Diario
Ensayos

¿Afinidades pop?
Por Ana Longoni

Una hilera de gigantescos girasoles iluminados desde su interior, construidos con acrílico y poximix: así era la obra presentada por la artista argentina Susana Salgado al Premio Nacional Di Tella en 1966. Recibió el primer premio por parte de un jurado integrado por Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, y dos entusiastas del pop, Otto Hahn y Lawrence Alloway. Este último, en ocasión del dictamen, declara: “Buenos Aires es ahora uno de los más vigorosos centros ‘pop’ del mundo”. Salgado, según el rumor, no asistió a recibir el galardón porque era parte del elenco que representaba en ese momento la obra teatral Drácula, de Alfredo Rodríguez Arias.

La prensa ubica a la ganadora dentro de lo que denominaba grupo pop, junto a Dalila (también Delia) Puzzovio, Carlos Squirru, Edgardo Giménez, Juan Stoppani, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Alfredo Rodríguez Arias y Roberto Plate, varios de los cuales compartían desde 1963 la vivienda-taller ubicada en la calle Pacheco de Melo 2952. En ese “alocado villorrio indio”, [1] según la definición de Alloway, montan sus propias muestras y espectáculos. Sin duda, sus producciones sintonizan con cierta sensibilidad asociada al pop (desparpajo y hedonismo, quiebre de las convenciones del “buen gusto”, citas y recursos de la industria cultural y la publicidad, empleo de materiales “bajos” y efímeros, expansión del arte hacia el terreno de la moda, el diseño, etcétera). Sin embargo, el teórico y animador de la vanguardia Oscar Masotta no parece coincidir con la optimista evaluación de Alloway. En lo que describe como “la pluralidad de proposiciones de los argentinos” no encuentra paralelos ni versiones del pop, sino diversos caminos que empiezan a delimitar lo que nombra –citando quizás a Pierre Restany– un “folklore” propio de la cultura de Buenos Aires. [2] Masotta elude designar como pop a nadie dentro del vasto conjunto de jóvenes creadores que sacudían como un sismo la escena artística local, y opta por nombrarlos como “los imagineros argentinos”.


Susana Salgado. Girasoles, 1966.

Un overol de trabajo, de pie, rígido y vacío –o mejor lleno de la ausencia de su habitual portador– en medio de una sala de exposiciones. Forma parte de la serie de mamelucos “pegoteados” que desde 1965 produjo el chileno Francisco Brugnoli, a partir de ropa de trabajo impregnada en pintura y plastificada. Des-habitados por asalariados fantasmales, los pegoteados devenían en signos metonímicos del anonimato de la clase trabajadora en la sociedad de masas. Para fabricar lo que llama “hechos de arte”, Brugnoli junto a Virginia Errázuriz reúnen desechos urbanos, plásticos, fragmentos de automóviles y máquinas. Reclaman al arte, en los intensos años previos al golpe de Estado de 1973, un “encuentro con un imaginario popular”; y toman como materia elementos de la iconografía popular, de sus juguetes y su vestimenta, así como productos de la sociedad de masas (gráfica, afiches e historietas). En un tránsito acelerado de la representación a la presentación de situaciones, se sitúan en tanto observadores y recolectores de situaciones cotidianas, sobre las que llaman la atención al recortarlas y resignificarlas, al colocarlas en otro contexto. Pretenden interpelar a un público más vasto y popular, al proyectarse fuera de los espacios de exhibición cerrados, y proponer instalaciones en espacios públicos, ferias, parques o calles. En su tiempo, reciben el mote de Brigada Mondrián, como contrapunto estético (y, a la vez, equiparación política) con brigadas muralistas como la Ramona Parra o la Inti Peredo, que pintan contemporáneamente los muros de la ciudad. Si la crítica periodística elige descalificar como pop estos y otros trabajos experimentales, Miguel Rojas Mix –Director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad popular– toma distancia de esta inclusión y habla de un nuevo “movimiento escultórico neofigurativo”.


