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El humor como estrategia queer
Por Mariano López Seoane

Comienzo con un poco de drama. Más precisamente, con la escena que da inicio a Una visita inoportuna, la última pieza teatral del escritor y dramaturgo rio­ platense Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi. La obra fue estrenada con puesta en escena de Jorge Lavelli en el teatro de La Colline de París en febrero de 1988. Copi había muerto dos meses antes en un hospital por complicaciones asociadas con el sida mientras ensayaba esta comedia cuyo protago­nista, Cirilo, muere en un hospital también por com­plicaciones derivadas de esta enfermedad. El éxito de esta puesta en escena llevó a que fuera presentada por el mismo Lavelli en diciembre de 1989 en el teatro Po­liorama de Barcelona y en el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires en 1993.

 

ESCENA 1 – Cirilo y la Enfermera

Enfermera: Llegó su nuevo salto de cama.
Cirilo: Yo no encargué ese horror.
Enfermera: Es un regalo de su cuñada.
Cirilo: Mi cuñada es capaz de cualquier cosa con tal de arruinarme un cumpleaños.
Enfermera: Esta mañana se despertó insoportable. Ni siquiera se comió la medialuna. ¿Tomó las píldoras? Cirilo: Sí.
...
Enfermera: Hoy es día de Suramina. Espero que haga venir a su sirvienta. Estoy harta de recoger las sobras de sus reuniones sociales. Nunca se había visto nada igual en este hospital. Usted es la Sara Bernhardt de la Asistencia Pública.
Cirilo: Habla como un homosexual.
Enfermera: A veces me pregunto si no hubiese sido mejor nacer homosexual. [1]

 

Para quienes no la han leído: la obra es un festival de intercambios picantes, desbordes grotescos y gags te­merarios, todo amplificado por un uso indiscriminado de la hipérbole y el manejo exquisito del humor ne­gro. Se trata de una comedia perversa, sí, pergeñada y presentada, y esto es clave, en medio de la situación dramática, o mejor trágica, que afectaba personal­mente al dramaturgo y protagonista, y colectivamen­te a la comunidad a la que pertenecía. Viene bien re­cordar que el fin de los años ochenta es, en Francia pero también en otros países de Europa y en los Estados Unidos, el pico de lo que se conoce usualmente como «crisis del sida», que solo empieza a controlarse a mediados de los años noventa. [2] El fin de la década de los ochenta es, entonces, un momento crítico para las comunidades de disidentes sexuales con las que Copi tiene una relación estrecha y que le aportan a sus obras teatrales y sus novelas muchos de sus elemen­tos distintivos: tramas, personajes, universos y, lo más importante de todo, una lengua.

Esa lengua lujosa y despiadada, la lengua de las lo­cas, le permite a Copi interrumpir la cadena de lamen­tos que se había vuelto de rigor en comunidades que definitivamente estaban a la defensiva. [3] Si el grueso de la sociedad parecía darles la espalda a quienes pa­decían las consecuencias de la epidemia, cuando no hacerlos responsables de un mal que esos momentos amenazaba con extenderse hacia otros grupos, los afectos dominantes en las comunidades de disidentes sexuales le hacían juego a esta atribución de culpa: la vergüenza, la culpa, el temor y la tristeza eran las emociones preponderantes en los distintos canales de expresión de estas comunidades, desde las revis­tas orientadas al incipiente mercado gay hasta las novelas, películas y obras de arte que circulaban en la esfera pública ampliada. [4] Hasta casi el fin de la dé­cada, la mayor parte de esas intervenciones artísticas y políticas trabajarán sobre una amplificación de esas pasiones tristes que constituyeron la primera respues­ta posible para estas comunidades castigadas y perse­guidas. La risa de Copi viene a marcar un cambio de tono, y de registros, que se hará cada vez más audible en los años que siguen.

