La sustitución de la forma por la energía en el arte es uno de los acontecimientos más importantes de principios de la década del sesenta. De repente, es como si toda la literatura crítica y las prácticas artísticas que habían dominado la escena de los años cincuenta se desmoronaran. No se trata de un hecho catastrófico ni de un cambio repentino y absoluto, pero si se observan con detenimiento esos años se verá que el arte de mediados de los sesenta ya no se parece en nada al de la década anterior.

Es que si en los años cincuenta los discursos giraban alrededor de la forma, con el tiempo el concepto de energía fue ocupando toda la escena. La supremacía del criterio de energía se manifiesta tanto en el exceso de materialidad que disuelve o amenaza la forma como en la caída de ciertas restricciones que definían el campo del arte. El retorno de la figuración es tal vez uno de los ejemplos más poderosos no sólo porque su exclusión había sido una de las consignas más fuertes del modernismo sino también porque hasta los propios artistas que venían del concretismo, como Hélio Oiticica o Waldemar Cordeiro, comenzaron a trabajar con figuras humanas.


Hélio Oiticica.

El poder de la energía trajo un cambio en el arte y, concomitantemente, en el papel del artista. El artista ya no se colocaba en una posición exterior a la obra guiado por los procesos de construcción sino que se involucraba y se convertía o en una extensión de la obra o en su soporte (como también sucede con el espectador). La energía, antes que con la forma, está vinculada con los organismos vivos, con las conexiones, las fuerzas del afuera y es conducida de un cuerpo a otro de manera tal que la acción del artista está involucrada (de ahí también que lo háptico desplace a lo óptico, lo táctil a lo visual). Mário Pedrosa lo sintetizó con una fórmula genial: el artista es “una máquina sensorial”.

En cuanto al arte, éste ya deja de vincular sus prácticas con el pasado específico para operar con el entorno: al ser despojado de los criterios que lo sostenían como un dominio autónomo, no es casual que el arte se haya convertido en una máquina conceptual. Si los rasgos distintivos carecen de relevancia y ya no hay atributos esenciales, el arte deviene un concepto que artistas, instituciones y espectadores pueden manipular en una perpetuo estado de vacilación e indeterminación (y, obviamente, de disputa institucional). Marcel Duchamp es el referente fundamental en este giro conceptual (la materia gris), aunque también hay que considerarlo un nexo con el artista como máquina sensorial (la materia rosa). [1]

La energía vincula a las prácticas artísticas con el entorno, con el afuera, con el acontecimiento histórico, con lo no artístico. En este desplazamiento, los años sesenta se caracterizan por el uso inventivo del espacio (la situación) como lugar en el que se testea la potencia del arte. Si bien al principio de la década el rasgo principal de este uso fue la incorporación de nuevos materiales (cosas encontradas en la calle o dispositivos no convencionales) y de nuevas experiencias sensoriales (en particular las aportadas por los medios masivos), pocos después la cuestión fundamental consistió en la relación conflictiva entre la práctica artística y el espacio de exhibición, tanto en su dimensión pública como política. El uso de la esplanada del Museo de Arte Moderna de Rio de Janeiro fue sintomático de este uso intensivo de las energías que venían de todos los ámbitos, sobre todo de la calle como lugar de manifestación. [2] En ese espacio la energía era reconducida a la potencia de la historia que sostenía la promesa de un futuro emancipado. Sin embargo, la relación entre energía, arte y espacio público sufre un cortocircuito de grandes dimensiones con el Acto Institucional Nº5. Este acontecimiento (“la noche negra” como la llamó Oiticica) hace que los artistas se pregunten sobre cómo usar o reconducir la energía. La respuesta de Hélio Oiticica es su experiencia en Londres y, posteriormente, el exilio en Nueva York donde inauguró la posibilidad de nuevas conexiones.