Francisco Brugnoli. No se confíe, 1965 [Detalle].

Un globo de historieta parte de la boca de un campesino andino, con su chullo y su poncho, y un enorme dedo índice en primer plano que señala directamente al espectador mientras reclama enfático la adhesión a la causa revolucionaria porque “la reforma agraria te está devolviendo las tierras que te quitaron los gamonales”. Concluye con el imperativo en idioma quechua “¡Jatariy!” [¡Levántate!]. El tratamiento de la imagen es claramente deudor del sistema de puntos de los cuadros de Lichtenstein, quien a su vez reproduce la técnica de las historietas populares. Incluso parece citar la conocida imagen de Tío Sam convocando a los jóvenes a enrolarse imprecándolos con un “I want you”, con el mismo gesto imperativo de señalar al espectador para convocarlo a la acción, aunque por cierto se trate de una cruzada ideológica de signo contrario.

Es uno de los afiches en apoyo a la reforma agraria impulsada por el gobierno de Velasco Alvarado, que el artista peruano Jesús Ruiz Durand realiza a fines de los 60 para contribuir a la propaganda oficial de las medidas tomadas entre sectores campesinos. Así relata la experiencia Ruiz Durand:

“Algunos periodistas y artistas conformamos un pequeño equipo de comunicación que trataba de romper con el esquema tradicional de la rutinaria labor de una clásica oficina de relaciones públicas. [...] El denominador común de este grupo de comunicación fue más la amistad y el entusiasmo que una ideología política o concepción cultural compartida. [...] Se produjo no obstante un paquete de material de difusión y divulgación de los aspectos más relevantes de la Reforma Agraria, incluyendo un grupo de afiches”.

El historiador del arte Gustavo Buntinx considera que esta producción “radicaliza las premisas iconográficas del pop, reemplazando la imagen comercial por la de raigambre política”, [3] dando lugar a lo que el mismo Ruiz Durand denominó “una especie de pop achorado” (calificativo que –en la jerga coloquial peruana– significa desfachatado, insolente): una cruza inesperada entre la cultura masiva cosmopolita y el proceso social que atravesaba el mundo andino, sus imaginarios, sus urgencias.


Jesús Ruiz Durand. Afiches de la serie Reforma agraria, 1968-1973.

Hasta aquí, la alusión a tres casos que coexisten epocalmente, en tanto ocurren en la segunda mitad de los años 60 en distintos contextos de conmoción social y política en América Latina. En los tres –como en muchas otras producciones contemporáneas o posteriores– podrían señalarse fácilmente recursos técnicos, procedimientos, repertorios iconográficos, imaginarios vinculados a la cultura de masas que a todas luces establecen una relación inequívoca e inocultable con el pop norteamericano. A la vez, en los tres casos se evidencia el esfuerzo por renombrar lo que hacen, inventando una denominación que se despegue de la automática adscripción al pop. Sin embargo, sus citas evidentes a las multiplicaciones de imágenes de Warhol o a las máscaras de Segal o a la reelaboración de historietas en Lichtenstein, por mencionar afinidades precisas, podrían dar lugar a una lectura interpretativa en clave “derivativa”: apenas constataciones de la influencia pop en América Latina, meras repercusiones o apropiaciones de una corriente artística originada en un escenario central que deja sus secuelas tardías en la periferia. Aun cuando se piense como desvío o reelaboración, incluso como deglución antropofágica para producir otra cosa con lo asimilado, la reiteración del esquema binario centro-periferia para entender las producciones culturales en América Latina corre el riesgo de insistir en la unidireccionalidad de ese esquema, al rastrear las repercusiones del centro en la periferia bajo el signo de lo derivativo, la irradiación o la difusión hacia los márgenes de las tendencias artísticas internacionales (y a lo sumo, da cuenta de su distancia o diferencia en términos de exotismo o distorsión).

