Literatura rusa clásica: Pushkin, Gogol, Tolstói, Chejov y Dostoievski, que comienza el jueves 23, Sylvia Iparraguirre presenta una semblanza de la figura de Alexandr Pushkin.

"> Alexandr Pushkin La palabra vigilada, por Sylvia Iparraguirre Malba

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Alexandr Pushkin
La palabra vigilada,
por Sylvia Iparraguirre

 

“Ya no puedo soportar más la santa Rusia”, escribía Alexandr Serguievich, conde de Pushkin en una carta a su hermano, en 1825. Tenía veintiséis años, ya había compuesto la oda “La libertad” y Ruslán y Ludmila, era considerado desde la adolescencia el más grande poeta de su país y acababa de ser confinado a su cuarto destierro burocrático: se lo enviaba a la finca de su padre en Pskov. La vigilancia de la policía del Zar se había vuelto agobiante desde el año anterior: no se le concedió permiso para viajar al extranjero (por temor a que huyera a Grecia a reunirse con Byron) y se denegó su petición de entrar en el ejército. Su presencia en Odessa se había vuelto inquietante para su “protector”, el conde Voronzov, quien informa al Zar: “No siento ninguna simpatía por sus modales ni admiro su talento”. Desde el poder, baja una orden: deberá dirigirse a Cherson para ocuparse con urgencia de las medidas que se tomen para combatir la langosta.

Mientras esto ocurría, la policía secreta se apoderaba de una carta del poeta a un amigo. En la carta interceptada, Pushkin decía: “...cuando leo a Shakespeare y a la Biblia, el Espíritu Santo entra en mi corazón. Pero prefiero a Shakespeare. Shakespeare es un buen filósofo, el único ateo inteligente que conozco.” El Zar en persona se ocupó de esta herejía, lo expulsa de los planteles ministeriales, donde cumplía su tarea de vigilar langostas, y lo envía bajo sospecha de “manifestar opiniones escépticas frente a la fe”, a su último destierro: la hacienda de Pskov. Pero sólo ahora comenzarían las verdaderas dificultades para Pushkin. 1825 fue el último año del reinado de Alejandro I. El zar benévolo sería sucedido por Nicolás I, uno de los más despóticos y oscurantistas monarcas rusos. Su toma de poder, el 14 de diciembre de 1825, fue recibida con el célebre levantamiento de los decembristas, a los que Pushkin pertenecía desde sus años juveniles.

Esta revuelta armada contra la autocracia fue llevada adelante por la joven generación de oficiales de la Guardia Imperial que reunía lo más progresista de la juventud dorada de Rusia. Influidos por las ideas de la Ilustración y de la Revolución Francesa, pedían cambios estructurales para el Estado ruso, fundamentalmente una constitución. Nicolás I no dudó un segundo y libró a su país de los posibles generadores de un cambio histórico. De los cien jóvenes que participaron en el levantamiento, ahorcó a cinco y desterró a Siberia, a trabajos forzados en las minas, al resto. Pushkin se salvó de alguno de estos dos destinos porque ya estaba confinado en Pskov. El fracaso de llevar a término las ideas de libertad del grupo decembrista modificó esencialmente su vida. Una larga asfixia, que culminaría en el duelo en el cual murió, cerraba su cerco en torno a él. Con la promesa de “comportarse” y de “enmendarse”, se le permite volver a la corte, a San Petersburgo.

Aparentemente había quedado atrás la ardiente adhesión del poeta a los ideales de su generación, la época de sus dieciocho años en que compuso la oda  “La libertad”, que circuló por toda Rusia en copias manuscritas y que le valió su primer destierro; atrás  parecieron quedar sus feroces epigramas contra los funcionarios omnipotentes del Estado y la Iglesia. Su vida experimentó un vuelco definitivo ya que a partir de entonces, el propio Zar lo tomaría bajo su “protección”. Es decir, el soberano en persona se erigió en censor de Pushkin y el poeta debía enviarle todo poema o papel de cualquier índole que escribiera, para su supervisión. Esto sucedió con El jinete de bronce que Pushkin decide no publicar por la cantidad de “enmiendas” del Zar.