El cambio que implicó su radicación en la ciudad norteamericana podía observarse en varias instancias: en los cuerpos elegidos para los parangolês, en el retiro de los espacios públicos de exhibición (deja de exhibir después de la experiencia de Information en el MoMA), [3] en la incorporación de nuevos materiales (como la cocaína, el fílmico, las ambientaciones) y en un viraje en el uso de los colores. Los naranjas comienzan a ser desplazados por los azules oscuros (como en algunas cosmococas) o por los blancos. También en esos años Oiticica construye una red afectiva que incluye a amigos más jóvenes que lo visitan en Nueva York (como Wally Salomão, Ivan Cardoso), otros que conoce en la ciudad como Silviano Santiago y los poetas de Noigandres (Décio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos) que también lo visitan en la Big Apple. Con Haroldo entabla una relación particularmente intensa: poco antes de morir y cuando ya estaba internado, Haroldo escribe un guión fílmico para Ivan Cardoso sobre su amigo Hélio Oiticica. [4]


Un performer portando uno de los parangones de Hélio Oiticica.

 

Notas

[1] La cuestión de la materia rosa en Duchamp es trabajada por Georges Didi-Huberman en La Ressemblance par contact, París, Minuit, 2008.

[2] En los volantes que publicitaban el evento Domingos no Aterro (dentro del cual se realizó “Apocalipopótese”) se lee: “A arte deve ser levada à rua (no Aterro) ou ali ser realizada”. Y en un suelto periodístico se dice: “A partir da proposta de Lygia Pape, “arte e vida são a mesma coisa”, o grupo de alunos do DAP (Departamento de Artes Plásticas), do Museu de Arte Moderna, auxiliados pelos profesores Frederico Morais, Alfredo Brito, Sérgio Lemos, Lígia Pape, Zuenir Ventura, Roberto Verschleisser e Afonso Beato, iniciará a pesquisa das linguagens que estão sendo criadas no Aterro do Flamengo”. Ambas noticias están reproducidas en Marisa Alvarez Lima: Marginália (Arte & Cultura “na ideade da pedrada”), Rio de Janeiro, Salmandra, 1996, p.139 y 151.

[3] Escribe Celso Favaretto: “Tendo chegado ao “limite de tudo” na “Whitechapel Experience” e na “Information”, Oiticica desaparece das promoções artisticas. Aninhado em New York, leva ao extremo a marginalidade do experimental” (A invenção de Hélio Oiticica, São Paulo, EdUSP, 2000, p.205).

[4] O roteiro fue publicado por Toninho Vaz con el título “A última odisséia de Haroldo de Campos” en el Segundo Caderno de O Globo, sábado 23 de agosto de 2003.

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Fragmentos extraídos del ensayo "El nuevo sublime: un evento radical en el arte contemporáneo", publicado originalmente en portugués en el libro Hélio Oiticica: A Asa Branca do Êxtase. Rio de Janeiro: Editorial Anfiteatro, 2016. 


Los sueños, las fantasías, los anhelos del siglo XX tienen forma de imagen. No cualquier imagen, no en cualquier soporte. Tienen forma de fotografías. Apenas 30 años después de su presentación ante la Academia de Ciencias de París, la fotografía dejaba de ser un objeto de lujo para las élites y diversificaba su uso documental y antropológico, se utilizaba en archivos policiales, informes de guerra y relevamientos territoriales. Apenas 30 años después de su presentación, la imagen se coleccionaba en postales, se traficaba como parte de la educación sentimental, de la iniciación sexual. El fotoperiodismo y las revistas ilustradas la alojaban en sus páginas para construir la “actualidad”. La cámara puso el mundo a disposición del espectador, lo convirtió en un objeto de consumo. El siglo XX es un siglo de consumo de fotografías que proponen modelos de conductas y formas de vida, maneras de vestir y de alimentarse, estilos e identidades. La radio y el cine, y el apenas despuntar de la televisión, proponen un universo de imágenes que no deja de multiplicarse bajo la forma de más imágenes.