Quisiera ensayar aquí otra clave de lectura que se distancia radicalmente de esa matriz, que es la que suele signar la mayor parte de las narrativas acerca de las producciones artísticas ocurridas en el sur: pasar a asumir una posición “descentrada”, que afecte desde dónde pensamos nuestra propia condición desigual a la vez que indague qué porta el mismo centro de periférico. Trastornar nuestra mirada sobre el propio centro, incluso entendiéndolo no exclusivamente como posición geopolítica sino –como propone Nelly Richard– como “función-centro” en tanto “instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, [4] quebrando los parámetros y escalafones que constituyen su legalidad y administran sus relatos. Esto es, erosionar el orden binario sobre el que se funda y articula la diferenciación centro/periferia, dejando de asumirla como una dinámica estable y fatal.

Con el término descentrado quiero aludir, entonces, no solo a aquella posición desplazada del centro sino también a un centro que ya no se reconoce como tal, extrañado, turbado, que está fuera de su eje, que ha perdido sus certezas. O sea, observar la metrópoli desde un adentro que queda fuera de su relato (cuyos usos definen justamente qué queda adentro y qué afuera, qué es centro y qué periferia).

Es desde estos desplazamientos que formularé la pregunta sobre la presencia de afinidades pop en el arte producido en distintos países de América Latina, desde la década del 60 en adelante. El punto de partida no es, entonces, evidenciar las repercusiones del pop norteamericano en el resto del continente, ni tampoco demostrar las diferencias que con ese legado produjeron los latinoamericanos, sino lanzarnos a repensar los presupuestos más o menos estables que sobre el arte pop tenemos, desde la extrañeza que puede provocar la consideración de esos otros episodios.

Este argumento no intenta minimizar o pasar por alto las relaciones o los ecos que puedan establecerse entre escenas artísticas, que además muchas veces van más allá de la influencia y se aproximan, si se quiere, al saqueo vandálico. Pero limitarnos a señalar esas derivas dice poco no solo de lo que efectivamente está aconteciendo en una escena o en la otra, sino que limita la complejidad de nuestro análisis.

No se trata, creo, de abordar una experiencia para verificar una influencia o señalar su corrimiento respecto del canon, sino de considerar, al menos como hipótesis, las condiciones históricas específicas de su irrupción así como la potencia poética y política que desata y que puede afectar los modos en que indagamos, pensamos e historiamos el pop (a secas).

 

Notas

1. Lawrence Alloway, entrevista, en King, John. El Di Tella, Buenos Aires: Gaglianone, 1985, p. 114.
2. Masotta, Oscar. El pop art, Buenos Aires: Columba, 1967.
3. Buntinx, Gustavo. “Modernidades cosmopolita y andina en la vanguardia peruana”, en AA.VV., Cultura y política en los años ’60, Buenos Aires: Oficina de Publicaciones del CBC, 1997.
4. “La jerarquía del Centro no solo depende de que concentra las riquezas eco- nómicas y regula su distribución. Depende también de ciertas investiduras de autoridad que lo convierten en un polo de acumulación de la información y de transmutación del sentido, según pautas fijadas unilateralmente [...]. El ‘centro’ se recrea como función-centro en cualquiera de las instancias que producen conocimiento-reconocimiento según parámetros legitimados por un predominio de autoridad”, señala Nelly Richard. Cfr. “La puesta en esce- na internacional del arte latinoamericano: montaje, representación”, en AA. VV., Arte, historia e identidad en América Latina. Visiones comparativas, tomo III, México DF: Instituto de Investigaciones Estéticas - UNAM, 1994, pp. 1015-1016.

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Fragmentos del ensayo "¿Afinidades pop?", publicado originalmente en el catálogo de la exposición Andy Warhol. Mr. America, Buenos Aires: Malba, 2009.  

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