En efecto, es pocos meses antes que subterránea­mente, y no tan subterráneamente, empiece a produ­cirse en los Estados Unidos un viraje en los activismos de la disidencia sexual que implica un reordenamiento de los afectos movilizados y un cambio de tono en las intervenciones estéticas y políticas de quienes luchan contra la epidemia. La marca más visible de este giro es por supuesto la irrupción de ACT UP en la esfera pública norteamericana, y tan luego global, de la mano de una batería de estrategias y recursos que quisiera poner en sintonía con la intervención cómica de Copi.

El 10 de diciembre de 1989 la coalición de acti­vistas nucleada en ACT UP organiza una jornada de acción directa frente a la catedral de St. Patrick en Nueva York. Bajo la consigna «Stop the Church», ACT UP produce una respuesta vibrante a las declaraciones del cardenal John O’Connor sobre la inutili­dad del preservativo para prevenir las infecciones de transmisión sexual. En medio de la devastación que estaba produciendo la crisis del sida, la intervención de O’Connor resultaba absolutamente inaceptable. El cardenal había conseguido despertar la ira de los activismos de las disidencias sexuales pero a la mani­festación se sumarían muchos otros grupos, incluso madres y padres de adolescentes latinos, una de las comunidades más afectadas por la epidemia y para la cual las palabras de un jerarca de la Iglesia católica constituían un verdadero factor de riesgo.

«Stop the Church» se despliega a la vez dentro y fuera del edificio emblema de la Iglesia católica en los Estados Unidos. Dentro de la catedral, un grupo de activistas lleva adelante un die-in, es decir, una acción performática en la que decenas de cuerpos yacen en el piso simulando estar muertos. Algunos activistas optan por ponerse de pie en sus filas y empiezan a gritar consignas contra el cardenal y contra la Igle­sia. El tono de la acción es dramático, definido por la tristeza de las pérdidas acumuladas y por la urgencia de una crisis que no encuentra su solución. Fuera de la catedral, sin embargo, el clima es completamente distinto. Allí la manifestación tiene algo de fiesta y algo de carnaval. Junto a los activistas que portan carteles, pósteres, consignas y banderas a la manera clásica, hay otros que lucen máscaras, visten disfraces y actúan como si se tratara de una performance artísti­ca. Un hombre con el cabello largo castaño, barba del mismo color y una corona de espinas se destaca entre la multitud. Lleva un micrófono y le habla a la cámara: «¡Aquí Jesucristo! Estoy frente a la catedral de St. Patrick un domingo». Sus palabras se mezclan con el sonido de la protesta. «Dentro de la catedral —continúa— el cardenal O’Connor sigue diseminan­ do sus mentiras sobre lesbianas y gays. Aquí estamos para decir: ¡nosotros también queremos ir al cielo!».

Ese Jesucristo exaltado es el activista chicano Ray Navarro, miembro de uno de los grupos que componían la coalición ACT UP, DIVA TV. Esce­nas de la protesta, y de la participación de Navarro, pueden verse en el documental que DIVA TV presenta en 1990, Like a Prayer, y en el documental que Sarah Schulman y Jim Hubbard estrenan en 2013, United in Anger. Lo que hace Navarro es una suerte de drag paródico, dotando a su Jesucristo de una irreverencia camp que le permite reírse de la dramática situación que atraviesa su comunidad sin abandonar por ello la posición de crítica y de protesta. Podría decirse más: es precisamente el recurso a la parodia y al humor, el recurso a estrategias de aligeramiento, lo que le permite a Navarro, y a ACT UP, llevar adelante sus reclamos. Ray Navarro morirá a los pocos meses de complicaciones derivadas del sida.