El mundo del espectáculo local tendrá su fotógrafa en Annemarie Heinrich, una joven nacida en Alemania en 1912 y criada en la Argentina. Discípula de la australiana Melitta Lang y el polaco Sivul Wilenski, Heinrich abre su propio y modesto estudio en 1930 y se propone desarrollar el oficio del siglo: fotógrafa profesional. Se vuelve, entre otras cosas, retratista del star system local. De ella son ciertas imágenes emblemáticas: Mirtha Legrand o Libertad Lamarque, la cabeza ladeada con previsible coquetería, la boca entreabierta, los dientes perfectos, la mirada sonriente. También la foto de la joven Evita Duarte, en traje de baño a lunares, el cabello suelto, los brazos detrás de la cabeza y los ojos pícaros mirando hacia arriba, o la de Tita Merello, asomando a la imagen de costado, con el pelo revuelto y las cejas arqueadas, el gesto de rea. Durante décadas, la cámara de Heinrich registró los rostros del mundo del cine, el teatro y la danza, tomó también retratos de artistas plásticos, músicos y escritores: Zully Moreno, Tilda Thamar, Antonio Gades, Dolores del Río, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Bárbara Mujica, Rafael Alberti, Cecilia Ingenieros, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Ástor Piazzolla, Pinky, Aníbal Troilo, Graciela Borges, Susana Giménez.

Gestos y poses, formas de poner el cuerpo, objetos que acompañan al retratado, encuadre e iluminación hablan del profesionalismo de Heinrich, que encuentra un modo único de cumplir con el oficio y, al mismo tiempo, escapar de la imagen adocenada. El retrato de los hombres y mujeres que pertenecen al ambiente del arte y la cultura es central para la industria cultural. Son imágenes que inventan la figura del autor donde solo habría objetos, novelas, libretos, partituras. La cámara de Heinrich habla de ese encuentro entre un rostro, una gestualidad y la construcción de ese artefacto que es el actor, la escultora o el músico. Estas imágenes son piezas de un género que, inevitablemente, distribuye roles previsibles –la joven angelical, la estrellita en ascenso, el galán, el músico temperamental, el escritor asceta– como parte de una trama en la que también se imbrican las novelas, piezas radiales y películas.

Los retratos tomados por Heinrich aparecían en las tapas de las revistas de actualidad, Antena, Sintonía, Radiolandia, o se integraban al aparato de difusión de espectáculos teatrales y productos cinematográficos. Eran rostros para ser multiplicados por la maquinaria de la incipiente industria cultural, para ser admirados y coleccionados por el público. Eran fotografías que tenían un itinerario múltiple: devenían otra cosa, un dibujo en colores que se deformaba y multiplicaba en revistas y carteles, un instrumento de promoción que circulaba, con el sello del estudio, en las oficinas de productores y agentes, o una pieza coleccionable, en las manos de los admiradores que la recibían autografiada. En ese recorrido, algunas incluso volvían firmadas al estudio, demostrando que la reproducibilidad técnica que vertebra la imagen en el siglo XX no es sino un desafío para inventar modos de reponer lo aurático y lo único de una estampa.

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Fragmentos extraídos del ensayo publicado con el mismo título en el libro Annemarie Heinrich. Intenciones Secretas. Génesis de la liberación femenina en sus fotografías vintage. Buenos Aires: Malba-Fundación Costantini, 2015.


19.05.2023

El ojo pensante

Por Martín Greco

Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao Rivera Barrientos Acosta y Rodríguez, más conocido como Diego Rivera, pinta en Madrid en 1915 el Retrato cubista de Ramón Gómez de la Serna, una obra central en la historia de las vanguardias hispánicas.

Rivera vive en París, pero tras el estallido de la Primera Guerra Mundial busca refugio en España. Atraviesa por entonces un período cubista, breve pero fundamental para su evolución estética. Junto a otros artistas realiza en marzo de 1915 la muestra de «Los pintores íntegros»: por primera vez llegan a Madrid los escándalos del arte nuevo. Durante esa exposición pinta el retrato de Gómez de la Serna, convergencia de artes plásticas y literatura, de España y América. Para el artista de vanguardia, la obra es una colaboración entre el pintor y su modelo; y es además una traducción de la realidad visible. Según el testimonio del artista mexicano:

“…pintamos Ramón y yo su retrato. Y digo los dos porque no puse a Ramón en calidad de momia viva, sino que mientras él trabajaba yo trabajaba también, siguiendo su vivir, tratando de traducirlo en movimiento de color y forma”.

También Gómez de la Serna refiere, en varias ocasiones, el singular proceso de creación:

“Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo, y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo –y no es broma– me parecía mucho más que antes de salir. El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí, y, sin darme importancia, miraba con más interés que al modelo el paisaje del balcón, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta”.

