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La labor artística como forma de resignificar un continente y la noción de arte afrodiaspórico
Por Igor Simões

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Rosana Paulino. Sin título, 2017.

Un atardecer, llego frente al taller de Rosana Paulino, en Pirituba. Allí, en una San Pablo que más parece un barrio del interior del Brasil, el sonido de un tren corta de tiempo en tiempo el paisaje; lo invade. En cambio, ante el lugar de trabajo diario de una de las artistas brasileñas más importantes de nuestra época, es una voz grave, sin vacilaciones, la que rasga la noche húmeda que cae. Esa voz cantaba un samba que evocaba al “pueblo de la calle”, [1] la legión de las divinidades afrobrasileñas del candomblé y la umbanda, responsables de los caminos y las rutas de la vida, del mundo. Esa es también la voz que, desde hace treinta años, está dando un tono inédito a lo que entendemos por ese territorio tan gigante como ignorante de sí que llamamos Brasil.

En este país, “gigante por naturaleza”, Rosana surge en una estirpe de grandes intérpretes de una historia que se ensambla mejor con la línea de sutura que atraviesa buena parte de su producción. Sutura, tomada como el procedimiento quirúrgico imperfecto que une partes que se aproximan por el conflicto.

Son muchos los apellidos de hombres blancos que surgen como intérpretes del Brasil. Sin embargo, Rosana los supera, puesto que su lectura poética habla no de un límite geográfico, sino de otro, que es del orden del movimiento, del flujo, del Atlántico. Rosana se torna singular, pues, por medio de un intenso esmero artístico, lanza discursos que reescriben el Brasil y el Atlántico.

Volviendo a mi llegada al taller, donde trabaja diariamente con un compromiso inquebrantable con la disciplina que marca sus tres décadas de labor, entro y me topo con una enorme mesa de trabajo. Sobre ella, varias hojas con los dibujos que se convertirán en su serie Nascituras [Nonatas], expuesta recientemente en San Pablo.

Rosana me dice: “Colocadas así, una al lado de otra, logro verlas como si tuviera un gran cuaderno delante de mí”.

En ese momento, se pone en pie una característica de gran parte de su obra: el dibujo, largamente desarrollado, que invade los cientos de cuadernos de diferentes épocas que forman parte del archivo de la artista. Lo que esas páginas –que van desde la década del 90 hasta, muy probablemente, el momento en que escribo este texto– preparan para quien se encuentra con sus obras recientes, es el proceso de construcción de un dibujo con idioma propio. El movimiento del trazo, basado en una línea que se aproxima a la continuidad y que es, en sí misma, de carácter expresivo, es un camino para la experimentación de diferentes materias y soportes. Y, principalmente, en términos formales, el dibujo estructura toda la trayectoria de la artista, puesto que en él está el desarrollo de códigos formales y políticos que reaparecerán como grabados, objetos e instalaciones.

La artista produjo, en el comienzo de su carrera, una serie de extrema delicadeza, en la que ficcionaliza, a partir de su experiencia física personal, su Diário da doença [Diario de la enfermedad]. El ojo interesado en la biología descubre el mioma que creció sin control dentro del cuerpo. No un cuerpo cualquiera, sino el de una mujer negra y, como tal, más susceptible a ese tipo de enfermedad. Allí se observa el surgimiento de un tipo de línea muy particular, que evoca pequeñas venas, ramificaciones, y que, de varias maneras, compone el trabajo de Rosana. Las formas presentes en las series posteriores figuran posibles organizaciones celulares, úteros que, a través del dibujo –lenguaje estructurante de la artista–, ocupan la superficie casi como criaturas alienígenas, provocando, entre la abstracción y la figuración, al ojo acostumbrado a intentar limitar determinadas producciones a una sola de esas complejas categorías.

Rosana Paulino es atlántica. Y eso no es poco. Significa, desde el principio, afirmar que su trabajo excede la frontera geográfica y territorial. Es en el Atlántico donde debe ser entendida la producción de Paulino. Rosana se yergue con una poética que destaca también los rasgos de una América Latina negra, a pesar de su continuo y orquestado proceso de blanqueamiento.