Si estos dos ejemplos, extremos, son ilustrativos de la potencia del humor, lo son sobre todo de los usos que han sabido darle las disidencias sexuales para enfrentar situaciones particularmente críticas. Como repiten quienes se han dedicado a estudiarlo, el humor ayuda a atravesar momentos adversos, pero también a volver más tolerables condiciones de vida precarias que constituyen factores de riesgo y de vul­nerabilidad. Esta capacidad del humor está conecta­da con su función de proporcionar alivio, pero tam­bién con su dimensión constructiva, de construcción de comunidad, toda vez que reposa sobre un sentido común compartido y que trabaja reforzando códigos y lenguajes que solo conocen en profundidad aquellos que pertenecen a un determinado grupo. Pero a su vez, como nos recuerdan los ejemplos, el humor tiene una dimensión ácida, corrosiva, que le permite operar como agente de erosión de valores, tradiciones, nor­mas e instituciones existentes. A la vez que cuestiona y pone en crisis lo que es, entonces, el humor propicia el bienestar, acaso breve, de quienes lo cultivan. [5]

En los casos puntuales que acabamos de conside­rar es bastante clara esta triple función del humor, y su utilidad en momentos de peligro. Tanto Copi como Navarro vuelven mucho más vivibles, para ellos mis­mos y para quienes constituyen sus públicos, situacio­nes que intensifican la vulnerabilidad de comunidades ya de por sí precarizadas. La risa es uno de los soste­nes de estas comunidades contra las que se ha desata­ do la guerra. Tanto Copi como Navarro, por otro lado, acuden a uno de los códigos que los colectivos de las disidencias sexuales han construido y transmitido casi en secreto a lo largo de décadas: el código del camp. Si esta inscripción en un linaje les permite contar con el consentimiento cómplice de toda una comunidad, es igualmente cierto que sus intervenciones se su­man a la cadena de producciones estéticas y activis­tas que extienden en el tiempo el legado del camp, en esa suerte de reproducción por transmisión cultural que durante muchos años constituyó la única opción disponible para las disidencias sexuales. Tanto Copi como Navarro, por último, direccionan la capacidad corrosiva del humor a los valores, normas, tradiciones e instituciones que ponen a sus comunidades en peli­gro. Una visita inoportuna despliega una mirada cáus­tica sobre el mundo de la alta cultura pero, además, se encarga de lanzar una retahíla de dardos envenenados contra uno de los escenarios institucionales de la cri­sis del sida, el hospital, y contra su gremio gerencial, la corporación médica. La intervención de Navarro, por su parte, está claramente dirigida contra la jerarquía católica y contra la Iglesia católica como institución, y se inscribe por supuesto en la línea de cuestiona­miento que habían inaugurado el feminismo y otros movimientos sociales: el pedido de no injerencia en los asuntos públicos que muchas veces se sintetiza como separación definitiva de la Iglesia y el Estado. Lo interesante es que Navarro lo hace, en esa ocasión y en otras, apropiándose de la figura de Jesucristo, y ac­tivando las potencias antisistema de esa figura (su cer­canía con las figuras más marginalizadas de su época, su solidaridad con mendigos y prostitutas, etc.) para operar un cuestionamiento de las autoridades religio­sas desde el lenguaje de la religión. Por supuesto, es la lengua del cristianismo torcida y subvertida, vuelta loca, por obra de su apropiación queer.

 

Notas

1. Copi (1993). Una visita inoportuna. Buenos Aires: edición del Teatro Municipal General San Martín, p. 15.
2. Véase, entre otros, Crimp, Douglas (1988). AIDS: Cultural Analysis/Cultural Activism. Cambridge: MIT Press.
3. Véase López Seoane Mariano; Palmeiro, Cecilia. «La lengua de las locas», en Mancilla, junio de 2015, nº 10.
4. Véase Gould, Deborah (2009). Moving Politics: Emotion and ACT UP’s Fight Against AIDS. Chicago: University of Chicago Press.
5 Véase, entre otros, Critchley, Simon (2002). On Humor. Londres: Routledge.

 

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Fragmentos extraídos del artículo "Ataque de risa. El humor como estrategia queer", publicado originalmente en la revista Compàs d'amalgama Núm. 1 (2020). Disponible en: https://revistes.ub.edu/index.php/compas-amalgama/issue/view/2320/124.

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