En esta evocación se destacan el modelo que escribe y el pintor que lee. Este último, asimismo, puede pintar de espaldas: el arte nuevo supera los estrechos postulados del naturalismo. Por ello, Ramón llama a Rivera «el óptico prodigioso», y afirma: «Todo lo que colinde con la fotografía es repugnante, porque la fotografía es un ojo prehistórico. El ojo debe ser pensante… Estas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad». Ya en 1913 Apollinaire había señalado que el cubismo no es un acto de imitación sino de concepción.

Para Gómez de la Serna este retrato significa el correlato objetivo de su propia busca de renovación literaria:

“Mi retrato cubista me daba ánimo, me confortaba en las polémicas, me enseñaba a desañar el porvenir: se podía escribir de otra manera, puesto que estaba bien claro que se podía pintar de otra manera”.

Esa busca convertirá a Ramón en el maestro declarado de los movimientos de literatura de vanguardia de ambos lados del Atlántico; una busca incesante: aún treinta años después, en 1946, en el prólogo a su novela El hombre perdido, el escritor declara que «esta realidad que acabo de tocar y que puede desaparecer de un momento a otro, que ya ha desaparecido al sentarme a escribir frente a mi pupitre, no me convence como motivo de escrituración. Ha de ser una cosa que no esté ni en el realismo de la imaginación ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Y recuerda que Macedonio Fernández lo ha llamado «el mayor realista del mundo como no es».

Una vez terminado, el cuadro es exhibido en la vidriera de la exposición de Madrid. Según Diego Rivera, pudo verse entonces a «la policía montada alejando a caballazos a la gente que obstruía materialmente la calle de Carretas, ante el escaparate … que contenía el retrato de Ramón; a la gente protestando y chillando y, finalmente, el gobernador ordenando que se retirase el cuadro del escaparate por constituir una incitación al crimen, pues se apercibían en él una pistola automática de repetición y una cabeza de mujer cortada por una espada».

Es que para el pintor, este retrato cubista «tenía la apariencia de un demonio anárquico, que incitaba al crimen y a la sublevación. En esta satánica figura todos reconocían los rasgos de Gómez de la Serna, famoso por su oposición a todo principio convencional, religioso, moral y político… El retrato de Gómez de la Serna capturaba el espíritu de violenta desintegración». Cuando Rivera regresa a París, le deja el cuadro a Ramón, quien lo cuelga en su estudio, en medio de los mismos objetos y libros que aparecen en ella, y las figuras se triplican cuando el retrato y el retratado se abisman en un espejo, en vértigo barroco, según evoca el escritor español:

“Durante años había tenido ese retrato frente a mí, y cuando se encontraban su imagen y la mía de refilón, en un espejo de mi cuarto, me sorprendía un parecido mayor que el mío, asomado detrás de mí”.

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Fragmento de un texto publicado originalmente en Escritores del mundo


15.05.2023

Diego Rivera: muralismo y política

Por Pablo Fasce

Revisar la trayectoria de Diego Rivera es una invitación a descubrir las tensiones y complejidades del Muralismo Mexicano. Tanto la crítica de la época como el Estado comandado por el Partido Revolucionario Institucional se encargaron de construir una narrativa sobre el movimiento que lo presentó como un bloque homogéneo, cuyo compromiso con los valores y objetivos de la revolución se traducía en un programa de arte público que, a través de las imágenes, develaría el sentido de la identidad, la historia y la gesta de la nación mexicana. A menudo Rivera fue situado (por sí mismo y por otros) como la figura central de aquella formación; sin embargo, reparar en los debates, conflictos y desencuentros con sus compañeros de ruta permite desarmar el relato canónico para exponer las contradicciones del muralismo y entenderlo, tal como planteó Rita Eder (1990), como un proyecto moderno en el contexto de una sociedad donde la modernidad capitalista aún no había sido plenamente desarrollada.

