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Literatura

Sobre La mañana verde,
de Wifredo Lam

Por Marcial Gala

Toda mañana debería ser verde, pero no es así, hay mañanas negras, azules, rojas y sobre todo hay mañanas grises. Wilfredo Lam escapa de la Europa envuelta en las llamas de la Segunda Guerra Mundial, atrás ha dejado sus aventuras surrealistas y cubistas. Regresa a una Cuba, estamos en el 1941, que tiene una de las constituciones más avanzada de su tiempo, que garantiza muchísimos derechos básicos y que también goza de una gran bonanza económica, pero de una economía deformada y de cierta rispidez intelectual. Llega con su flamante esposa alemana y, luego de visitar Sagua la Grande (ciudad en la provincia de Las Villas con la mayor comunidad china, donde empezó su viaje hacia adentro, hacia el sueño de la noche insular, ese jardín invisible, del que nos cuenta Lezama), se instala en la Habana, en un apartamento recomendado por la autora de El Monte, Lidia Cabrera; y sobre el Monte, en este caso la jungla, va a tratar la obra de Wilfredo Lam, que se puede decir que realizó un trayecto, una vida paralela a la de otro gran cubano, Alejo Carpentier: ambos viajaron fascinados a encontrarse a sí mismos en la vieja Europa. Pero lo que para Carpentier muchas veces fue sueño, deseo inconcluso cuajado mucho después en literatura, para Lam fue realización, sueño cumplido. Lam participa en la Guerra Civil Española del lado republicano y, luego de la derrota, emigra a Paris donde Picasso lo acoge como uno de sus “primos” predilectos. Allí, junto al gran manchego, la pintura del joven cubano, de padre cantonés y madre hija de esclava de nación y padre español, logra su primera transfiguración. Basta ver Las Señoritas de Avignon, y otras obras del período cubista de Picasso, para descubrir cuanto influyó este en la obra del cubano. Pero ese regreso a Cuba del emigrante ilegal que era Lam, expulsado de Europa o huyendo de la censura y de las limitaciones de la Francia de Vichy, no es el final de un camino, sino otra vuelta de tuerca, una nueva mirada a su pintura que está vez se encuentra con el mundo lujurioso y mágico del Caribe, ese mundo de leyendas, bebido acaso junto con la leche de su mamá mulata y de su abuela esclava de nación.

«A las afueras de Sagua la Grande, cerca de nuestra casa [...] empezaba la jungla [...] nunca vi espectro alguno, pero los inventé. Cuando de noche salía a pasear, tenía miedo de la luna, del ojo de la sombra. Me sentía ajeno a todo, diferente de los demás. No sé por qué. Soy así desde la infancia.» Ese monte que se va animando en la noche tropical, y que Lam prefirió llamar Jungla, la extrañeza de lo insular, ese no comprender que es un destino insular, que cruza como la rajadura en el mármol todo el pensamiento y el arte cubano, está muy presente en la obra del pintor. ¿Qué son esas figuras de mil formas que no llegan a cuajar? ¿Qué son esos colores que se difuminan y que no llegan a darnos una certidumbre, sino la imposibilidad de definirse? Por otro lado, nadie entra a ese mundo mágico, siempre nos quedamos en el umbral y “esta mañana verde” de la etapa cubana del pintor, la más rica en significados, es una puerta que no podremos traspasar nunca porque siempre está un segundo, un instante delante de nosotros. ¿Qué hay detrás de esa figura que como un espejo nos invita a mirarnos, pero también nos hace preguntas? Ser de una elocuente feminidad cuyos pies son cabezas humanas. «Yo soy la dueña de todas las cabezas», dice Obatalá, una de las principales diosas del panteón cubano. La diosa nos mira con todas sus cabezas, parece decirnos algo. Tal vez la riqueza de la cultura cubana esté precisamente en eso, en su multiplicidad que no llegó a cuajar y que nos da la posibilidad de multiples miradas, multiples voces que nos narran una historia terrible precisamente por lo inocente. ¿Y qué cosa es una jungla sino una catedral? Así “esta mañana verde” parece ser el pórtico que, como las puerta de Vasari, nos avisa que al otro lado comienza la magia; y así como ese personaje de Rulfo dice que lo mataron los murmullos, Lam podría decir que los susurros de la tierra de Cuba, llena de la magia afrocubana, india y europea, le dieron vida. De cierta forma, su viaje a Europa fue un reencuentro con esa parte de su realidad que lo completaba. Si Bretón definió el surrealismo como “el bello encuentro de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, qué será entones el arte de Lam sino el encuentro de esos objetos en la jungla, en el mundo mágico de los orishas. Así Lam le deja al autor cubano una herencia que se vuelve tanto pictórica como literaria; herencia que se nos da como un método de descubrir lo esencial cubano, no en lo apolíneo, en lo católico visceral que tanto movía a Lezama y a otros miembros del grupo Origenes, sino en la otra orilla, en el margen que Virgilio Piñera definió como “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. En esa circunstancia cabe toda la singularidad cubana, isla de la cual se pueden parafrasear las palabras que Borges dijo refiriéndose a la India: Cuba es más compleja que el mundo; y en esa complejidad, en esa capacidad para la vida exagerada que es una de las características del ser cubano (ya lo dijo Máximo Gómez: “el cubano cuando no llega se pasa”) está la búsqueda de lo esencial narrativo-artístico cubano. Basta leer a Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera y otros para entender lo que deseo decir. En esa singularidad, en esa especial vocación para lo distinto y exagerado se inscribe mi novela La Catedral de los Negros. Obra donde intento que los susurros que escuchó Lam se vuelvan gritos, obra marcada por la reconstrucción, la vuelta y el escape, porque de cierta forma toda isla es Ítaca y todo isleño es Odiseo. Cuba tiene sus catedrales en el futuro, dijo Lézama en una de sus páginas más preclaras, y Lam trató con su obra de edificar una de esas catedrales, sólo que en su caso la catedral se vuelve selva, jungla, selva en la cual cabe todo como en el famoso tapiz Bayeux, donde estaba representado lo que era y lo que no, o como la columna en que Trajano quiso representar la grandeza de Roma. Lam en su pintura representó la grandeza, la enormidad, la desmesura de ser cubano, pero lo hizo de manera sesgada, de soslayo.

«Mientras lo pintaba [el cuadro La jungla], tenía las puertas y ventanas del taller abiertas. Al pasar, la gente lo veía y gritaba: no miréis dentro, es el diablo. Y tenían razón. Uno de mis amigos ha descubierto en la obra un espíritu parecido a cierta representación medieval del diablo. Sea como sea, el título no hace referencia a las características paisajísticas de Cuba, donde no existe jungla, sino bosque, monte y manigual. En el fondo del cuadro aparece una plantación de caña de azúcar. Mi pintura debería transmitir un estado psíquico.» 

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Lectura presentada en el marco de la segunda edición del Ciclo de Autores Verboamérica, de la que también participaron Gabi Cabezón Cámara y Diana Bellessi, con la coordinación de Fermín Rodríguez.

 

 

 

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