos preparan para una vida de tormentos en el Más Allá. Me compré este piso en Mataró, en la periferia de Barcelona, en el año 2005. A los pocos meses ya costaba mucho menos. Hoy su precio debe de andar por la mitad: no me atrevo a consultarlo. Lo primero que hizo el BBVA cuando empezó la crisis fue ofrecerme una cuota fija que ignorara las variaciones del euríbor, porque sus expertos pronosticaban que la tormenta no iba a durar y, sin duda, el trato me beneficiaba. Tengo una vela siempre encendida en mi escritorio para dar gracias a los dioses y todos los santos por haber sorteado aquella trampa. A los pocos meses mi hipoteca bajó muchísimo y, en estos siete años, se ha mantenido en una cifra soportable. No me ha faltado el trabajo y he podido pagarla. A otros escritores no les fue tan bien.

En las reuniones de escalera todos somos enemigos. Creamos alianzas meramente temporales que nos beneficien: la mía de hoy es con Juan y el resto de vecinos del séptimo, para que nos reparen las humedades. Llega la votación y, para mi sorpresa, la viejita y la parejita votan a nuestro favor. Es inaudito: nunca habían querido pagar nada que los afectara. Ni el nuevo ascensor, porque viven en los pisos de abajo. Permanezco boquiabierto hasta que llega el último punto del orden del día. Se jubila la señora del cuarto segunda, que se encargaba de la limpieza diaria del bloque, y propone que la comunidad contrate a la joven del segundo primera. Le pagaremos la seguridad social y un sueldo de dos horas al día. “Lleva casi tres años sin trabajo”, me susurra Juan, “desde que cerraron la fábrica donde trabajaba de administrativa y se le ha acabado el paro”. Observo su cara, pálida, desnuda de aquella vitalidad furibunda. Clava los ojos en el suelo mientras votamos. Escarba con la mirada. La humilla. Su marido, en cambio, mira una por una nuestras manos que se levantan y nos da, uno por uno, sin palabras, las gracias.

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Este texto forma parte de Me lo llevaré a la sepultura, una colección de historias que responde a una convocatoria a escritores de diversas generaciones realizada en el marco de la exhibición Memorias imborrables, a partir de una consigna simple: evocar un acontecimiento histórico (de pequeña o gran envergadura) del que hayan sido protagonistas.

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