Entre 1923 y 1928 Rivera realizó el ciclo de frescos monumentales que decoran los tres niveles del Patio del Trabajo y el Patio de las Fiestas, en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. El encargo, fruto del éxito que había obtenido con La Creación, pintada en el teatro del antiguo Colegio de San Ildefonso, catapultó a Rivera al centro de la constelación muralista: además de encargarse del programa de murales más extenso hasta la fecha, el pintor también fue designado como jefe del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría. Al mismo tiempo, la historia de ese conjunto de pinturas está atravesada por la explosión del conflicto entre Rivera y sus colegas. En 1924, todo el arco político y cultural de México se estremeció por el conflicto que desencadenó la designación de Plutarco Elías Calles como sucesor de Álvaro Obregón a la presidencia y que tuvo su máximo momento de tensión en el asesinato del gobernador Felipe Carrillo Puerto; la contienda llevó a José Vasconcelos a dimitir de su cargo como Secretario de Educación Pública y a buena parte de los muralistas, alineados con el ala izquierda del movimiento de la Revolución, a perder sus encargos oficiales. Las discrepancias de Rivera con sus colegas lo llevaron a distanciarse del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Su decisión de apartar a sus colegas Jean Charlot, Xavier Guerrero y Amado de la Cueva de la realización de los murales de la Secretaría multiplicó las críticas hacia su figura.

El programa plástico desplegado por Rivera en los dos patios del edificio de la Secretaría de Educación Pública nos pone frente a un homenaje dedicado al pueblo mexicano, representado tanto a partir de sus trabajos y oficios como de sus celebraciones populares. En los paneles que componen los dos ciclos la historia de la revolución y la cultura popular se entremezclan y conjugan en un ejercicio plástico que aspira a la redención del alma nacional anhelada por el proyecto educativo vasconceliano. Pero, además, otra lectura de los murales coexiste con esta primera capa de lectura. El historiador Renato González Mello (2008) demostró que en los murales del Patio de los Trabajos se esconden un sinfín de símbolos, descifrables solo por aquellos iniciados en los misterios herméticos de la masonería. Durante sus años de trabajo en la Secretaría, Rivera se incorporó a la hermandad Rosacruz Quetzatcoatl, una orden secreta que era frecuentado por los intelectuales y referentes políticos del nuevo gobierno revolucionario, que encontraron en ella un espacio de sociabilidad que no había sido cooptado por las viejas elites porfirianas. El pintor seguramente pensaba en ellos cuando pobló sus murales de signos que recuerdan a la muerte y resurrección del aprendiz, la transmutación alquímica de los elementos y la concordia de los principios masculino y femenino que ordenan el cosmos. También se permitió retratarse a sí mismo con los atributos reservados al grado de maestre de la orden.

El final de la década de 1920 vio el cambio en la suerte de Rivera, que expulsado del Partido Comunista Mexicano y repudiado por sus colegas muralistas decidió cambiar de aire en suelo norteamericano. No obstante, su retorno y reposicionamiento en el campo de la izquierda durante la década subsiguiente son testimonio de la extendida vitalidad y conflictividad que signó al muralismo.

 

Referencias

Eder, Rita, “Muralismo mexicano: modernidad e identidad cultural” en A. M. Moraes Belluzzo (Org.), Modernidade: vanguardas artísticas na América Latina, São Paulo, Memorial UNESP, 1990.

Gonzalez Mello, Renato, “La Secretaría de Educación Pública: su sentido esotérico” y “La Secretaría de Educación Pública: su sentido exotérico”, en La máquina de pintar. Rivera, Orozco y la invención de un lenguaje. Emblemas, trofeos y cadáveres, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2008.


En 1940, la tienda departamental Harrods lanzó en su sucursal argentina –ubicada en la céntrica calle Florida de la Ciudad de Buenos Aires– un ciclo titulado “El arte en la calle”, en el que invitaba a reconocidos artistas a diseñar las vidrieras de su edificio. Esta novedosa estrategia publicitaria, que se extendió con idas y vueltas por dos décadas, propuso un diálogo inédito entre arte, moda y productos de consumo, del que participaron figuras como Juan Batlle Planas, Raquel Forner, Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Juan Carlos Castagnino, Emilio Pettoruti, Juan del Prete, Antonio Berni y Pablo Curatella Manes, entre otros.

