Diario
Ensayos

Arte en Colombia: Miradas sobre la violencia
Por Juan Ricardo Rey-Márquez


Beatriz González. Decoración de interiores, 1981. [Detalle].

La llamada “Violencia” en Colombia tiene la presencia ominosa de una condena. Aunque el período histórico así denominado va de mediados de la década de 1940 hasta finales de los años cincuenta –algunos incluyen también la década del sesenta–, la historia colombiana suele interpretarse en relación con los conflictos políticos que la han signado desde la Independencia. Durante el siglo XIX las múltiples confrontaciones entre los partidos Liberal y Conservador, marcaron una atmósfera belicista en alza. En el paso al siglo XX se dio el mayor de todos los enfrentamientos en la memoria nacional, la Guerra de los mil días (1899-1902) tras la cual la provincia de Panamá declaró su Independencia dejando una herida que tardaría décadas en curarse. Dos testimonios memorables de tal periodo son la caricatura El escudo de la regeneración (1890) del grabador Alfredo Greñas (1857-1949) y el álbum de dibujos Recuerdos de Campaña de Peregrino Rivera Arce (1877-1940). Si pensamos en las representaciones que desde las artes se han propuesto sobre un proceso tan complejo y doloroso, resultan elocuentes la caricaturización del emblema nacional y los apuntes de un artista comprometido que fue a la guerra con sus instrumentos de trabajo. La sátira del escudo no es otra cosa que la deslegitimación del proyecto de nación que en él se representa, mientras que los testimonios del dolor y la guerra son las formas externas de una conflictividad profunda. Bernardo Salcedo (1939-2007) retomó la lógica de impugnación del símbolo de la república ochenta años después en su Primera lección (1973), donde el escudo desaparece por la ausencia del contenido de sus símbolos (entre ellos el canal de Panamá).

El antagonismo político en las primeras décadas del siglo XX tuvo en el comunismo un nuevo protagonista. Durante los días 5 y 6 de diciembre de 1928, en el Caribe Colombiano, una huelga de obreros de la United Fruit Company terminó cuando el ejército le disparó a los manifestantes y sus familias. La acción inescrupulosa se conoció porque el mismo comandante del ejército se jactó de que los “bolcheviques” se habían equivocado al pensar que los militares no abrirían fuego sobre mujeres y niños. La masacre se volvió mítica, pues las trescientas víctimas pasaron a ser miles en la imaginación popular. En Cien años de soledad (1967) Gabriel García Márquez (1927-2014) nos lleva de la mano de José Arcadio Segundo para atestiguar el horror: “Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. Con la masacre de las bananeras en la plaza de Ciénaga, Magdalena, el ejército dio cumplimiento a la ley 69 de 30 de octubre de 1928 que protegía el derecho a la propiedad frente a la amenaza de los sindicatos, pes entonces era ilegal movilizarse o protestar. La masacre de las bananeras relatada por José Arcadio Segundo fue pintada por Débora Arango 20 años después en el “tren de la muerte”. Sus ecos están detrás de la instalación Musa Paradisiaca realizada por José Alejandro Restrepo en 1996.


Óscar Muñoz. Editor solitario, 2011.

Al atender a las intersecciones entre la guerra y la política para comprender la violencia (Sánchez, 2003: 21-36), emerge la elaboración artística de la violencia. Sus operaciones simbólicas, sean estas la caricatura, la crónica, el testimonio o la alegoría demuestran una relación conflictiva con la memoria y la historia. Pensemos en Violencia (1962) de Alejandro Obregón. El cuerpo yacente de una mujer embarazada, como un paisaje yermo, no es otra cosa que la Nación muerta antes de dar a luz. Esta alegoría del impedimento de dar vida aparece también en 9 de abril de Alipio Jaramillo (1948), La República (1957-58) de Débora Arango y Piel al sol de Luis Ángel Rengifo (1964). La masa anónima del conflicto social -amenazante y enardecida- es víctima y testigo mudo. Aquí no cabe el arte (1972) como declaró Antonio Caro (1950-2021) en una pancarta de la década del setenta. Los espectros de las victimas emergen en Aliento (1996) de Oscar Muñoz, como lo hicieran en las denuncias del Taller 4 Rojo. Estas obras no son resultado de una cultura de la violencia, sino de la elaboración sensible de una amenaza recurrente, nominada de manera singular como un período histórico (La Violencia), o como fenómenos de “orden público” en plural (Las violencias). La reflexión de Beatriz González (1932) o Doris Salcedo (1958), la de los grabadores Augusto Rendón (1933-2020), Alfonso Quijano (Bogotá, 1927) dan cuerpo a miradas diversas y voz a dolores inefables.

 

Referencias bibliográficas

Rubiano Caballero, Germán. “El arte de la violencia: nunca la imaginación supera su crudelísima realidad.” Arte en Colombia: Internacional (Bogotá, Colombia), no. 25 (1984): 25–33.
Sánchez, Gonzalo. "Las huellas de la guerra." en Guerra, memoria e historia, Bogotá: Instituto colombiano de Antropología e historia, 2003.

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