La artista reúne en su trayectoria, simultáneamente, belleza y dominio del lenguaje asociado a la furia, la crítica, la creencia y la política. Ese movimiento está refundando la noción de existencia negra, trastocando los restos vivos de la empresa colonial y el falso espejismo de progreso que sirve de base a gran parte de la vida latinoamericana e informa sus archivos canónicos.

Por cierto, es en los archivos de esa profunda llaga colonial donde la producción de Paulino halla parte de su materialidad. En una perspectiva muy particular y sin paralelo en el arte brasileño, Rosana propone un encuentro bélico entre arte, pseudociencia, cuerpos de mujeres negras y una historia más allá de la oficial, en el asentamiento del destino principal de la diáspora africana en el mundo: el Brasil.

Exactamente allí, se forma un coro de sus obras con la voz de Victoria Santa Cruz, con las imágenes de la cubana María Magdalena Campos Pons, algunas fotografías de la estadounidense Lorna Simpson y los grabados y universos de Belkis Ayón, y tantas otras. Pero va más lejos, y evoca las experiencias de argentinas, chilenas, peruanas, colombianas, uruguayas, paraguayas, caribeñas, venezolanas y norteamericanas. Todas amefricanas, como diría la insuperable intelectual negra brasileña Lélia Gonzalez (1935-1994), profesora que acuñó ese término para referirse particularmente a los vínculos oceánicos que reúnen a esas mujeres.

No por casualidad Rosana se apropia del cuerpo de un hombre y de una mujer negros, tomados por la lente del colonizador, y los cura. La mujer aprisionada en la fotografía del viajero Louis Agassiz [2]  fue captada durante la expedición Thayer, cuyo propósito era comprobar, por medio de mediciones y otras estrategias seudocientíficas, la natural inferioridad de los negros, vistos como agentes de la decadencia y la degradación humanas. Rosana devuelve a esos cuerpos sus raíces, sus corazones, sus vientres, sus sexos, y asienta poéticamente el Brasil y la diáspora.

No se puede dejar de señalar aquí otro de esos vínculos que demuestran la experiencia compartida de artistas afrodiaspóricos: en 1984, en la serie La venus negra, el artista negro estadounidense Kerry James Marshall, a partir de la pintura, también entrega un corazón al cuerpo negro de su venus. El procedimiento tan próximo no habla de una especie de cita en el trabajo de Paulino; no se trata de eso, sino de comprender que los flujos atlánticos también produjeron iconografías recurrentes que, en conjunto, muestran el carácter transnacional del arte afrodiaspórico negro.

Si comprendemos los vínculos poéticos que reúnen la producción de tantas y tantos artistas oriundos de la experiencia del Atlántico, podremos entender fácilmente qué arte surge de ese tipo de abordaje, y tendremos que entender, de las formas más diversas, que el contexto afrodiaspórico es amplio y se extiende por un inmenso territorio en el que se diluyen las fronteras nacionales.

 

Notas

1. “Fala, Majeté! Sete Chaves de Exu”, samba enredo de la Escola de Samba Grande Rio, carnaval de 2022. Compuesto por Arlidinho Cruz, Gustavo Clarão, Claudio Mattos, Jr. Fraga, Igor Leal y Thiago Meiners.

2. Louis Agassiz (1807-1873) fue un zoólogo de origen suizo, radicado en los Estados Unidos y profesor de la Harvard University, considerado en su época un innovador en el campo de las ciencias naturales. Sus teorías abogaban por la supremacía racial blanca y por la jerarquización de los sujetos. Entre 1865 y 1866, coordinó la expedición Thayer, que tuvo como destino el Brasil, con el fin de inventariar los tipos raciales brasileños.

Los fragmentos aquí reproducidos fueron extraídos del ensayo publicado con el título “Rosana, el Atlántico y la Argentina negra: la labor artística como forma de resignificar un continente y la noción de arte afrodiaspórico” en el catálogo de la exposición Rosana Paulino. Amefricana



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