Las vidrieras se presentaban como espacios híbridos en los que los productos que se vendían en la tienda se mezclaban con la iconografía propia de los creadores invitados. Estaban compuestas por dispositivos complejos realizados con diversos materiales y técnicas atravesados por los distintos estilos de cada uno de ellos. La firma de los autores era visible en casi todas las ambientaciones, reforzando la presencia de un creador y su impronta personal; en ciertas ocasiones, el conjunto incluía alguna de sus pinturas ya existentes. El resultado era de carácter fuertemente ilusionista, se alejaba del naturalismo corriente en este tipo de instalaciones comerciales y en muchos casos incluso coqueteaba con el surrealismo. 

Jorge Romero Brest, uno de los críticos más importantes del período, escribió sobre su experiencia como espectador de estos espacios, destacando su cualidad plástica y sensorial: “Me dejo envolver por la atmósfera severa y vibrante que unos amarillos y un rojo crean entre azules finamente valorizados; admiro la fluencia expresiva de unos monigotes con vestidos de punto que emergen tras los cristales inexistentes de una torre que se desmorona (...) Mi sorpresa es grande cuando oigo a mi lado que se discute sobre la calidad de una tela, sobre la riqueza de un tapado de piel, sobre la originalidad de un traje de baile, pues, enamorado de las formas plásticas había olvidado los objetos que se exponen”. 


Héctor Basaldúa.


Juan Batlle Planas.


Antonio Berni.


Antonio Berni.


Juan Carlos Castagnino.


Juan Carlos Castagnino.


Juan Del Prete.


Raquel Forner.


Raquel Forner.


Raquel Forner.


Emilio Pettoruti.

Todas las imágenes son cortesía de Colección Centro de Estudios Espigas - Fundación Espigas.


En el segundo Manifiesto constructivo, Torres García afirma que en el arte prehispánico, al igual que en el arte egipcio, el bizantino y el de las catedrales góticas, subyace un plan geométrico a través del cual se logra el perfecto equilibrio entre abstracción y figuración. [1] Entendía que las culturas precolombinas pueden ubicarse, al igual que las mediterráneas, entre las antiguas civilizaciones que supieron aprehender en la relación con la naturaleza una verdad trascendente: 

“El hombre que nos antecedió supo distinguir perfectamente el espíritu que moraba en cada cosa y lo configuró en un signo. Y tal signo, para él fue un talismán. Su vista penetró más profundamente en la naturaleza que no la del hombre de hoy puesto que llegó a tal intuición: trascendió la materia.Todo fue espíritu para aquel hombre (y estuvo en lo cierto) el fuego, los vientos y el trueno, cualquier bicho o piedra...todo en su panteísta concepción universal”. [2] 

Por ende, proponía “no copiar” el arte precolombino sino “identificarse con el espíritu de los creadores” [3] que lograron la síntesis entre abstracción y figuración a través del símbolo pictográfico, “signo talismán”. Este arte, según el maestro uruguayo, debe ser leído como un texto de ideogramas, que da cuenta del «espíritu que moraba en cada cosa», [4] Este es a mi juicio el concepto clave para indagar el proceso de apropiación de referente prehispánico desde la perspectiva del universalismo constructivo de Torres: la lectura en clave ideogramática articula un problema plástico con una cuestión metafísica puesto que estos «signos talismán» son formas plástico-simbólicas que dan cuenta de «la verdad universal de las cosas». La concepción neoplatónica se conjuga con el primitivismo propio del pensamiento moderno en el que Torres se formó a lo largo de las cuatro décadas vividas en Europa.Bárbara Braun menciona que entre sus tempranas lecturas sobre “arte primitivo” figura The Origins of Art (1903) de Ernst Grosse (publicada en Barcelona en 1906, como Los comienzos del arte). Grosse –discípulo de Semper y uno de los referentes de Franz Boas en su Primitive Art (1927), texto fundador de la categoría de “arte primitivo” desde la etnología– [5] señala que el placer estético no está sólo ligado a la forma sino también el significado, porque “cuando las formas obran como símbolos, un nuevo elemento se agrega al goce estético”. [6] Es justamente este énfasis, puesto en el valor simbólico de las formas plásticas, el punto de articulación del neoplatonismo y el primitivismo. Torres, al igual que otros artistas vinculados a las corrientes esotéricas de la época, como Kandinsky, por ejemplo, anhela recuperar un arte que cumpla la función de traducir ideas en formas plásticas, vale decir, formas simbólicas que den cuenta de la estructura esencial del Cosmos.