Pushkin encarna paradigmáticamente la figura del poeta romántico. Su misma figura, como la de Byron, corresponde a la más heroica iconografía: altivo, de larga melena y actitudes díscolas, los cascos de su caballo resonaban en la noche de las aldeas, donde dejaba, como si fuera su rastro, un poema o un epigrama clavados a un muro. Entre duelos, mujeres y juego vivió precoz y desaforadamente. Podemos agregar una cuota de exotismo: su bisabuelo negro, africano, el célebre príncipe abisinio de la corte de Pedro el Grande. El pueblo ruso lo adoraba. A los veinte años su popularidad era inmensa. Su genialidad consistió en retomar la lengua rusa para la literatura, escrita hasta entonces en francés. Los versos de Ruslán y Ludmila, una historia de hadas que funda la literatura moderna en Rusia, eran cantados y repetidos por los chicos de las más remotas aldeas. Sus heroínas, como Tatiana, de Eugenio Onieguin, se transformaron en el arquetipo de “la mujer rusa”. Su palabra, sencilla, directa, casi oral, desató una tormenta entre los poetas seudo clásicos cuyas actitudes sacerdotales, de reverencia ante la literatura francesa, cayeron como máscaras. Pushkin había abrevado en las fuentes más claras de la poesía popular y había sabido escuchar el habla del pueblo. Mientras trabajaba en Boris Gudunov, desterrado en Pskov, en solitarias noches invernales, el poeta mantenía largas conversaciones con su nodriza. Ella le había contado en su niñez la historia de Ruslán, ella le hizo conocer el espíritu de las canciones populares, todo el riquísimo folklore que tomaría lugar, más tarde, en el flexible y diáfano lenguaje de Pushkin. Opuesto a la ampulosa pesadez de lo que se había escrito hasta entonces, esta transparencia es la marca de la poesía  pushkiniana y el trazo que cambiaría la literatura entera de su país. Asombra comprobar que la corta vida de Pushkin o, mejor dicho, sus dos décadas de producción, encierre toda la edad de oro de la literatura rusa y la fundación de un nuevo lenguaje literario.

La vida de este poeta parece resumirse en un apurado y atorbellinado vivir mientras la opresiva persecución de que era objeto no consentía ni un poema ni una carta ni una actitud que no estuvieran rigurosamente vigilados. No tuvo Pushkin la sombría determinación de un Byron, a quien fervorosamente admiraba, sino la inquieta urgencia de un adolescente perpetuo en cuya voz el pueblo ruso encontró la propia. Genio de ecos mozartianos con cierto chisporroteo frívolo y ligero en la superficie, Pushkin encarna la parábola del artista a quien el poder intenta manipular. Su vida arma también una aparente paradoja: el poeta nacional, el poeta de la oda “La libertad” y de los epigramas a los poderosos y a los obsecuentes, postulará a partir de la feroz persecución de Nicolás I, las ideas del arte por el arte, de la “belleza inútil”.

Ciertamente, la sociedad y el momento histórico que ahogaban a Pushkin no se cambiarían rebelándose en verso contra el despotismo, pero el Zar que gobernada Rusia parecía sentir un temor supersticioso por el poder de la palabra, por sus alcances. En 1827, el jefe de gendarmería Benkendorf, mano derecha de Nicolás I y encargado del “caso Pushkin”, informaba puntualmente a su soberano: “Pushkin expresó en el Club Inglés gran entusiasmo por vuestra majestad y obligó a las personas que comían con él a brindar por vuestra salud. No por eso deja de ser un sinvergüenza redomado, pero si logramos dirigir su pluma y sus palabras, ello será de utilidad.” Utilidad se traduce como servicio al estado. Los últimos años del poeta están signados por la irónica benevolencia del zar, quien tal vez imaginó que lo había domesticado. Su intento había sido aplacar al rebelde Pushkin y usar su prestigio como adorno de la moral oficial. La vida entera de Pushkin es la negación a este deseo. Cuando la opresión zarista ya no lo dejaba respirar, su “poesía por la poesía misma” fue su refugio, la manera más auténtica de no hacerse cómplice, de negarse a la colaboración.

Como acaso correspondía a su vida y a su época, Pushkin muere o se suicida en un duelo el 29 de enero de 1837. Defendía el honor de una mujer. Era Natalia Goncharova, su esposa, a quien el Zar asediaba. Sus últimas palabras fueron trágicamente simbólicas: “No puedo respirar, me asfixio”. Diez mil personas acompañaron su entierro, a pesar de la orden de que se hiciera en secreto. Fue un hombre al que el poder quiso canonizar como poeta oficial y al que el pueblo ruso eligió como poeta nacional.