En uno de sus últimos escritos La Nueva Escuela de Arte del Uruguay (1946) [7] sostiene que existe “una regla invisible que junta o hermana las obras antiguas a las más modernas” y que “ya no existen los artistas en particular sino el ARTE. Tendrá cada uno que volverse un primitivo y trabajar en lo elemental”; refuerza lo expresado ya en el Manifiesto de 1938: 

“Al tratar pues de ahondar en el espíritu de esas tierras de América, tratamos de ahondar para hallar la obra del hombre esencial. Despreciando lo histórico, de ayer y de hoy, procuramos dar con el terreno primitivo [...] el Universo (que no es ninguna abstracción) es una ley viviente. Y por esto, susceptible de ser reducido a números [...] Y al examinar las agrupaciones humanas en el rodar del tiempo y también la manifestaciones de la diversas culturas, no hemos querido fijarnos [...] más que en todo lo que guardase relación con ese orden universal[...] Nuestro interés en el aborigen de estas tierras de América, sea el de hoy o el de ayer, puede verse ahora que no obedece a otra razón que a la de hallar en él al hombre en ese plano universal, no deformado aún por la civilización”. [8] 

Torres entenderá al arte prehispánico desde esta perspectiva universalista y primitivista fundada en el convencimiento de que “todo primitivo trasciende las esfera material por natural disposición suya, y sea por superstición o por necesidad metafísica de creer en un orden, nos ha sido interesante, y de ahí el ocuparnos de él”. [9] 

A nuestro juicio, esta es la expresión de una transferencia del valor del orden neoplatónico, metafísico, abstracto y matemático, al orden prehispánico. La tradición constructivista sudamericana promovida por Torres no aprende la lección que encierran los textiles paracas, las esculturas tiwanacotas, la arquitectura incaica sino que los interpreta y define a la luz del neoplatonismo que subyace a todas las corrientes de arte concreto y constructivista europeos de los primeros 20 años del siglo XX. [10]

 

Notas

1. Estos conceptos de Torres aparecen por primera vez en un libro de 1935, los estructura y los desarrolla en otro publicado en 1939, Metafísica de la Prehistoria Americana.
2. Torres García, Joaquín, 1938:9. Buzio de Torres, Cecilia, 1991.
3. Torres rechazó de plano las propuestas indigenistas en las que se daba una apropiación directa de motivos del arte indigena considerándolo un «verdadero pastiche». Buzio de Torres. Cecilia. 1991: 24.
4. Encuentro sugerentes coincidencias con la posición de Ricardo Rojas quien en Silabario de la decoración americana, editado en Buenos Aires en 1930, plantea que el sentido en las «figuras arqueológicas» está dado por, lo que define como, «alfabeto metafórico en el que se representan los seres del mundo y los mitos de la raza» (Rojas, Silabario de la decoración americana, Losada, Buenos Aires, 1953, p. 27).
5. Véase: Bovisio, Maria Alba, 1999.
6. Boas, F., 1987: 126.
7. Publicado en La Escuela del Sur. El taller Torres García y su legado, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1991.
8. Torres García, Joaquín, Manifiesto n°2, pp. 6-7.
9. Ibidem.
10. Excede los alcances de este texto desarrollar las diversas hipótesis que se han planteado sobre el concepto de orden en el mundo prehispánico, pero por lo pronto cabe señalar que toda la información etnohistórica y etnográfica disponible permite sostener la hipótesis de que los sistemas de pensamiento prehispánicos andinos pueden asimilarse a lo que Lévi-Strauss define como «pensamiento salvaje», pensamiento que opera a través de signos concretos y no de conceptos abstractos, pensamiento en el que no cabe la metafísica puesto que no hay separación entre los distintos niveles de la realidad sino que esta se piensa en una totalidad integradora y se la explica a través de una compleja red de analogías.

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Fragmento del ensayo "El referente prehispánico en la obra de Joaquín Torres García: transferencias simbólicas", publicado originalmente en América: territorio de transferencias. Cuartas Jornadas de Historia del arte. Editado por Marcela Drien, Fernando Guzmán Schiappacasse y Juan Manuel Martínez Silva. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago de Chile, 2008.